Siguiendo las instrucciones de Par-Salian, Antimodes había preguntado al joven mago y a su hermano si estarían interesados en viajar hacia el este durante la primavera a fin de recibir entrenamiento como mercenarios en el ejército del renombrado barón Ivor de Arbolongar. Ese entrenamiento sería el ideal para el joven mago y su hermano guerrero, ya que necesitaban ganarse la vida, y a la par estarían puliendo sus aptitudes.
Aptitudes que serían necesarias más adelante, a menos que Par-Salian estuviese muy equivocado.
No hacía falta apresurarse. Era otoño, la estación en la que los guerreros empezaban a pensar en dejar a un lado sus armas y comenzaban a buscar un sitio cómodo donde pasar los fríos días del invierno junto al fuego, contando historias sobre su propio arrojo. El verano era la estación de la guerra; la primavera, la estación de los preparativos para la guerra. El joven dispondría de todo el invierno para restablecerse. O, más bien, tendría tiempo para adaptarse a su menoscabo físico, ya que jamás se curaría.
Ese tipo de trabajo evitaría que Raistlin exhibiera su talento en las ferias locales a cambio de dinero, algo que ya había hecho en el pasado y que había escandalizado al Cónclave. Hacer un espectáculo de sí mismo ante el público estaba bien para ilusionistas o practicantes del arte incompetentes, pero no para quienes habían sido admitidos como magos en una de las tres Órdenes.
Par-Salian tenía otro motivo para enviar a Raistlin con el barón; un motivo que el joven nunca llegaría a saber; si tenía suerte. Antimodes sospechaba algo. Su viejo amigo Par-Salian nunca hacía nada sólo porque sí, sino que todo iba encaminado a un propósito específico. Antimodes había intentado descubrirlo por todos los medios, ya que era un hombre que amaba los secretos igual que un avaro ama su dinero, disfrutaba contándolo y se regodeaba acariciándolo por las noches. Pero Par-Salian, sin caer en ninguna de las astutas trampas de su amigo, se cerró en banda y no soltó palabra.
Finalmente, el pequeño grupo estuvo listo para partir. Antimodes subió en la burra, Raistlin montó en su caballo con la ayuda de su hermano, ayuda que aceptó a regañadientes y con malos modales, por lo que dedujo el jefe del Cónclave de sus gestos. Caramon, con una paciencia ejemplar, se aseguró de que su hermano estaba bien instalado y cómodo, y después montó con ágil facilidad en su corcel.
Antimodes se puso al frente y los tres se encaminaron hacia las puertas. Caramon llevaba inclinada la cabeza para protegerse de la lluvia; Antimodes salió tras echar una última mirada furibunda a la ventana de la torre norte, mirada con la que expresaba su extrema incomodidad e irritación. Raistlin frenó el caballo en el último momento y se giró en la silla para contemplar la Torre de la Alta Hechicería. Par-Salian podía imaginar las ideas que estaban pasando por la mente del joven; más o menos las que rumió él tras superar la iniciación, mucho años atrás.
«¡Cuánto ha cambiado mi vida en unos pocos días! Entré aquí fuerte y seguro de mí mismo. Me marcho débil y destrozado, con unos ojos que son una maldición, con un cuerpo frágil. Empero, parto triunfante de este lugar. Llevo la magia conmigo. Con tal de conseguir eso, habría dado a cambio incluso mi alma…»
—Sí —musitó Par-Salian, que siguió con la mirada a los viajeros hasta que éstos penetraron en el mágico bosque de Wayreth y allí desaparecieron a sus ojos mortales. No así sus ojos mentales, que los tuvieron a la vista mucho más tiempo—. Sí, lo habrías hecho. Lo hiciste. Pero eso no lo sabes todavía.
La lluvia arreció. Ahora Antimodes estaría maldiciendo con ganas a su amigo. Par-Salian sonrió. Disfrutarían de un sol radiante cuando salieran del bosque. El calor de sus rayos les secaría la humedad y no tendrían que cabalgar mucho tiempo con las ropas mojadas. Antimodes era un hombre adinerado, que gustaba de las comodidades. Se ocuparía de que los tres durmieran en una cama de una buena posada. Y también pagaría, si encontraba el modo de hacerlo sin ofender a los gemelos, que sólo llevaban unas pocas monedas en el bolsillo, pero cuyo orgullo habría llenado los cofres reales de Palanthas.
Par-Salian se apartó de la ventana. Tenía mucho que hacer para perder el tiempo allí plantado, contemplando la cortina de agua. Lanzó un conjuro de salvaguardia contra hechiceros en la puerta, un hechizo muy potente que mantendría alejados incluso a los magos más poderosos, tales como Ladonna, de los Túnicas Negras. Ladonna no había visitado la Torre hacía mucho, mucho tiempo, cierto, pero le encantaba aparecer de improviso y en el momento más inoportuno. Pero no convenía que lo descubriera enfrascado en esos estudios en particular, ni Par-Salian podía permitir que ninguno de los magos que vivían o frecuentaban la Torre descubriese lo que estaba haciendo.
No era el momento oportuno de revelar lo poco que sabía. Todavía no sabía suficiente. Tenía que descubrir más, confirmar que lo que había empezado a sospechar era cierto. Sí, tenía que averiguar más cosas, establecer si la información que había reunido a través de sus espías era correcta.
Seguro de que nadie salvo Solinari, el dios de la magia blanca, podría romper el hechizo lanzado sobre la puerta, Par-Salian se sentó ante el escritorio. Encima del mueble, que era de manufactura enana, regalo de uno de los thanes de Thorbardin en agradecimiento a ciertos servicios prestados, yacía un libro.
Era un ejemplar antiguo, muy antiguo. Y olvidado. ParSalian lo había encontrado gracias a las referencias que de él hacían otros libros; de no ser así, no se habría enterado de su existencia. A decir verdad, había tenido que emplear muchas horas buscándolo en la biblioteca de la Torre de la Alta Hechicería; una biblioteca de libros de consulta y de conjuros, de pergaminos con fórmulas mágicas, una biblioteca tan vasta que nunca se había catalogado su contenido. Ni se catalogaría jamás excepto en la mente de Par-Salian, ya que había textos peligrosos cuya existencia debía mantenerse en secreto, sólo conocidos por los portavoces de las tres Órdenes, y algunos sólo conocidos por el Señor de la Torre. Asimismo había otros cuya existencia desconocía incluso él, como demostraba el volumen que tenía ante sí, un libro que finalmente había encontrado en un rincón de un cuarto de almacenaje, guardado, ya fuera por error o a propósito, en una caja etiquetada como «Juegos infantiles».
A juzgar por los otros objetos que halló en aquella caja, ésta procedía de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y databa de una fecha tan remota como era la época de Huma. A buen seguro la caja se encontraba entre las muchas otras embaladas precipitadamente cuando los magos se tragaron el orgullo y abandonaron su Torre en lugar de declarar una guerra a escala mundial contra todo Ansalon. La caja etiquetada como «Juegos infantiles» se había dejado en un rincón y después quedó olvidada en el caos que sobrevino a raíz del Cataclismo.
Par-Salian acarició suavemente la cubierta de piel del viejo libro, el único ejemplar que había en la caja. Le quitó el polvo, las telarañas y los excrementos de ratón que habían borrado parcialmente el repujado del título, un título cuyas letras percibía en relieve bajo las yemas de los dedos. Un título que le puso la carne de gallina:
El libro de los dragones.
Los árboles del bosque de Wayreth, guardianes mágicos y caprichosos de la Torre de la Alta Hechicería, se alineaban cual soldados en formación, altos, silenciosos y severos bajo el banco de nubes.
—Una guardia de honor —dijo Raistlin.
—Para un funeral —masculló Caramon.
Al guerrero no le gustaba la fronda porque no era un bosque natural sino una masa forestal errabunda e impredecible, una floresta que no se divisaba por la mañana y que de repente rodeaba al viajero por la tarde. Un lugar peligroso para quienes entraban en él desprevenidos. El guerrero sintió un gran alivio cuando finalmente salieron del bosque, o quizá fuese el bosque el que se alejó de ellos.
En cualquier caso, los árboles se llevaron consigo las nubes. Caramon se quitó la capucha y alzó el rostro hacia el sol, deleitándose con su calidez y su fulgor.
—Tengo la sensación de no haber visto el sol desde hace meses —comentó en voz baja al tiempo que volvía la cabeza para echar una mirada torva al bosque de Wayreth, ahora convertido en un formidable muro de árboles húmedos y troncos negros envueltos en las volutas grises de la niebla—. Es de agradecer estar fuera de ese sitio. No quiero volver nunca más, en toda mi vida.
—N o hay ninguna razón por la que tuvieses que hacerlo, Caramon —dijo Raistlin—. Créeme, no se te invitará a que vuelvas. Y tampoco a mí —agregó en un susurro.
—Estupendo —manifestó su hermano, categórico—. No sé por qué ibas a querer regresar, después de que… —Miró de soslayo a su gemelo, reparó en su expresión sombría, en sus ojos centelleantes, y vaciló antes de proseguir—. En fin, después de lo que te han hecho.
Caramon, que se había sentido acobardado en la Torre de la Alta Hechicería, notó que su valor renacía pujante bajo la cálida luz del sol, lejos de las sombras de aquellos vigilantes y desconfiados árboles.
—¡No es justo lo que te hicieron esos magos, Raist! Ahora que estamos lejos de ese sitio horrible puedo decirlo, ahora que estoy seguro de que nadie va a transformarme en un escarabajo o algo parecido por decir lo que pienso.
»No es mi intención ofenderos, señor —añadió, dirigiéndose a su compañero de viaje, el archimago Túnica Blanca, Antimodes—. Agradezco todo cuanto hicisteis por mi hermano en el pasado, señor, pero creo que podríais haber intentado impedir que vuestros amigos lo torturaran. No era necesario hacerlo. Raistlin podría haber muerto. En realidad, estuvo a punto de morir. Y no hicisteis nada. ¡No movisteis un maldito dedo!
—¡Basta, Caramon! —le reprendió Raistlin, escandalizado.
De inmediato miró a Antimodes, quien, afortunadamente, no parecía haberse ofendido por la franca rudeza con que su hermano había manifestado su opinión. Casi daba la impresión de que el archimago estuviese de acuerdo con lo que había dicho. Aun así, Caramon se estaba comportando como un payaso, como era habitual en él.
—¡Te has propasado, hermano! —manifestó coléricamente Raistlin—. Discúlpate…
El joven mago sintió una repentina opresión en la garganta que le impedía respirar. Soltó las riendas para aferrarse a la perilla de la silla, tan débil y mareado que temió caerse del caballo. Inclinándose hacia adelante, trató desesperadamente de aliviar la presión de la garganta. Los pulmones le ardían igual que le había ocurrido años atrás, cuando se puso tan enfermo, el día que se desmayó sobre la tumba de su madre. Tosió y tosió, pero le era imposible inhalar. Unos puntitos de luz titilaron ante sus ojos.
«¡Esto es el fin! —pensó aterrado—. ¡No sobreviviré a este ataque!»
El espasmo cesó de modo repentino y Raistlin inhaló entrecortadamente una vez, otra, otra más. La vista se le aclaró, el dolor abrasador remitió y por fin fue capaz de sentarse derecho. Tanteó buscando un pañuelo, escupió flemas y sangre y se limpió los labios con el blanco lienzo. Cerró la mano sobre la tela rápidamente y la guardó entre los pliegues rojos de la túnica, debajo del cíngulo de seda, para que Caramon no la viera.
Su hermano había desmontado y estaba de pie junto a él, observándolo con ansiedad, los brazos extendidos, preparado para recogerlo si caía del caballo. Raistlin se enfureció con Caramon, pero aún estaba más furioso consigo mismo; furioso por el momentáneo acceso de autocompasión que le invadió y le hizo desear clamar entre sollozos: «¿Por qué me hicieron esto? ¿Por qué?». Asestó a su gemelo una mirada virulenta.
—Soy perfectamente capaz de sostenerme en el caballo sin ayuda de nadie, hermano mío —dijo cáusticamente—. Discúlpate con el archimago y prosigamos. ¡Y vuelve a cubrirte la cabeza! El sol te freirá el poco seso que te queda.
—No tienes por qué disculparte, Caramon —manifestó afablemente Antimodes, aunque cuando su mirada se posó en Raistlin era grave—. Dijiste lo que sentías, y no hay nada reprochable en eso. Tu preocupación por tu hermano es perfectamente natural. Loable, de hecho.
«Y eso tiene por objeto reprenderme —se dijo Raistlin para sus adentros—. Lo sabéis, maestro Antimodes, ¿verdad? ¿Os dejaron observar? ¿Me visteis matando a mi gemelo? O lo que resultó ser una imagen ilusoria de mi gemelo. Aunque, en el fondo, eso da lo mismo. La certeza de considerarme capaz de cometer un acto tan atroz es igual que la acción en sí. Os quedasteis horrorizado, ¿verdad? Ya no me tratáis como solíais hacer. He dejado de ser el valioso hallazgo, el joven y dotado discípulo que con tanto orgullo exhibíais. Me admiráis… a regañadientes. Me compadecéis. Pero no soy de vuestro agrado.»
No manifestó nada de eso en voz alta. Caramon volvió a montar en su caballo en silencio, y en silencio siguieron avanzando a paso lento. No habían cubierto ni quince kilómetros cuando Raistlin, más débil de lo que había previsto, dijo que no podía continuar. Sólo los dioses sabían el esfuerzo que se había exigido para llegar hasta allí, porque su agotamiento era tal que se vio obligado a permitir a Caramon que lo ayudara a desmontar y que lo llevara casi en vilo hasta el interior de la posada.
Antimodes mostró una exagerada preocupación por Raistlin haciendo muchos aspavientos, y pidió la mejor habitación de la posada, a pesar de que Caramon repitió una y otra vez que la sala bastaría para ellos dos, y recomendó un caldo de pollo para que se le asentara el estómago.
Caramon se quedó sentado junto a la cama de Raistlin, mirándolo con impotencia, hasta que el joven mago, irritado hasta lo indecible, le ordenó que se marchara para ocuparse de sus asuntos y que lo dejara descansar.
Pero le fue imposible. No tenía sueño y si su cuerpo estaba agotado, su mente, por el contrario, estaba muy activa. Imaginó a Caramon en la sala, coqueteando con las camareras y bebiendo demasiada cerveza. Antimodes estaría también allí abajo, escuchando a escondidas las conversaciones, recopilando información. Que el hechicero Túnica Blanca era uno de los espías de Par-Salian era un secreto a voces entre los habitantes de la Torre; un secreto fácil de deducir. Un archimago poderoso, que podría desplazarse en un abrir y cerrar de ojos de un sitio a otro con sólo pronunciar unas pocas palabras mágicas, no viajaba por las polvorientas calzadas de Ansalon a lomos de una burra, a menos que tuviese una buena razón para entretenerse en las posadas y charlar con los posaderos al tiempo que estaba muy pendiente de quién entraba y quién salía.