Nicole se estiró y besó a su marido.
Ninguno de los nuevos fugados había estado jamás, como adultos, en Nueva York. Los tres hijos de Nicole habían nacido en la isla y vivido en ella durante los primeros tiempos de su infancia, pero un niño tiene un sentido de los lugares muy diferente del de los adultos. Hasta Ellie, Patrick y Benjy quedaron pasmados cuando bajaron a la costa y vieron, por primera vez, las siluetas altas y esbeltas que se erguían hacia el cielo de Rama en la semioscuridad.
Raro en él, Max Puckett no tenía palabras. Se paró al lado de Eponine, tomándole la mano, y se quedó boquiabierto ante las agujas delgadas, altísimas, que se elevaban más de doscientos metros por encima de la isla.
—Esto es malditamente demasiado para un muchacho salido de una granja de Arkansas —dijo al fin, sacudiendo la cabeza. Él y Eponine caminaban al final de la procesión que avanzaba, en forma serpenteante, hacia la madriguera convertida por Richard y Nicole en un apartamento multifamiliar para que lo compartieran todos ellos.
—¿Quién construyó todo esto? —preguntó Robert Turner a Richard, mientras el grupo hacía un breve alto ante un gigantesco poliedro. A medida que pasaba el tiempo, Robert se volvía más aprensivo; había sido renuente a venir con Ellie y Nikki en primer lugar, y ahora se hallaba en el proceso de autoconvencerse de que había cometido un gran error.
—Probablemente los ingenieros de El Nodo —respondió Richard—, si bien no podemos saberlo con certeza, nosotros, los seres humanos, hemos añadido nuevas estructuras en el hábitat; es posible que quienquiera, o lo que sea, que haya vivido aquí hace mucho pueda haber construido algunos, si no todos, de estos asombrosos edificios.
—¿Dónde están ahora? —preguntó Robert, más que alarmado ante la perspectiva de toparse con seres dotados de la destreza tecnológica necesaria para crear edificios tan imponentes.
—No tenemos manera de saberlo. Según El Águila, durante miles de años esta espacionave Rama estuvo haciendo viajes para descubrir especies capaces de navegar por el espacio sideral. En algún lugar de nuestra parte de la galaxia existe otro navegante espacial que habrá estado cómodo en un ambiente como este. Qué era, o es, ese ser, y por qué deseaba vivir en estos increíbles rascacielos y rodeado por ellos, es un enigma que probablemente nunca lleguemos a descifrar.
—¿Y qué pasa con los avianos y las octoarañas, tío Richard? —preguntó Patrick—. ¿Todavía están viviendo aquí, en Nueva York?
—Desde que llegué no vi avianos en la isla, con la salvedad, claro está, de los pichones que estamos criando. Pero todavía hay algunas octoarañas que andan por ahí. Tu madre y yo nos topamos con muchas de ellas cuando estábamos explorando detrás de la pantalla negra.
En ese momento, un biot ciempiés se acercó a la procesión desde un callejón lateral. Richard encendió su linterna en esa dirección; Robert Turner quedó momentáneamente paralizado por el miedo, pero obedeció las instrucciones de Richard y se hizo a un lado, mientras el biot pasaba rodando.
—Rascacielos construidos por fantasmas, octoarañas, biots ciempiés —refunfuñó—. ¡Qué sitio encantador!
—En mi opinión, es mil veces mejor que vivir bajo ese tirano de Nakamura —alegó Richard—. Por lo menos, aquí estamos libres y podemos tomar nuestras propias decisiones.
—Wakefield —gritó Max Puckett desde la retaguardia de la fila—, ¿qué pasaría si no nos quitáramos del camino de uno de esos biots ciempiés?
—No lo sé con seguridad, Max —repuso Richard—, pero es probable que pase por encima de nosotros o que nos rodee, exactamente igual que si fuéramos un objeto inanimado.
Cuando llegaron a la madriguera, fue el tumo de Nicole para actuar como guía turística. Ella en persona le mostró a cada persona el respectivo aposento. Había una habitación para Max y Eponine, otra para Ellie y Robert, una dividida por un tabique para Patrick y Nai, la gran guardería subdividida para los tres niños, Benjy y los dos avianos, y una última habitación, pequeña, que Richard y Nicole habían decidido que sería perfecta como comedor común.
Mientras los adultos desempacaban las escasas pertenencias que llevaban en mochilas, los niños tuvieron su primera experiencia con Tammy y Timmy. Los avianos no sabían qué pensar de los pequeños seres humanos, en especial de Galileo, que insistía en tironear o pellizcar y retorcer todo lo que podía tocar. Después de alrededor de una hora de ese tratamiento, Timmy lo arañó levemente con una de sus garras, a modo de advertencia, y el chico produjo un increíble alboroto.
—Sencillamente no lo entiendo —le dijo Richard a Nai como disculpa—, los avianos realmente son seres muy dulces.
—Yo sí lo entiendo —contestó ella—; casi con toda seguridad, Galileo andaba en alguna diablura. —Suspiró—. Es sorprendente, ¿sabes? Crías dos niños exactamente de la misma manera, y después salen tan diferentes. Kepler es tan bueno que es casi un ángel; apenas si puedo enseñarle a defenderse. Y Galileo prácticamente no presta atención a lo que yo le diga.
Cuando todos terminaron de desempacar, Nicole completó la gira turística, incluyendo los dos baños, los corredores, los tanques de suspensión en los que había permanecido la familia durante el período de gran aceleración, en el viaje entre la Tierra y El Nodo, y, por último, la Sala Blanca, con la pantalla negra y el teclado, que también era el dormitorio de Richard y Nicole. Richard demostró cómo funcionaba, solicitando, y recibiendo alrededor de una hora después, algunos juguetes nuevos y sencillos para los niños. También les dio a Robert y Max sendas copias de un breve diccionario de comandos, lo que les permitiría usar el teclado.
Todos los niños se durmieron poco después de la cena y los adultos se reunieron en la Sala Blanca. Max hizo preguntas sobre las octoarañas. En el curso de la descripción de las aventuras de ella y Richard detrás de la pantalla negra, Nicole mencionó sus irregularidades cardíacas. De inmediato, Robert mostró preocupación y, muy poco después, examinó a Nicole en el dormitorio de ella.
Ellie ayudó a Robert en el examen. Robert había llevado tanto equipo médico como pudo hacer caber en su mochila; entre ese equipo figuraban todos los instrumentos y monitores miniatura necesarios para hacer un electrocardiograma (ECG) completo. Los resultados no fueron buenos, pero tampoco tan malos como los temores que Nicole no había expresado abiertamente. Antes de la hora de irse a dormir, Robert informó al resto de la familia que, sin lugar a dudas, el tiempo le había cobrado su tributo al corazón de Nicole, pero que no creía que necesitara cirugía en un futuro inmediato. Le aconsejó que tomara las cosas con calma, aun cuando sabía que su suegra probablemente pasaría por alto la recomendación.
Cuando todos estuvieron dormidos, Richard y Nicole corrieron los muebles para hacer lugar a sus esteras. Se tendieron uno junto al otro, con las manos tomadas.
—¿Estás contenta? —preguntó Richard.
—Sí, mucho. Verdaderamente es maravilloso tener a todos los chicos aquí. —Se inclinó y lo besó—. También estoy agotada, esposo mío, pero no tengo la intención de dormirme sin agradecerte primero por haber arreglado todo esto.
—Son mis hijos también, ¿sabes? —le recordó él.
—Sí, amor —dijo Nicole, volviendo a tenderse de espaldas—, pero sé que nunca habrías hecho todo esto de no haber sido por mí. Tú te habrías contentado con permanecer aquí con los pichones, todos tus aparatitos y los misterios extraterrestres.
—Puede ser, pero a mí también me encanta tenerlos a todos en nuestra madriguera… A propósito, ¿tuviste la oportunidad de hablar con Patrick respecto de Katie?
—Sólo brevemente —contestó Nicole. Suspiró—. Por su mirada me pude dar cuenta de que sigue estando muy preocupado por ella.
—¿No lo estamos todos? —apuntó Richard con suavidad. Permanecieron tendidos en silencio durante algunos minutos, antes de que Richard se incorporara parcialmente, apoyándose sobre un codo—. Quiero que sepas que creo que nuestra nieta es toda una preciosidad.
—Lo mismo digo —contestó Nicole con una carcajada—, pero no existe la menor posibilidad de que se nos pueda considerar imparciales en ese tema.
—Oye, ¿el hecho de tener a Nikki con nosotros significa que ya no te puedo llamar Nikki a ti, ni siquiera en momentos especiales?
Nicole giró la cabeza para mirarlo. Richard estaba sonriendo. Muchas veces le había visto esa particular expresión.
—Duérmete —le aconsejó con otra corta carcajada—. Esta noche estoy demasiado agotada emocionalmente como para hacer cualquier otra cosa.
Al principio, el tiempo pasaba muy rápido. ¡Había tanto para hacer, tanto territorio fascinante para explorar! Aun cuando estaba perpetuamente oscuro en la misteriosa ciudad que estaba encima de ellos, la familia hacía excursiones a Nueva York con regularidad. Virtualmente cada sitio de la isla tenía una anécdota especial que Richard o Nicole podían contar.
—Fue aquí —dijo Nicole una tarde, señalando con el haz de su linterna el enorme enrejado que colgaba suspendido entre dos rascacielos, como si fuera una gigantesca telaraña— donde rescaté al aviano atrapado que, después de eso, me invitó a su madriguera.
—Aquí abajo —contó en otra ocasión, cuando estaban en el gran cobertizo con sus peculiares concavidades y esferas— estuve atrapada durante muchos días, y creí que iba a morir.
La ampliada familia desarrolló un conjunto de reglas para evitar que los chicos se metieran en problemas. No eran necesarias para la pequeña Nikki, que apenas si alguna vez se aventuraba lejos de su madre y su chocho abuelo, pero Kepler y Galileo eran difíciles de dominar; parecían poseer infinita energía. Una vez se los encontró rebotando sobre los coys que había en los tanques de suspensión, como si fuesen trampolines. En otra ocasión, “tomaron prestadas” las linternas de la familia y fueron a la parte superior, sin supervisión de los adultos, para explorar Nueva York. Fueron diez horas de nerviosismo, antes de que se los ubicara en el dédalo de callejones y calles del lado lejano de la isla.
Los avianos practicaban vuelo casi todos los días. Todos los niños se deleitaban en acompañar a sus amigos parecidos a pájaros a las plazas, donde había más lugar para que Tammy y Timmy exhibieran el progreso de sus habilidades. Richard siempre llevaba a Nikki para que viera a los avianos volar. De hecho, llevaba a su nieta dondequiera que él fuese. De vez en cuando Nikki caminaba pero, en la mayor parte de las ocasiones, Richard la transportaba en un artefacto confortable, similar a un portabebé, que se sujetaba en la espalda. El increíble dúo era inseparable. Richard también se había convertido en el principal maestro de su nieta, y muy pronto anunció a todos que Nikki era un genio de la matemática.
A la noche deleitaba a Nicole con las últimas hazañas de Nikki.
—¿Sabes lo que hizo hoy? —le decía, por lo común cuando estaban solos en la cama.
—No, querido —era la respuesta acostumbrada de Nicole, que sabía muy bien que ni ella ni Richard dormirían hasta que él se lo contara.
—Le pregunté cuántas bolas negras tendría, si ya tenía tres y yo le daba dos más. (Pausa para crear suspenso). ¿Y sabes qué respondió? (Otra pausa para crear suspenso). ¡Cinco! ¡Dijo cinco! Y esta niñita apenas acaba de tener su segundo cumpleaños la semana pasada…
Nicole estaba emocionada por el interés de Richard en Nikki. Tanto para la niñita como para el hombre que estaba envejeciendo era la combinación perfecta. Richard, como padre, nunca había podido superar ni sus propios problemas emocionales reprimidos ni su exacerbado sentido de la responsabilidad, así que ésta era la primera vez en su vida que experimentaba el goce del amor verdaderamente inocente. El padre de Nikki, Robert, por otro lado, era un gran médico, pero no una persona muy cálida, y no valoraba en su plenitud los períodos sin propósito específico que los padres deben pasar con sus hijos.
Patrick y Nicole habían tenido varias conversaciones prolongadas sobre Katie, que la dejaban sumamente deprimida. Patrick no le ocultaba a su madre que Katie estaba extremadamente implicada en todas las maquinaciones de Nakamura, que bebía con frecuencia y en demasía, y que había sido promiscua en lo sexual. No le dijo que Katie estaba manejando el negocio de la prostitución, ni que él sospechaba que se había vuelto adicta a los estupefacientes.
La existencia casi perfecta que llevaban en Nueva York continuó hasta una mañana temprano, cuando Richard y Nikki estaban juntos en la parte superior, a lo largo de los terraplenes del norte de la isla. En realidad, fue la niñita la que vio primero la silueta de los barcos. Señaló al otro lado del agua oscura.
—Mira, Boobah —dijo—. Nikki ve algo.
Los debilitados ojos de Richard no podían discernir cosa alguna en la oscuridad, y el haz de su linterna no tenía el suficiente alcance como para llegar hasta lo que fuera que Nikki estuviera viendo. Richard extrajo los poderosos prismáticos que siempre llevaba consigo, y confirmó que, en verdad, había dos embarcaciones en mitad del Mar Cilíndrico. Richard puso a Nikki en el portabebé que llevaba sobre la espalda y se apresuró a regresar a la madriguera.
El resto de la familia apenas estaba despertando e inicialmente tuvo dificultades para entender por qué Richard estaba tan alarmado.
—¿Pero quién más podría estar en un barco? —dijo él—. En el lado norte en especial. Tiene que ser una partida de exploración enviada por Nakamura.
Durante el desayuno se celebró un consejo de familia. Todos estuvieron de acuerdo en que estaban enfrentando una grave crisis. Cuando Patrick confesó que había visto a Katie el día de la fuga, principalmente porque quería decirle adiós a su hermana, y que había hecho algunos comentarios poco frecuentes que hicieron que ella empezara a formular preguntas, Nicole y los demás quedaron en silencio.
—No dije nada específico —aclaró Patrick para disculparse—, pero así y todo fue algo estúpido… Katie es muy astuta. Después que todos desaparecimos, debe de haber hecho encajar todas las piezas.
—Pero, ¿qué hacemos ahora? —Robert Turner expresó el temor de todos—. Katie conoce Nueva York muy bien, era casi una adolescente cuando salió de aquí, y puede guiar a los hombres de Nakamura directamente a esta madriguera, aquí abajo seremos blancos fáciles para ellos.
—¿Hay algún otro sitio al que podamos ir? —preguntó Max.
—En verdad, no —contestó Richard—. La antigua madriguera aviana está vacía, pero no sé cómo nos alimentaríamos allá abajo. La de las octoarañas también estaba desocupada cuando la visité hace varios meses, pero no volví a estar en el interior de sus dominios desde que Nicole llegó a Nueva York. Por supuesto, debemos suponer, sobre la base de lo que ocurrió cuando Nicole y yo fuimos a explorar, que nuestros amigos con los tentáculos negros y dorados todavía andan por ahí. Incluso si no están habitando más su antigua madriguera, todavía seguiríamos teniendo el mismo problema de conseguir alimentos, si fuéramos a mudamos allá.