El general plasmó su firma en el papel, lo enrolló y se lo tendió a Immolatus.
Mi ejército ya está en marcha. Vos y Uth Matar partiréis por la mañana.
—Estoy preparada para salir de inmediato, señor —dijo Kitiara.
—He dicho que os marcharéis por la mañana, Uth Matar —repitió Ariakas, ceñudo, recalcando esas tres palabras.
—Su Eminencia y yo deberíamos viajar aprovechando la oscuridad de la noche, señor —adujo la mujer, respetuosa pero firmemente—. Cuantas menos personas nos vean, mejor. Su Eminencia atrae mucha atención sobre su persona.
—Lo supongo —rezongó el general, que miró a Kitiara. La deseaba tanto que resultaba doloroso—. Eminencia, ¿seríais tan amable de esperar un momento fuera? Quiero hablar en privado con Uth Matar.
M i tiempo es valioso —dijo el dragón—. Estoy de acuerdo con la hembra. Deberíamos ponernos en camino de inmediato.
Se levantó majestuosamente, recogió la larga túnica con una mano y salió de la tienda, haciendo un alto en la entrada para echar una ojeada al interior. Alzó el pergamino enrollado y señaló con él a Ariakas.
—No pongas a prueba mi paciencia, gusano. —Dicho esto se marchó, dejando tras de sí un tenue olor a azufre.
Ariakas tomó a Kitiara por la cintura, la estrechó contra sí y hundió el rostro en el cuello de la mujer.
—Immolatus está esperando, señor —dijo Kitiara, dejando que la besara pero sin ceder tampoco esta vez.
—¡Pues que espere! —jadeó Ariakas, dominado por la pasión.
—No os satisfaría así, señor —musitó Kit seductoramente, mientras frenaba a su seductor—. Os traeré victorias. Os traeré poder. Nada ni nadie podrá resistirse a nuestro paso. Seré el trueno de vuestro relámpago, el humo de vuestro fuego devorador. Juntos, codo con codo, gobernaremos el mundo. —Puso los dedos sobre los labios exigentes, ávidos, del hombre.
»Os serviré como mi general, os honraré como mi cabecilla, pondré mi vida a vuestra disposición, si lo requerís. Empero, soy dueña de mis sentimientos. Ningún hombre toma a la fuerza lo que no doy por propia voluntad. Pero sabed esto, milord: cuando al fin me rinda a vos, nuestro placer esa noche hará que haya merecido la pena la espera.
Ariakas siguió estrechándola firme, dolorosamente, durante unos segundos más. Luego, con lentitud, la soltó. Encontraba placer en la relación carnal, pero obtenía mucho más en la batalla. Gozaba con todos los aspectos de la guerra: la estrategia, la táctica, la creciente tensión de los preparativos, el entrechocar de las armas, la euforia de vencer a un enemigo, el triunfo final. Pero la dulce sensación de victoria llegaba sólo cuando combatía contra un adversario tan diestro como él, cuando derrotaba a un oponente digno de su espada. No obtenía verdadera satisfacción masacrando civiles desarmados. Del mismo modo que no encontraba verdadero placer en hacer el amor con esclavas, mujeres que se entregaban inducidas por el miedo, que yacían temblorosas en sus brazos, tan enervadas e inertes como un cadáver. En el amor, como en la guerra, deseaba, necesitaba, a un igual.
—¡Vete! —le dijo bruscamente a Kitiara, mientras se volvía y le daba la espalda—. ¡Vete ya! ¡Márchate ahora que todavía soy dueño de mí mismo!
Ella no salió de inmediato, no alardeó de su victoria. Se demoró, y le acarició el brazo. Su reacción a ese roce fue como si en lugar de sangre le corriera fuego por las venas.
—La noche que regrese victoriosa, milord, seré vuestra. —Besó el hombro desnudo y se apartó. Levantó la solapa de la entrada y se deslizó al exterior, reuniéndose con el dragón bajo la lluvia.
Aquella noche, para estupefacción de sus sirvientes, lord Ariakas no llevó ninguna mujer a su lecho. Y siguió sin hacerlo durante muchas noches más.
El entrenamiento de los gemelos continuó sin pausa, semana tras semana. La comida era monótona, como también lo eran las prácticas, repitiendo los mismos ejercicios día tras día; hasta Caramon habría sido capaz de ejecutar las maniobras caminando dormido y con un saco cargado en la cabeza.
El joven guerrero sabía que era así porque se levantaba tan temprano cada mañana que tenía la sensación de caminar dormido. Un día el instructor Quesnelle ordenó que se pusieran un saco en la cabeza y realizar el mismo ejercicio: embestida, retroceso, embestida, retroceso. Sólo que esta vez se añadió giro a la izquierda, giro a la derecha, marcha cerrada, paso a un lado, retirada en formación, escudo con escudo y un montón de órdenes más.
No sólo entrenaban a diario, sino que también limpiaban los barracones: sacaban la paja del día anterior, fregaban el suelo, sacudían las mantas y reemplazaban la paja. Y se bañaban a diario en un arroyo caudaloso y helado, algo que resultó ser una novedad para algunos hombres, que se bañaban una vez al año, en Yule, tanto si les hacía falta como si no. Un síntoma de la demencia del Barón Loco era que éste insistía en que la limpieza del cuerpo y del entorno donde se vivía reducía la posibilidad de que se propagaran enfermedades y evitaba la proliferación de pulgas y piojos, compañeros habituales del soldado.
Los hombres subían y bajaban el Echarlas tripas a diario, cargados con pesados petates y armas. Todos lo hacían ya sin dificultad, excepto Cambalache. Su cuerpo era demasiado ligero, y aunque seguía el consejo de Caramon y comía el doble de la insípida e invariable comida que cualquier otro hombre de la tropa, Cambalache no ganaba peso ni su altura aumentaba. Sin embargo, se negaba a admitir la derrota. Día tras día se derrumbaba en el camino, jadeante, medio enterrado bajo el escudo, pero siempre comentaba con orgullo que había llegado «un poquito más lejos hoy que ayer, instructor Quesnelle, señor».
El maestro de armas estaba impresionado con la entereza y el espíritu animoso de Cambalache, y confesó al Barón Loco, en la reunión semanal de oficiales, que ojala el cuerpo del chico fuese tan grande como su corazón.
—Cae bien a sus compañeros, y éstos lo encubren y le echan un cable, en especial el gigantón, Majere. Carga con el petate de Cambalache cuando cree que yo no lo veo. Retrocede cuando luchan cuerpo a cuerpo o finge que el chico le ha dado un golpe que haría sentirse orgulloso a un ogro. He hecho la vista gorda hasta ahora, pero es imposible que consigamos hacer de él un soldado de infantería, milord —informó el instructor mientras sacudía la cabeza—. Sus amigos no le están haciendo ningún favor. Acabará haciendo que lo maten y nos maten a los demás.
Los otros oficiales se mostraron de acuerdo con él asintiendo. Las reuniones semanales se celebraban en el castillo del barón, en una sala del piso alto desde la que se tenía una buena vista del campo de entrenamiento, donde las tropas se encontraban ahora trabajando con sus equipos, untando grasa en las correas de cuero para mantenerlas flexibles, asegurándose de que los penetrantes ojos de los sargentos no detectaran una sola mota de herrumbre en una espada o un cuchillo.
—No lo licencies todavía —dijo el barón—. Encontraremos algo que pueda hacer. Sólo tenemos que pensar qué. Y hablando de débiles, ¿qué tal va entrando en vereda tu nuevo mago, maestro Horkin?
—Mejor de lo que esperaba en un mago de la Torre, barón —contestó Horkin, cuya oronda figura estaba cómodamente arrellanada en la silla—. Parece un muchacho enfermizo. La otra noche pasé por el comedor y lo oí toser de un modo que temí que fuera a echar los pulmones. Cuando le hablé sobre su enfermedad, sugiriéndole que estaba demasiado débil para formar parte del ejército, me asestó una mirada que me fulminó.
—A los hombres no les gusta, milord, eso es seguro —intervino el instructor Quesnelle con expresión sombría—. Y no los culpo. Esos ojos suyos me ponen carne de gallina. Te mira como si te viera muerto a sus pies y estuviera a punto de echar tierra en la fosa. Los hombres dicen —continuó, bajando la voz—, que ha vendido su alma en el mercado del Abismo.
Horkin se echó a reír. Enlazó las manos sobre su rotundo estómago y sacudió la cabeza.
—Ríete si quieres, Horkin —dijo con aspereza el maestro de armas—, pero te advierto que creo muy probable que un día encontremos a tu joven mago muerto en el bosque con el cuello roto.
—Y bien, Horkin, ¿qué tienes que decir a eso? —El barón se volvió hacia el maestro hechicero—. He de admitir que estoy de acuerdo con Quesnelle. No me gusta mucho ese mago tuyo.
Horkin se sentó derecho, y sus inteligentes ojos azules sostuvieron resueltamente la mirada de cada uno de los oficiales, incluido el barón.
—¿Qué que tengo que decir, señor? —repitió—. Digo que jamás he pensado que el ejército sea una merienda campestre, milord.
—Explícate, Horkin —pidió el barón, que estaba perplejo.
—Si queréis celebrar un concurso para nombrar a la Reina de Mayo, milord, entonces admito que mi joven mago no será un candidato. Pero no creo que queráis que la Reina de Mayo se una a nuestras filas en la batalla, ¿verdad, milord?
—Todo eso está muy bien, Horkin, pero su enfermedad…
—No es física, milord. No es contagiosa —dijo el maestro Horkin—, aunque sí incurable. Ni aunque los antiguos clérigos regresaran a Krynn y pusieran sus manos sanadoras sobre él, invocando el poder de los dioses, podrían devolverle la salud a Raistlin Majere.
—¿Es, pues, una dolencia de naturaleza mágica? —El barón frunció el entrecejo; se habría sentido más cómodo si se tratara de una enfermedad corriente y moliente.
—Creo, milord, que el quebranto de ese joven es ¡la propia magia! —El maestro asintió con aire entendido.
Los oficiales parecían incrédulos, y sacudieron la cabeza y gruñeron. Horkin tenía la frente fruncida en ademán pensativo. Miró al maestro de armas.
—Quesnelle, ¿ser soldado es lo que quisiste desde que tenías uso de razón?
—Sí —contestó el instructor, que se preguntó qué tendría eso que ver con lo que estaban hablando—. Supongo que podría decirse que he sido soldado toda mi vida. Mi madre era una de las mujeres que seguían al ejército, y mi cuna fue el escudo de mi padre.
—Exacto. —Horkin volvió a asentir—. Querías ser soldado desde pequeño. Tú, como nuestro señor, aquí presente, tenéis ascendencia solámnica. ¿Te has planteado alguna vez convertirte en caballero?
—¡Ni hablar! —Quesnelle parecía despectivo.
—¿Y por qué no, si se me permite preguntarlo? —inquirió suavemente Horkin.
—A decir verdad —dijo el instructor, tras pensar un momento—, esa idea nunca se me ha pasado por la cabeza. Para empezar, no soy de noble cuna…
Horkin lo interrumpió agitando la mano como desestimando ese comentario.
—Ha habido caballeros en el pasado que no eran de sangre noble —dijo— y que ascendieron de las tropas. Según la leyenda, el gran Huma fue uno de ésos.
—¿Qué tiene eso que ver con el mago? —demandó, irritado, Quesnelle.
—Ya lo verás. Tú explícame por qué no quisiste ser un caballero.
Quesnelle miró al barón, que enarcó una ceja como diciendo: «Síguele la corriente».
—Bien. —Quesnelle frunció el entrecejo—. Veamos, supongo que la principal razón es que cuando eres caballero tienes dos capitanes. Uno es de carne y hueso, y el otro es un dios. Y has de responder ante ambos. Si tienes suerte, los dos están de acuerdo. Si no… —El maestro de armas se encogió de hombros—. ¿A cuál de ellos obedeces? El tormento de esa pregunta puede desgarrar el corazón de un hombre.
—Cierto —musitó el barón, casi para sí mismo—. Muy cierto. Nunca lo había enfocado bajo esa perspectiva.
—A mí me gusta recibir órdenes de un único capitán —dijo Quesnelle.
—Soy de la misma opinión —abundó Horkin—. Y ésa es la razón de que sea, según los rangos de la magia, un humilde soldado de infantería. Pero nuestro joven mago… Él es un caballero.
Las oscuras cejas del barón se enarcaron bruscamente.
—¡Oh!, no quiero decir literalmente, milord —rió Horkin—. No, no. Los solámnicos se retorcerían y morirían antes. A lo que me refiero es que es un caballero de la magia. Oyó dos voces llamándolo: la del hombre y la del dios. ¿Cuál de ellas elegirá seguir finalmente? No lo sé. Si, de hecho, escoge cualquiera de ellas —añadió, rascándose la lampiña barbilla—; no me sorprendería que acabara dándole la espalda a ambas y siguiera su propio camino.
—Sin embargo, tú has compartido una botella con la diosa de vez en cuando, creo —comentó el barón, sonriendo.
—Para ella yo soy un simple conocido, milord. Raistlin Majere es su campeón —respondió seriamente Horkin.
El barón guardó silencio un momento, rumiando eso último.
—Bien, volvamos a nuestra discusión original. ¿Consideras aconsejable que mantenga a Raistlin Majere a mi servicio? ¿Será un beneficio para la compañía?
—Sí y sí, milord —aseveró rotundamente el mago.
—¿Qué opinas tú, maestro de armas? —consultó el barón a Quesnelle.
—Si Horkin responde por el mago y no lo pierde de vista, entonces no me opongo a que se quede —respondió el instructor—. De hecho, me alegro de que sea así, ya que si uno de los gemelos se marcha, perderemos al otro, y Caramon Majere se está convirtiendo en un gran soldado. Mucho más de lo que él se considera. Estaba pensando en transferirlo a la compañía de comandos.
Miró hacia Senej, el capitán de la compañía mencionada, y éste asintió, interesado.
—Está bien, que así sea —concedió el barón. Asió el jarro de cerveza fría con el que siempre se concluía la reunión de oficiales—. Por cierto, caballeros, tenemos instrucciones para marchar hacia nuestra primera batalla.
—¿Dónde será, milord? —preguntaron con vivo interés los dos oficiales—. ;Y cuándo?
—Partimos dentro de dos semanas. —El barón sirvió la cerveza—. Acudimos a la llamada del rey Wilhelm de Yelmo de Blode, un buen monarca, justo e íntegro. Una ciudad de sus dominios ha sido tomada por rebeldes exaltados que exigen la segregación de Yelmo de Blode para que se convierta en ciudad-estado. Por desgracia, los rebeldes han convencido a la mayoría de los ciudadanos para apoyar su causa. El rey Wilhelm está reuniendo sus propias tropas y enviará dos regimientos a ocuparse de la rebelión. Nosotros estaremos allí para ayudarlos. El rey espera que, cuando vean la potencia de las fuerzas agrupadas contra ellos, los rebeldes se den cuenta de que no pueden vencer y se rindan.
—U n maldito asedio —dijo malhumorado Quesnelle— No hay nada que deteste más que un aburrido asedio.
—Quizás haya combates reñidos después de todo, instructor —contestó el barón en tono apaciguador—. Según mis fuentes de información, los rebeldes son de los que prefieren morir luchando a ser colgados por traidores.