—No tengo hambre, señor —contestó Raistlin, titubeante.
—Es una orden, Túnica Roja —insistió Horkin sin dejar de masticar—. No puedo correr el riesgo de que te desmayes en medio de la batalla porque tienes vacío el estómago.
El joven picoteó con desgana el pan de maíz, y se sorprendió al descubrir que le sabía bien. Debía de tener más hambre de lo que había imaginado, porque se comió dos grandes rebanadas y acabó por admitir que untado con el arrope de manzana habría sido un manjar. Acabado el almuerzo, limpió los platos mientras Horkin trajinaba en un rincón del laboratorio.
—Bien —dijo Horkin cuando Raistlin hubo acabado su tarea—, ¿estás listo para empezar tu aprendizaje?
Raistlin sonrió con sorna. Estaba convencido de que ese hombre no podía enseñarle nada e imaginaba que la sesión acabaría con Horkin pidiendo que le enseñara a él. En cuanto a la historia de los seis magos de la Torre muertos que lo habían precedido, Raistlin no se creía ni una sola palabra. Simplemente era imposible que un practicante de la magia itinerante, un lego en el arte, hubiese sobrevivido a lo que hechiceros experimentados y entrenados no pudieron.
—Cogeré mis pertrechos —dijo Horkin.
Raistlin esperaba que el hombre se equipara con ingredientes de hechizos y tal vez un pergamino o dos. En cambio, Horkin cogió dos varas de madera, de cinco centímetros de diámetro y noventa de largo. A continuación echó mano a un envoltorio de trapos que había en la mesa y se lo guardó en el bolsillo de su túnica marrón.
—Sígueme. —Condujo a Raistlin al exterior, bajo la lluvia, que había empezado a caer de nuevo tras una breve interrupción—. ¡Ah!, y deja ahí tu bastón. Hoy no vas a necesitarlo. No te preocupes —añadió al ver que el joven vacilaba—, que no le pasará nada.
Raistlin no había perdido de vista el cayado —y apenas lo había dejado fuera de su alcance— desde el día que lo recibió de manos de Par-Salian. Iba a protestar, pero cuando pensó en lo necio que parecería al hacer tantos aspavientos como una madre a quien le piden que deje a su bebé recién nacido al cuidado de otros, apoyó el bastón contra la pared en la que colgaban algunas de las armas, con la idea realmente absurda (enrojeció al pensarlo) de que el cayado de Magius se sentiría como en casa en compañía de objetos tan marciales.
El joven se cubrió con la capucha y echó a andar trabajosamente por el barro. Al cabo de caminar kilómetro y medio llegaron al campo de entrenamiento, donde una compañía de soldados realizaba prácticas en un extremo del área. Todos los soldados llevaban el mismo tabardo azul y gris, pero Raistlin reconoció a Caramon de inmediato ya que sobresalía del resto por su estatura. Que Raistlin viera, los soldados no estaban haciendo nada útil, sólo gritar y arremeter con sus espadas y luego gritar más.
La lluvia le empapó la túnica enseguida y, a no tardar, es taba tiritando de frío y empezaba a lamentar su decisión de quedarse. Horkin, por su parte, se sacudió la lluvia como haría un perro.
—Muy bien, Túnica Roja, veamos qué te han enseñado en la poderosa Torre de Wayreth.
Empezó a golpear el aire con las dos varas, sosteniendo una en cada mano. Raistlin no alcanzaba a imaginar que pretendía hacer con las varas, que no formaban parte de ningún conjuro que él pudiera recordar. Empezaba a pensar que Horkin estaba algo chiflado.
El mago guerrero giró y señaló el extremo opuesto del campo, una zona alejada donde estaban los soldados gritando y arremetiendo.
—Bueno, Túnica Roja, ¿cuál es tu mejor hechizo, aparte del de sueño? —Horkin puso los ojos en blanco al decir eso último.
—Soy muy competente en el lanzamiento de proyectiles de ustión mágica, señor —respondió Raistlin, haciendo caso omiso del comentario del hombre.
—¿Proyectiles de us… qué? —Horkin parecía desconcertado. Dio unas palmaditas a Raistlin en el hombro—. Puedes hablar Común, Túnica Roja. Aquí todos somos amigos.
El joven soltó un profundo suspiro.
—Bolas de fuego mágico, señor.
—¡Ah, bien! —Horkin asintió—. Lanza una de tus bolas de fuego a aquel poste de la cerca que hay allí, en el extremo del campo. ¿Lo ves?
Raistlin metió la mano izquierda en el saquillo que llevaba colgado del cinturón y sacó un trocito de pelambre, el ingrediente de conjuros que necesitaría para llevar a cabo el hechizo. Localizó el lejano poste de la cerca y se concentró para evocar las palabras que daban forma al encantamiento requerido para crear una ardiente bola de fuego mágico.
De pronto, se encontró en el suelo, a gatas, sin resuello. Horkin estaba de pie a su lado, sosteniendo una de las varas con la que acababa de golpearle en el estómago.
Conmocionado por el doloroso e inesperado estacazo, Raistlin lo miró perplejo, boqueando para coger aire y tratando de apaciguar los desaforados latidos de su corazón.
Horkin seguía plantado junto a él, esperando, sin ofrecerle ayuda. Finalmente, Raistlin consiguió ponerse de pie.
—¿Por qué hicisteis eso? —demandó, temblando de rabia—. ¿Por qué me habéis golpeado?
—Querrás decir «por qué me habéis golpeado, señor —corrigió seriamente Horkin.
Raistlin, demasiado furioso para repetir las palabras, asestó a Horkin una mirada fulminante.
El mago guerrero alzó la vara, esta vez utilizándola como un puntero para señalarle.
—Ahora ves el peligro, Túnica Roja. ¿Acaso crees que el enemigo se va a quedar ahí quieto, esperando, mientras tú entras en trance y entonas tu «abracadabra» y mueves los dedos en el aire y frotas un poco de pelambre contra tu mejilla? ¡Pues no, demonios! Planeabas lanzar la bola de fuego mágico más poderosa, más perfecta que haya habido jamás, ¿verdad? Ibas a partir en dos ese poste, ¿a que sí, Túnica Roja? Lo cierto es que no has lanzado nada. Lo cierto es que estarías muerto, porque el enemigo no habría utilizado una simple vara. Ahora estaría sacando de un tirón su espada de tu escuálida tripa.
»Lección número dos, Túnica Roja: no tardes mucho tiempo en lanzar un hechizo. Ser rápido, eso es lo que cuenta. ¡Ah! Y lección número tres: no intentes ejecutar un hechizo complicado cuando tienes al enemigo tan pegado a ti que sientes su aliento en el cogote.
—No sabía que erais un adversario, señor —contestó fríamente Raistlin.
—Lección número cuatro, Túnica Roja —continuó el mago guerrero con una sonrisa que dejaba a la vista su dentadura mellada—: procura conocer muy bien a tus compañeros antes de confiarles tu vida.
Raistlin sentía lacerado el estómago y respirar le resultaba doloroso. Se preguntó si Horkin no le habría roto una costilla, cosa que era muy probable.
—Vuelve a intentar dar en el poste, Túnica Roja —ordenó Horkin—. O si no puedes en el mismo poste, valdrá en las inmediaciones. Pero no tardes todo el día.
Sombrío, Raistlin asió el trozo de pelambre e intentó recordar las palabras lo más deprisa posible.
Horkin alzó la otra vara y apoyó la punta en Raistlin. Éste continuó con la ejecución del hechizo, pero entonces vio, para su asombro, surgir una llama en la base de la vara. La llama siseó a lo largo del palo hacia el joven, que intentó desesperadamente hacer caso omiso. La llama se aproximó a la punta.
El conjuro estaba casi completado, y Raistlin estaba a punto de lanzarlo cuando surgió un cegador destello. Faltó poco para que el sonoro estampido lo dejara sordo.
Levantó bruscamente los brazos para protegerse la cara de la explosión, y entonces atisbo por el rabillo del ojo a Horkin, que blandía la segunda vara. El golpe se descargó en su espalda y lo tiró de bruces en el suelo.
Lenta, dolorosamente, el joven mago se levantó. Tenía las rodillas magulladas y las manos llenas de arañazos. Se limpió el barro de la cara y miró a Horkin, que se mecía atrás y adelante sobre los talones, obviamente muy satisfecho consigo mismo.
—Lección número cinco, Túnica Roja —dijo—: nunca des la espalda a tu enemigo.
El joven se limpió el barro y la sangre de las manos, examinó los arañazos y extrajo una esquirla que tenía hincada debajo de la piel.
—Creía que ésa era la lección número uno y que se os había pasado por alto mencionarla, señor —repuso Raistlin, que contenía la ira a duras penas.
—¿De veras? Tal vez lo hice adrede. Piénsalo —contestó Horkin.
Raistlin no quería pensar; quería escapar de este estúpido loco. Ahora no le cabía duda de que Horkin estaba trastornado. El joven deseaba encontrarse junto a una lumbre y ponerse ropa seca; seguro que pillaría una pulmonía ahí fuera, todo mojado. Iría a buscar a Caramon; le contaría lo que este desalmado le había hecho. No había visto a Horkin lanzar el hechizo que lo había cegado.
De repente Raistlin olvidó el dolor, el malestar. ¡El hechizo! ¿Qué conjuro había sido ése? No lo conocía, no tenía idea de cómo se ejecutaba. No había visto que Horkin cogiera ningún ingrediente mágico, ni le había oído pronunciar palabra alguna, ni recitar encantamientos.
—¿Cómo hicisteis ese hechizo, señor? —preguntó.
—Vaya, vaya. —La sonrisa de Horkin se ensanchó—. Así que quizá sí que hay algo de magia que puedes aprender del penoso viejo mago que jamás paso la Prueba ¿en? Quédate pegado a mí durante esta campaña, Túnica Roja, y te enseñaré todo tipo de trucos. Si soy el único mago superviviente en este regimiento olvidado de los dioses, no se debe a que fuera el mejor. —Guiñó un ojo—. Simplemente el más listo.
Raistlin no aguantaba más insultos ni malos tratos. Empezó a darse media vuelta, pero entonces la pesada mano de Horkin cayó sobre su hombro. El joven giró velozmente, a punto de estallar de ira.
—Por los dioses, si volvéis a pegarme…
—Cálmate, Túnica Roja. Quiero que consideres una cosa.
Horkin señaló el campo de entrenamiento, donde los reclutas, que disfrutaban de un descanso, se reunían en torno a un barril de agua. Raistlin no entendía cómo podía apetecerles más agua. La lluvia había arreciado, y su túnica estaba tan empapada que sentía el agua resbalándole por la espalda de manera continua. Sin embargo, los reclutas parecían estar de un humor excelente, riendo y charlando a pesar del aguacero.
Caramon demostraba su técnica con la espada, arremetiendo y retrocediendo con tal energía que a poco no ensarta Z Cambalache, quien sostenía su escudo encima de la cabeza para protegerse de la lluvia. La expresión de Horkin cambió, así como el tono de su voz.
—Somos un regimiento de infantería, Túnica Roja. Luchamos. Morimos. Algún día esos hombres de ahí van a de pender de ti en la batalla. Si fracasas, no sólo tendrá consecuencias para ti, sino para tus compañeros. Y si les fallas, morirán. Estoy aquí para enseñarte a luchar. Si tú no estás aquí para aprender a combatir, entonces ¿a qué demonios has venido?
Raistlin guardó silencio; la lluvia caía en sus mojadas ro pas, tamborileaba en su cabeza y chorreaba por su cabello; un cabello prematuramente blanco, un resultado de los terrores a los que había sido sometido en la Prueba. El agua le chorreaba por las manos; unas manos esbeltas, de dedos largos y ágiles. Unas manos que brillaban con un matiz dorado, otra marca de la Prueba. Sí, la había superado, aunque por muy poco. A pesar de que no recordaba todo lo que había ocurrido, en el fondo de su corazón sabía que había estado a punto de fracasar. A través de la gris cortina de la lluvia miró a Caramon, a Cambalache y a todos los demás, cuyos nombres todavía desconocía. Sus compañeros.
Se sintió humilde. Miró a Horkin con un nuevo respeto al comprender que había aprendido más de ese hombre —ese mago de bajo nivel, sin instrucción, de la clase que so lía verse en ferias sacándose monedas de la nariz— de lo que había aprendido en todos los años de estudio.
—Os pido disculpas, señor —dijo quedamente. Alzó la cabeza y parpadeó para quitarse la lluvia de los ojos—. Creo que tenéis mucho que enseñarme.
Horkin sonrió; fue un cálido gesto. Su mano apretó amistosamente el hombro de Raistlin, y éste no se encogió ante el contacto.
—A lo mejor todavía podemos hacer de ti un soldado, Túnica Roja. Esa era la lección número uno. ¿Estás listo para continuar?
La mirada del joven fue hacia las varas; enderezó los estrechos hombros.
—Lo estoy, señor.
Horkin advirtió la ojeada de Raistlin y, riendo, tiró las varas al suelo.
—Me parece que ya no voy a necesitarlas. —Observó al joven con aire pensativo y luego, de repente, cogió el trocito de piel que Raistlin todavía sujetaba en la mano.
—Lanza el hechizo —ordenó.
—Pero, no puedo hacerlo, señor —protestó Raistlin—. No tengo otro trozo de pelambre, y ése es el ingrediente prescrito para realizar el conjuro.
Horkin sacudió la cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua.
—Te encuentras en medio de una batalla —dijo—, te están dando empujones y zarándeos desde todas partes, las flechas silban por encima de tu cabeza, los hombres chillan. Alguien choca contigo y ese pedacito de pelambre cae al barro mezclado con sangre y es pisoteado por los hombres que combaten. Así que no puedes ejecutar el hechizo sin ello. —Volvió a sacudir la cabeza y suspiró—. Supongo que estás muerto.
Raistlin reflexionó un momento.
—Podría intentar encontrar otro trozo. Quizá del forro de piel de la capa de un soldado.
—Es en verano —dijo Horkin, que frunció los labios—, y estás combatiendo bajo un sol de justicia. Hace suficiente calor para que frías a un kender en tu escudo como si fuese una sartén. No creo que haya muchos soldados que lleven capas forradas con pieles en esta batalla, Túnica Roja.
—Entonces, ¿qué hago, señor? —demandó exasperado Raistlin.
—Ejecutar el hechizo sin el trozo de piel —respondió Horkin.
—Pero no puede hacerse…
—Se puede, Túnica Roja. Lo sé porque lo he hecho yo mismo. Siempre me he preguntado —añadió, pensativo, Horkin—, si los antiguos hechiceros no estipularían su utilización como una triquiñuela o quizá para fomentar el negocio de las pieles de Palanthas.
—Nunca he visto realizar el conjuro sin el trozo de piel, señor. —Raistlin parecía escéptico.
—¡Oh, bueno!, pues estás a punto de verlo, i Alzó la mano derecha y murmuró varias palabras mágicas al tiempo que movía los dedos de la izquierda en unos pases complejos. En cuestión de segundos, una bola de fuego saltó chisporroteando de sus dedos, voló a través del campo y golpeó el poste de la cerca, incendiándolo.
Raistlin estaba boquiabierto por la sorpresa.