Raistlin, mago guerrero (20 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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—¿Por qué, señor? —preguntó Cambalache, interesado—. ¿Qué hay ahí arriba?

—Yo, con un látigo —repuso el sargento. Giró sobre sus talones, asió a Cambalache por la pechera de la camisa y lo zarandeó.

—Escúchame, basca. Y esto va también para todos vosotros. —Pasó la furibunda mirada sobre los reclutas, sin el menor atisbo de risa en sus ojos—. Será lo primero que aprendáis, y lo aprenderéis bien. Cuando dé una orden, la obedeceréis inmediatamente. Sin cuestionarla. No discutimos las órdenes. No las sometemos a votación. Las órdenes se cumplen. ¿Y por qué? Yo os lo diré. Y ésta será la única vez que os explique por qué hacéis algo.

»Porque llegará el día que estéis en plena batalla, y las flechas os pasarán silbando, y el enemigo se lanzará sobre vosotros aullando y gritando como demonios del Abismo liberados. Los trompetas tocarán, el acero ensangrentado y caliente henderá el aire, y yo os daré una orden. Y si perdéis aunque sólo sea un segundo en pensar esa orden o en cuestionarla, o en decidir si vais a obedecerla o no, estaréis muertos. Y no sólo lo estaréis vosotros, sino vuestros compañeros. Y no sólo eso, sino que la batalla se habrá perdido.

»Y ahora… —El sargento soltó a Cambalache y lo lanzó al suelo—. Empezaremos de nuevo. Recoged los petates y atároslos a la espalda. Coged las espadas y los escudos, poneos los petos y los yelmos y corred hasta la cima de esa colina. Os habréis fijado —añadió con una mueca— que yo llevo puestos mi yelmo y mi peto, y que llevo la espada y el escudo. ¡Vamos, moved el maldito culo!

La orden se obedeció, aunque en medio de una considerable confusión. Ninguno de los reclutas tenía idea de cómo ajustar los petates al cuerpo. Ataron las correas torpemente y, en varios casos, contemplaron con desmayo cómo los petates se soltaban a su espalda. El sargento pasó de un hombre a otro, amenazando y gritando, pero, al mismo tiempo, dando instrucciones de cómo hacerlo. Finalmente, todos estuvieron más o menos listos, con los yelmos torcidos, las espadas traqueteando contra las piernas —y de vez en cuando haciendo tropezar a aquellos que no estaban acostumbrados a llevar un arma— y sudando bajo los pesados petos. Cambalache no veía con el yelmo, que era demasiado grande para él y le caía sobre los ojos, y, al moverse, su cuerpo repiqueteaba dentro del holgado peto como un palo en una jarra de cerveza vacía; y, además arrastraba el escudo por el suelo.

Vestido con su armadura y con la espada al costado, Caramon lanzó una ojeada pesarosa en dirección al comedor de la tropa, de donde llegaba el ruido de platos y el delicioso aroma a cerdo asado.

El sargento gritó una orden y puso en marcha a todos los reclutas.

La noche ya había caído cuando regresaron —corriendo— de la colina. Seis reclutas habían decidido durante el regreso que la carrera militar no era para ellos, por muy bien pagada que estuviese. Entregaron sus equipos —que no habían tirado en el camino— y regresaron cojeando, con los pies destrozados, a la ciudad. El resto de los reclutas entró en el patio tambaleándose, y allí varios se desplomaron y otros cuantos descubrieron por qué se aplicaba el término «basca» a los novatos.

El sargento hizo un rápido recuento y comprobó que faltaban dos hombres. Sacudió la cabeza y se dispuso a regresar sobre sus pasos para ver si podía encontrar los cuerpos.

—¿Qué es esto? —El Barón Loco hizo una pausa en su recorrido al campamento para mirar una escena de lo más peculiar.

Las titilantes antorchas y una enorme hoguera iluminaban el recinto. En el círculo de luz entró un joven muy grande y musculoso, con rizoso cabello castaño rojizo y un rostro franco y apuesto. El joven cargaba encima del hombro a otro, bajo y escuálido, que todavía aferraba animosamente una espada en una mano y en la otra, un escudo, el cual golpeaba en las pantorrillas del grandullón cada vez que éste daba un paso. Los dos eran los últimos en bajar de la colina.

Tras llegar junto a los demás reclutas, que estaban en una inestable postura de firmes, el hombretón depositó suavemente su carga en el suelo. El hombre pequeño se tambaleó, a punto de caer, pero, clavando la punta del escudo en la tierra, lo utilizó para sostenerse y se las ingenió para esbozar una sonrisa triunfal, exhausta. El tipo grande, que había cargado con su propio escudo y su espada además de con su compañero, ocupó su sitio en la fila. No parecía estar agotado o falto de resuello, sólo hambriento.

—¿Quiénes son esos dos tipos? —preguntó el barón al sargento.

—Dos de los nuevos reclutas, señor —contestó el oficial—. Acaban de subir y bajar corriendo el Echarlas tripas. Ví todo lo que pasó. El chico se desplomó más o menos a mitad de camino cerro arriba, pero no se dio por vencido. Se puso de pie y volvió a intentarlo. Dio unos cuantos pasos y cayó otra vez, pero maldita sea mi alma si no se incorporó e hizo un nuevo intento. Fue entonces cuando el grandullón lo cogió y se lo echó al hombro y lo cargó hasta la cumbre. Y también lo trajo cargado todo el camino de vuelta.

El barón observó atentamente a la pareja.

—Hay algo extraño en ese chico. ¿No te parece que tiene aspecto de kender?

—¡Que el buen Kiri-Jolith nos proteja! ¡Espero que no, señor! —deseó fervientemente el oficial.

—N o, su apariencia es más de humano —fue la conclusión a la que llegó el barón—. Nunca se convertirá en soldado. Es demasiado pequeño.

—Sí, señor. ¿Le doy de baja, señor?

—Supongo que será lo mejor. Sin embargo —añadió el noble—, me gusta su coraje. Y también la lealtad del mocetón. Deja que el delgaducho se quede. Veremos cómo aguanta el entrenamiento. A lo mejor nos sorprende a todos.

—Es posible, señor —dijo el sargento, pero no parecía convencido. El comentario del barón sobre la apariencia kender del muchacho había inquietado profundamente al oficial, que tomó nota mental de contar los platos de metal y las cucharas de madera, y si faltaba una sola pieza, por los dioses que el delgaducho se iría, tuviera coraje o no lo tuviera.

Los reclutas recibieron la orden de ir a cenar. Entraron en el comedor tambaleándose, y allí varios se quedaron dormidos sobre sus platos, demasiado agotados para comer. Caramon, a quien no le gustaba que se desperdiciara comida, la emprendió con la cena de los dormidos. Pero hasta él tuvo que admitir que el suelo de piedra le parecía tan cómodo como el más blando colchón de plumas cuando finalmente se les permitió acostarse.

Caramon sólo había cerrado los ojos hacía un momento —o eso le pareció a él— cuando un toque de trompeta, que resonaba dentro de su cabeza, lo despertó y lo hizo sentarse de un brinco en el suelo cubierto de paja. Su embotado cerebro no alcanzaba a discernir dónde estaba, qué estaba pasando ni por qué tenía que pasarle a él a esta hora infame. Los barracones estaban oscuros como un pozo; al otro lado de las ventanas —troneras cortadas en los muros de piedra—, aún se veían las estrellas, aunque en el cielo nocturno parecía insinuarse el alba.

—¿Eh? ¿Qué? —farfulló Caramon, que volvió a tumbarse.

De pronto una luz alumbró el cuarto de los barracones; eran antorchas encendidas, que arrojaban un fulgor rojizo en los rostros de quienes las portaban, unos rostros sonrientes y joviales.

—¡Toque de diana! ¡Arriba, puercos gandules!

—¡No! ¡Todavía es de noche! —gimió Caramon, que se cubrió la cabeza con paja.

La puntera de una bota se estrelló contra su estómago, y esta vez sí que se despertó completamente a la vez que el golpe le hacía soltar un ahogado resoplido.

—¡En pie, bastardos de enano gully! —bramó el sargento—. ¡Vais a empezar a ganaros esas cinco monedas de acero!

Caramon suspiró profundamente. En ese preciso momento había dejado de considerar generosa la suma que le pagaban por alistarse.

Las estrellas ya habían desaparecido cuando los reclutas se hubieron vestido con desgastados tabardos azul y gris; se habían tragado a toda prisa un desayuno totalmente insuficiente y se habían marchado en fila al campo de entrenamiento, una extensa área localizada a más de un kilómetro del castillo. En apariencia tan adormilado como los hombres, el sol asomó en el horizonte unos minutos y luego, como si el esfuerzo lo hubiese agotado, se metió bajo un manto de densos nubarrones grises y volvió a dormirse. Una llovizna que empapaba empezó a repicar en los yelmos de los sesenta hombres, a los que se había hecho formar en tres filas de veinte alternando amenazas con palabras animosas.

El sargento y sus ayudantes repartieron el material de entrenamiento: escudos de prácticas y espadas de madera.

—¿Qué es esto, señor? —inquirió Caramon, que miraba el arma de madera con desdén. Bajó la voz a un tono confidencial para que los otros reclutas no se sintieran rebajados—. Sé cómo usar una espada de verdad, señor.

—Conque sabes, ¿verdad? —El soldado esbozó una sarcástica mueca—. Veremos.

—¡Silencio en las filas! —bramó el sargento.

Caramon suspiró. Tomó la espada de madera y se llevó una sorpresa al ver que pesaba el doble que una de buen acero. Del mismo modo, el escudo era extraordinariamente pesado. Cambalache apenas podía levantarlo del suelo. Otro soldado pasó por las filas repartiendo brazales muy usados. El de Caramon no encajaba en su fornido antebrazo, mientras que el de Cambalache se escurrió y cayó al barro.

Una vez que todos los hombres estuvieron más o menos equipados, el sargento saludó a un hombre mayor que él, el cual había permanecido apartado a un lado.

—Son todo vuestros, instructor Quesnelle, señor —dijo el sargento en el mismo tono adusto y abatido que habría utilizado para anunciar que una plaga de ratas se había colado en el castillo.

El instructor Quesnelle gruñó y caminó con parsimonia bajo la lluvia hasta tomar posición frente a las tropas.

Tenía sesenta años; la barba y el cabello, que asomaba por debajo del yelmo, eran de un color gris acerado. Su cara, surcada de cicatrices, estaba curtida por los años de campaña. También a él le faltaba un ojo, y cubría la cuenca vacía con un parche. El otro ojo, hundido, brillaba más de lo normal, como si se hubiese acumulado en él el centelleo de los dos. Sostenía en las manos el mismo tipo de espada de madera y de escudo que los reclutas. Poseía una voz que se oiría por encima del estruendo de la batalla y que sin duda habría despuntado en una reunión de kenders. El instructor Quesnelle estudió a los reclutas y su gesto se tornó adusto.

—Se me ha informado que algunos de vosotros creéis que sabéis cómo utilizar una espada. —Su único ojo pasó por las filas y aquellos a los que tocó su mirada les pareció aconsejable bajar la vista a sus botas. El instructor Quesnelle continuó con un tono de sorna—. Sí, sois todos unos verdaderos bastardos duros, del primero al último. Recordad una cosa, y sólo una cosa: ¡no sabéis nada! No sabéis nada y seguiréis sin saber nada hasta que yo diga que sabéis algo.

Nadie se movió, nadie habló. Las filas, que al principio estaban relativamente rectas, ahora se extendían desordenadamente por todo el campo de entrenamiento. Los hombres se mantenían firmes, con gesto desanimado, la espada asida con una mano y el escudo con la otra, mientras la lluvia goteaba por la pieza del casco que sirve para proteger la nariz.

—He sido presentado como el instructor Quesnelle. Sólo soy el instructor Quesnelle para mis amigos y mis camaradas. ¡Vosotros, gusanos, os dirigiréis a mí por mi nombre de pila, que es «Señor»! ¿Entendido?

—Sí, señor —respondieron en tono abatido la mitad de los hombres de la formación al sentir la punzante mirada sobre ellos. Los demás, ignorando qué respuesta se esperaba de ellos, se apresuraron a corear en el último momento—: Sí, señor.

—Sí, instructor Quesnelle —metió la pata un infeliz.

El instructor Quesnelle se le echó encima como un gato sobre un ratón.

—¡Tú! ¿Qué has dicho?

—Sí, s…s…señor —tartamudeó el pobre tipo, al darse cuenta de su error.

—Eso está mejor —asintió el instructor Quesnelle—. Y para que se quede bien grabado en tu cerebro de mosquito, quiero que corras el perímetro del campo diez veces mientras repites una y otra vez «señor, señor, señor». ¡Muévete!

El recluta permaneció inmóvil mirándolo fijamente, boquiabierto. El sargento se plantó, imponente, ante él y le clavó una mirada funesta. El infeliz soltó la espada y el escudo y se dispuso a correr, pero el sargento lo paró para entregarle de nuevo su pesada espada y su aún más pesado escudo. El recluta, tambaleándose, empezó a correr alrededor del perímetro del campo de entrenamiento, gritando «señor» a intervalos.

El instructor bajó con fuerza su espada y la hoja de madera se hundió en el suelo.

—¿Acaso me he equivocado? —inquirió en un tono que sonaba casi quejumbroso—. Tenía la impresión de que estabais aquí porque queríais ser soldados, pero quizá lo entendí mal. ¿Es eso?

El instructor Quesnelle paseó la mirada sobre los reclutas, que se encogieron tras los escudos o intentaron esconderse detrás de los hombres que tenían delante. El instructor frunció el ceño.

—Cuando hago una pregunta, quiero oíros contestar con un clamor tan fuerte como un grito de guerra. ¿Queda claro?

La mitad de los hombres pillaron la idea y respondieron a voz en cuello:

—¡Sí, señor!

—¿Queda claro? —bramó el instructor.

Esta vez, la respuesta fue general, unificada y fuerte, un gran grito que salió del grupo:

—¡Sí, señor!

—Bien. —El instructor Quesnelle asintió con un breve cabeceo—. Parece que tenéis un poco de espíritu, después de todo. —Alzó la espada de madera—. ¿Sabéis qué hacer con esto? —preguntó.

Algunos de los reclutas se quedaron en blanco. Unos pocos, Caramon entre ellos, recordaron el procedimiento y gritaron:

—¡Sí, señor!

El instructor Quesnelle parecía exasperado.

—¿Sabéis qué hacer con esto? —bramó al tiempo que sacudía la espada en el aire.

—¡Sí, señor! —El clamor fue casi ensordecedor.

—N o, no lo sabéis —dijo el instructor sosegadamente—. Pero lo sabréis para cuando hayamos terminado. Antes de que aprendáis a usar el arma, necesitáis aprender a usar vuestro cuerpo. Coged la espada con la mano derecha, poned el pie izquierdo más adelantado que el derecho y cargad el peso en él. Alzad el escudo así. —Situó el escudo en posición defensiva, levantado y de manera que protegiese el costado vulnerable del cuerpo—. Cuando grite «embestida», repetís el grito, adelantáis un paso y asestáis al enemigo que tenéis delante una buena estocada que lo atraviese de parte a parte. Os quedáis inmóviles en esa postura. Cuando grite «retroceso», volvéis a la posición inicial en las filas. ¡Embestida!

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