Caramon pensó que nunca había deseado nada en su vida tanto como unirse a esa tropa de soldados orgullosos y seguros de sí mismos. Hinchó el pecho, enorgullecido, sólo de pensar que había sido elegido para intentarlo, pero a renglón seguido se le puso un nudo en la garganta al plantearse la idea de que quizá no fuera lo bastante bueno para estar a la altura.
—Romped filas. La sargento Nemiss os enseñará dónde dormiréis.
A los reclutas se les habían asignado unos catres de madera, y en los dormitorios disponían al menos del doble de espacio que en su anterior alojamiento. Cada hombre tenía un cajón a los pies de su catre para guardar los objetos personales. Caramon pensó que jamás había visto tanto lujo.
Después de desayunar, la sargento Nemiss llamó a los trece reclutas nuevos para hacer un aparte con ellos.
—Veamos, hasta ahora lo estáis haciendo bien, pero os daré un consejo. No os mostréis amistosos con los otros chicos todavía. No les gustan los nuevos hasta que hayan demostrado su valía. No es nada personal. Una vez que hayáis compartido una campaña con ellos, recibiréis invitaciones para bodas el resto de vuestras vidas.
Uno de los hombres alzó la mano.
—¿Sí, Manto, qué pasa? —preguntó la sargento.
—Me estaba preguntando, señor, qué hace la compañía del capitán Senej para que sea tan especial.
—Por raro que parezca —comentó la oficial—, esa pregunta no es tan estúpida como podría pensarse. Nuestra compañía es especial porque se nos encomiendan todas las tareas especiales. Somos la compañía de comandos. Cuando el barón pide tropas de choque para avanzar delante de las líneas, nosotros nos ocupamos de ello. Cuando hay que buscar a un enemigo que está jugando al escondite con nuestro ejército, nosotros somos los soldados que van y lo encuentran. Combatimos con los demás cuando se nos ordena que lo hagamos, pero también nos ocupamos de todos los trabajos sucios que se presentan.
»Hoy se os va a suministrar una nueva arma que utilizaréis además de la espada. No os entusiasméis, que sólo es una lanza, nada sofisticado. —La sargento echó mano a una lanza que estaba apoyada contra una pared y la sostuvo ante sí—. Allí donde vayáis, la lanza irá con vosotros hasta que el entrenamiento haya concluido y estéis preparados.
—¡Eh, sargento! —Caramon levantó la mano para llamar la atención—. ¿Cuándo terminará el entrenamiento?
—Terminará cuando yo diga que ha terminado, Majere —replicó la oficial—. Estaréis preparados o estaréis acabados antes de iniciar la marcha, y eso ocurrirá dentro de dos semanas. Entretanto, tenéis mucho que hacer y que aprender. Pegaos a mí y haced lo que os diga, y saldréis adelante bien.
Nemiss condujo a los trece al campo de entrenamiento, todos equipados con sus lanzas de prácticas, las cuales pesaban el doble que las normales, igual que había ocurrido con el equipo anterior. Caramon sostenía la lanza con facilidad, pero Cambalache la levantaba a duras penas, de manera que el extremo del astil arrastraba por el suelo y fue dejando tras él un largo surco hasta el campo de entrenamiento. La sargento Nemiss se limitó a mirarlo y puso los ojos en blanco.
El resto de la mañana estuvieron practicando con escudo y lanza, y por la tarde hicieron lanzamientos; al final del día, Caramon sentía el brazo tan débil y tembloroso por el desacostumbrado esfuerzo que dudaba ser capaz de levantar la cuchara para tomarse la cena.
Por su parte, Cambalache había intentado animosamente arrojar la lanza, pero después de lanzarse a sí mismo junto con el arma en un par de ocasiones —la primera vez cayendo de bruces al suelo y la segunda estuvo a punto de ensartar a Caramon— había sido dispensado del servicio. La sargento Nemiss le puso a la tarea de traer y llevar cubos de agua para los hombres. Saltaba a la vista que no esperaba tener que tratar con el joven en el futuro.
La idea de marcharse, de poder pasar unas cuantas horas en la ciudad, levantó considerablemente el ánimo de los reclutas. Sin que nadie tuviera que ordenárselo, corrieron de vuelta a los barracones, cargados con las lanzas y entonando una marcha alegre y subida de tono que la sargento Nemiss les había enseñado.
Engulleron la cena y después fueron a lavarse a conciencia, a peinarse, a recortarse las barbas y a ponerse sus mejores ropas. Caramon empezó a seguir su ejemplo —confiaba en tomarse rápidamente una jarra de cerveza antes de dedicarse a la tarea de trueque encomendada—, pero advirtió que Cambalache estaba tumbado boca arriba en su catre, con la cabeza apoyada en las manos.
—¿No vas a ir a la ciudad con los demás? —preguntó Caramon.
—No . —Cambalache sacudió la cabeza.
—Pero… ¿cómo vas a arreglártelas para conseguir hacer el intercambio?
—Ya lo verás —prometió su amigo.
Caramon soltó un suspiro que pareció salirle de las puntas de los pies. Soltó el peine que había estado pasando por su rizoso cabello, no sin aguantar tirones dolorosos, y. se sentó en su catre para mirar con aire desconsolado cómo el resto de los hombres se encaminaban alegremente hacia la ciudad. Casi todos los soldados que estaban libres de servicio habían recibido permiso esa noche. Sólo los que estaban de guardia o tenían cualquier otro servicio se quedaron. Caramon vio a su hermano salir en compañía del maestro Horkin. Les oyó hablar algo sobre visitar una tienda de artículos de magia, y después a Horkin decirle a Raistlin que conocía una taberna en la que servían la mejor cerveza de Ansalon.
El hombretón no se había sentido tan abatido en toda su vida.
—Al menos podremos disfrutar de un par de horas de sueño —comentó Cambalache, una vez que en el barracón reinó el silencio. Un gran silencio.
Lo cual venía a demostrar, pensó Caramon mientras cerraba los ojos y se acurrucaba sobre el colchón de paja de su catre, que las cosas nunca son tan malas como parecen.
—¡Caramon!
Al parecer, siempre había alguien que lo despertaba.
—¿Eh?
—¡Es la hora!
Caramon se incorporó. Olvidando que ahora dormía en un catre y no en un montón de paja en el suelo, rodó sobre sí mismo, como tenía por costumbre, y de repente se encontró tendido en el suelo sin tener muy claro cómo había llegado allí. Cambalache se inclinó sobre él con expresión preocupada, acercó una linterna sorda y corrió la pantalla, dándole la luz de lleno en los ojos.
—¿Estás herido, Caramon?
—¡No! ¡Y corre la pantalla de ese maldito trasto! —gruñó, medio cegado.
—Lo siento. —Cambalache cerró la pantalla y la luz desapareció.
El guerrero se frotó la cadera dolorida por el trompazo mientras los latidos de su corazón volvían a un ritmo normal.
—«Ta» bien —farfulló de manera incomprensible—. ¿Qué hora es?
—Casi medianoche. ¡Date prisa! No, nada de armadura, mete demasiado ruido. Además, resulta intimidante. Anda, te alumbraré un poco.
Caramon se vistió rápidamente sin dejar de mirar a su amigo.
—Has estado en alguna parte. ¿Dónde has ido? —preguntó.
—A la ciudad —contestó Cambalache. Parecía muy animado; los ojos le brillaban y sonreía de oreja a oreja. Su júbilo tenía la desgraciada tendencia de remarcar su ascendencia kender. Al mirar a su amigo, Caramon pensó en el manzano y tuvo un escalofrío.
—Estamos de suerte esta noche, Caramon. Una suerte increíble. Claro que yo siempre he sido afortunado. Los kenders lo son por regla general. ¿Te habías dado cuenta de eso? Madre solía decir que era porque en un tiempo lejano los kenders eran los favoritos de un antiguo dios llamado Whizbang o algo por el estilo. Aunque, por supuesto, ya no anda por aquí. Según ella, ese dios se puso furioso con algún clérigo al que se le habían subido los humos y le lanzó una piedra a la cabeza y tuvo que abandonar la ciudad a toda prisa antes de que los guardias lo pillaran. Pero la suerte que les había dado a los kenders se les quedó pegada y por eso todavía la tienen.
—¿De verdad? —Caramon tenía los ojos como platos—. ¿Pasó eso? Tengo que contárselo a Raist. Le gusta coleccionar cuentos sobre los antiguos dioses. No creo que haya oído hablar de uno que se llamase Whizbang. Seguramente le interesará.
—Anda, deja que te ayude con esa bota. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Suerte. ¡Hay dos caravanas de mercaderes en la ciudad! ¿Te imaginas? Una de enanos y la otra de humanos. Han venido para vender suministros al barón, y acabo de hacer una visita a los dos grupos.
—¿Así que tienes un plan? —Caramon sintió un inmenso alivio.
—No exactamente. —Cambalache intentó escaparse por la tangente—. Los trueques son como la masa del pan, que hay que darle tiempo a la levadura para que actúe.
—¿Y eso qué significa? —quiso saber Caramon, desconfiado.
—Que sé cómo preparar la masa, pero el negocio tiene que crecer por sí mismo. En marcha. —¿Adonde?
—¡Chist, no tan alto! Nuestra primera parada son los establos.
Así que iban a cabalgar hasta la ciudad, pensó Caramon, a quien le pareció una buena idea. Tenía el brazo entumecido por el ejercicio con la lanza, y ahora le dolía el trasero por el trompazo que se había dado. Cuanto menos ejercicio hiciera esta noche, mejor.
Los dos amigos salieron sigilosamente de los barracones. Solinari y Lunitari estaban fuera, la primera llena, y la segunda menguante. Unas nubes altas y finas cubrían as lunas como chales de seda, de modo que ninguna daba mucha luz, y difuminaban las estrellas.
Había guardias rondando por las murallas del castillo del barón; de vez en cuando hacían un alto para quejarse —con buen talante— de estar perdiéndose la diversión en la ciudad. Vigilaban el exterior del castillo, no el interior, así que no advirtieron que dos figuras se deslizaban de sombra en sombra, dirigiéndose a los establos. Caramon se preguntó cómo se las habría arreglado Cambalache para convencer a alguien para que les dejara caballos, pero cada vez que empezaba a preguntar, su amigo le chistaba para que guardara silencio.
—¡Espera aquí! Y estate ojo avizor —ordenó el semikender, que dejó a Caramon en la puerta del establo y se metió en las cuadras con gran sigilo.
El guerrero aguardó presa del nerviosismo. Alcanzaba a oír sonidos del interior del establo, pero no los identificaba. Uno de ellos era un ruido sordo, acompañado de un tintino metálico. Luego, el de algo pesado que hacía chirriar el suelo de madera. Por fin apareció Cambalache, falto de resuello pero triunfante, arrastrando una silla de montar. Caramon miró la silla, consciente de que faltaba algo. —¿Dónde está el caballo?
—Coge esto, ¿quieres? —dijo su amigo, que soltó el pesado objeto a los pies del hombretón—. ¡Caray! Jamás imaginé que pesara tanto. Estaba puesta en lo alto de un poste, y que descolgarla y fue todo un esfuerzo. Pero tú sí puedes transportarla, ¿verdad?
—Bueno, sí, claro. —Caramon observó el aparejo con mayor detenimiento—. Se parece a la silla que el capitán Senej lleva en su caballo.
—Y lo es —contestó Cambalache.
Caramon gruñó, complacido por haberla reconocido. Levantó el aparejo sin demasiado esfuerzo y entonces se le ocurrió algo.
—¿Llevarla adonde? —preguntó.
—A la ciudad. Ven, es por aquí. —Cambalache echó a andar.
—¡No, señor! —Caramon tiró la silla al suelo—. No, señor. La sargento Nemiss dijo que nada de robar, y también dijo que yo era responsable, y aunque en realidad no creo que el manzano aguantase mi peso si decidieran colgarme en él, sin duda habrá algún roble por aquí cerca.
—Esto no es robar, Caramon —arguyo su amigo—. Y tampoco coger prestado. Es
comerciar
.
El guerrero seguía sin convencerse.
—No, señor. —Sacudió la cabeza.
—Mira, Caramon, te garantizo que el capitán se sentará en una silla cuando monte mañana en su caballo, igual que se sentó en una hoy. Lo garantizo. Tienes mi palabra. A mí me gusta ese manzano tan poco como a ti.
—Bueno… —Caramon vaciló.
—Amigo, tengo que hacer este negocio —apremió Cambalache—. Si no lo hago, me echarán del ejército. La única razón de que haya durado tanto es porque el barón me ve como una novedad, pero eso no servirá cuando se emprenda la campaña. Entonces tendré que ganarme la vida, y he de demostrarles que puedo ser un miembro valioso de la compañía. ¡Tengo que hacerlo!
La expresión alegre había desaparecido del semblante de Cambalache. Estaba serio; mortalmente serio.
—Sé que es un error, pero… —El hombretón soltó un suspiro y recogió la silla del suelo; gruñó al notar el esfuerzo en el brazo dolorido—. De acuerdo. ¿Cómo salimos de aquí?
—Por la puerta principal —respondió despreocupadamente su amigo.
—Pero los guardias…
—Tú déjame hacer a mí.
Caramon gimió, pero no dijo nada. Se cargó la silla en la cabeza y siguió a Cambalache hacia la puerta.
—¿Adonde creéis que vais vosotros dos? —inquirió el guardia de la entrada muy sorprendido ante lo que parecía un gigante que en lugar de cabeza tenía una silla de montar.
—El capitán Senej nos envía, señor —dijo Cambalache al tiempo que saludaba—. Este estribo está medio suelto. Nos encargó que lo lleváramos a la ciudad a primera hora de la mañana.
—Pero si es de noche —protestó el guardia.
—Pasada la medianoche, señor —arguyo Cambalache—. Amanecerá dentro de nada. Sólo obedecemos órdenes, señor. —Bajó el tono de voz para añadir—: Ya sabéis lo puntilloso que puede ser el capitán Senej.
—Sí, y también sé que tiene en alta estima esa silla de montar —dijo el guardia—. De acuerdo, id.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Cambalache cruzó las puertas, seguido por un acongojado Caramon. El último comentario del guardia —lo de que el capitán tenía en alta estima la silla— había hecho que el alma se le cayera a los pies.
—Cambalache… —empezó.
—La levadura, Caramon —lo atajó su amigo, que enfocó la linterna hacia la calzada—. Piensa en la levadura.
Caramon lo intentó, y con todas sus fuerzas, pero con ello sólo consiguió recordar que estaba hambriento.
—Ahí están las caravanas —anunció Cambalache mientras corría la pantalla de la linterna.
En ambos campamentos había hogueras encendidas. Humanos altos pasaban ante una de las lumbres de un lado para otro; enanos bajos y fornidos caminaban junto a la otra.
Caramon soltó la silla en el suelo, contento de poder tomarse un respiro. Uno de los campamentos estaba formado por un círculo de carretas cubiertas, con los caballos atados en una línea de estacas a un extremo. El otro era un círculo de carros más pequeños, con los ponis atados a sus respectivos vehículos.