Rapsodia Gourmet (7 page)

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Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

BOOK: Rapsodia Gourmet
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A ésos que les den por saco. Y me quedo corto. Que se vayan a la mierda esos burgueses que se las dan de socialistas, esos que lo quieren todo: su abono para el concierto en el Châtelet y que se salve a los pobres de la miseria, tomar el té en Mariage y la igualdad para todos los hombres, sus vacaciones en la Toscana y que desaparezcan de las aceras los aguijones de su culpabilidad, pagar en negro a la asistenta y que todo el mundo escuche sus discursos de defensores altruistas. ¡El Estado, el Estado! ¡Es un pueblo analfabeto aquel que adora al rey y sólo acusa a los malos ministros corruptos de todos los males que lo aquejan; el Padrino que les dice a sus esbirros: «Ese hombre no tiene buena cara», y no quiere saber que lo que acaba de ordenar así, con medias palabras, es su ejecución; el hijo o la hija vejados que insultan a la trabajadora social porque pide cuentas a los padres indignos! ¡El Estado! ¡El Estado, qué buen pretexto cuando se trata de acusar a otro antes que a uno mismo!

Y luego está la otra categoría: la de las malas bestias, los auténticos cabronazos, los que no aprietan el paso, no apartan la vista, al contrario, me miran fijamente con sus ojos fríos y despiadados, ahí te pudras, me trae sin cuidado, allá tú si no has sabido pelear por la vida, ninguna indulgencia para con la escoria, para con la plebe que vegeta entre sus cartones de subhombres, para ellos no hay cuartel, o se gana o se pierde, y si crees que me avergüenzo de mi dinero estás muy equivocado.

Durante diez años, una mañana tras otra, al salir de su palacio, ha exhibido ante mí sus andares de rico satisfecho, ha sostenido mi súplica con una mirada de desprecio tranquilo.

Yo en su lugar haría lo mismo. No vayan a pensar ustedes que todos los mendigos son de izquierdas, y que la pobreza lo hace a uno revolucionario. Y ya que parece que está a punto de palmarla, le digo: «Revienta, viejo, revienta de todo el dinero que no me has dado, revienta de tus sopas de ricachón, revienta de tu vida de poderoso, pero no seré yo quien se alegre. Tú y yo somos de la misma especie.»

EL PAN
Calle Grenelle, la habitación

Jadeantes, teníamos que abandonar la playa. Ya entonces el tiempo me parecía deliciosamente corto y largo a la vez. Ese lugar, la costa, vasto arco arenoso que se estiraba perezoso y que las olas devoraban, permitía los baños más intrépidos, sin mucho peligro pero sí enorme placer. Desde por la mañana, con mis primos, nos zambullíamos sin tregua bajo las ondas o saltábamos sobre sus crestas, sin aliento, ebrios de aquellos revolcones sin fin, y no volvíamos al punto de encuentro general, la sombrilla familiar, más que para devorar un pastelito o un racimo de uvas antes de regresar a toda velocidad hacia el mar. A veces, sin embargo, me dejaba caer sobre la arena caliente, que crujía bajo mi peso, y al instante me sumía en una beatitud atontada, apenas consciente del entumecimiento de mi cuerpo y de los ruidos tan particulares de la playa, entre los gritos de las gaviotas y las risas de los niños —un paréntesis de intimidad, en ese estupor tan singular propio de la felicidad. Pero con mayor frecuencia, me dejaba llevar al capricho del agua, aparecía y desaparecía bajo su masa líquida en perpetuo movimiento. Exaltación de la infancia: ¿cuántos años dedicamos a olvidar esa pasión que poníamos en toda actividad que nos prometiera placer? ¿De qué entrega total no somos ya capaces, de qué alegría, de qué arrebatos de lirismo delicioso? Eran aquellos días de baños de mar tan exultantes, tan sencillos... pero, ¡ay!, cuán pronto quedaban relegados por la dificultad siempre mayor de obtener placer...

Hacia la una levantábamos campamento. El trayecto de vuelta a Rabat, a una decena de kilómetros de allí, en el calor abrasador de los automóviles, me permitía admirar el mar. Era algo de lo que nunca me cansaba. Años más tarde, ya de muchacho y privado de aquellos veranos en Marruecos, a veces evocaba con el pensamiento hasta el más mínimo detalle de la carretera que lleva de la playa de Sables d'Or hasta la ciudad, y repasaba también las calles y los jardines, con minuciosa euforia. Era una carretera hermosa que, en muchos lugares, dominaba el Atlántico; las villas, sepultadas bajo las adelfas, dejaban entrever a veces, en la falsa transparencia de una verja finamente trabajada, la vida soleada que allí se desarrollaba; más lejos, la fortaleza ocre que se erguía sobre las aguas color esmeralda y que sólo mucho más tarde llegué a saber que se trataba de una muy siniestra cárcel; más lejos también la playita de Temara, resguardada, protegida de los vientos y los torbellinos, que yo consideraba con el desprecio de aquellos que del mar sólo aprecian los relieves y los tumultos; la playa siguiente, demasiado peligrosa para permitir el baño, salpicada aquí y allá por pescadores temerarios de piernas morenas que las olas lamían y que el océano parecía querer tragarse con su estruendo furioso; y los alrededores de la ciudad, con el zoco abarrotado de corderos y de tiendas de lona clara que el viento agitaba, los arrabales llenos de gente, con su barullo alegre, pobres pero salubres, envueltos en su aire yodado. Tenía los tobillos llenos de arena, las mejillas encendidas, me atontaba el calor del habitáculo mientras me dejaba mecer por la tonalidad cantarina y a la vez agresiva del árabe, al capricho de retazos incomprensibles robados al exterior por la ventanilla abierta. Dulce calvario, el más dulce de todos: quienquiera que haya pasado los veranos a la orilla del mar conoce esa sensación, esa exasperante necesidad de volver, de abandonar el agua y adentrarse en la tierra, de soportar la incomodidad de ser de nuevo pesado y sudoroso —conoce esa sensación, como digo, la ha detestado y la recuerda, en otros tiempos, como un momento maravilloso. Rituales de vacaciones, sensaciones inmutables: un sabor a sal en los labios, arrugadas las yemas de los dedos, la piel caliente y seca, el cabello pegado a la nuca donde aún gotea el agua, el aliento corto, cuán agradable era, cuán fácil... Una vez en casa, corríamos a la ducha, de la que salíamos relucientes, con la epidermis suave y el pelo dócil; y la tarde empezaba con el almuerzo.

Cuidadosamente envuelta en papel de periódico, la habíamos comprado en una tiendecita delante de la muralla, antes de volver al coche. Yo la miraba de reojo, demasiado aturdido aún para gozar de su presencia, pero reconfortado de saberla ahí, para «después», para «la tarde». Qué curioso... Resulta pasmoso que el recuerdo más visceral sobre el pan que me venga a la memoria en el día de mi muerte sea el de la kesra marroquí, esa hermosa bola aplastada, más próxima por su consistencia al bollo que a la baguette. Sea como fuere: lavado y vestido, en la felicidad suprema de iniciar, tras la playa, una tarde de paseos por la medina, me sentaba a la mesa, arrancaba del pedazo considerable que me tendía mi madre un primer bocado conquistador y, en la tibieza blanda y dorada del alimento, volvía a sentir la consistencia de la arena, su color y su acogedora presencia. El pan, la playa: dos calores conexos, dos atracciones cómplices; cada vez, invade nuestra percepción todo un mundo de placeres rústicos. Es errado sostener que la nobleza del pan reside en que se basta a sí mismo a la vez que acompaña todos los demás alimentos. Si el pan «se basta a sí mismo» es porque es múltiple, no en sus modalidades particulares sino en su esencia misma, pues el pan es rico, el pan es muchos panes, el pan es un microcosmos. En él se incorpora una ensordecedora diversidad, como un universo en miniatura, que en la degustación desvela sus ramificaciones. El asalto, que tropieza enseguida con las murallas de la corteza, se asombra, nada más superado ese obstáculo, del consentimiento que le otorga la miga fresca. Hay un abismo enorme entre la costra agrietada, a veces dura como una piedra, otras veces simple atuendo que cede enseguida a la ofensiva, y la blandura de la sustancia interna que se acurruca en las mejillas con mimosa docilidad, tanto que resulta desconcertante. Las fisuras del envoltorio son infiltraciones campestres: se nos antoja un campo sembrado, nos sorprendemos pensando en el campesino, al caer la tarde; acaban de dar las siete en el campanario del pueblo; se seca el sudor de la frente con la manga de la chaqueta; terminó su dura jornada.

En la intersección de la corteza y la miga, por el contrario, toma forma un molino ante nuestra mirada interior; el polvillo del trigo revolotea alrededor del haz; el aire está infestado de ese polvo volátil; y, de nuevo, cambia la escena, porque el paladar acaba de abrazar la espuma alveolada, liberada de su yugo, y puede empezar el trabajo de las mandíbulas. Es pan, y sin embargo se come como si de un bizcocho se tratara; pero, a diferencia del pastel, o incluso del bollo, masticar pan lleva a un resultado sorprendente, a un resultado... pegajoso. La bola de miga mascada y vuelta a mascar ha de terminar por aglomerarse en una masa pegajosa y sin espacio por el que pueda infiltrarse el aire; el pan es algo peguntoso, sí, desde luego que lo es. Quien nunca se haya atrevido a amasar largo rato con las muelas, con la lengua, con el paladar y con las mejillas el corazón del pan nunca se habrá estremecido al sentir en sí el ardor jubiloso que provoca lo viscoso. Lo que masticamos ya no es ni pan, ni miga, ni bollo, sino un remedo de nosotros mismos, de lo que debe de ser el sabor de nuestros tejidos íntimos, que amasamos así con nuestras bocas expertas, donde la saliva y la levadura se mezclan en una fraternidad ambigua.

Alrededor de la mesa, rumiábamos todos concienzudamente y en silencio.

Todo hay que decirlo, existen comuniones de lo más curiosas... Lejos de los ritos y los fastos de las misas instituidas, sin llegar al acto religioso de partir el pan y dar gracias al Cielo, nos uníamos, sin embargo, en una comunión sagrada que nos hacía alcanzar, sin saberlo, una verdad superior, decisiva entre todas. Y si algunos de nosotros, vagamente conscientes de esa oración mística, la atribuían futilmente al placer de estar juntos, de compartir una golosina consagrada, en la armonía y la relajación de las vacaciones, yo sabía que si se equivocaban era sólo por falta de palabras y de luces para expresar y explicar tal elevación. Provincia, campiña, bienestar y elasticidad orgánica: todo ello está presente en el pan, en el de aquí como en el de otros lugares. Es lo que lo convierte, sin la menor duda, en el instrumento privilegiado mediante el cual nos sumimos en lo más hondo de nuestro ser en busca de nosotros mismos.

Tras este primer contacto aperitivo, afrontaba el resto de las hostilidades.

Ensaladas frescas —nadie duda de que las zanahorias y las patatas, cortadas en daditos de tamaño regular y aliñadas sólo con cilantro se imponen en sabor sobre sus semejantes cortadas toscamente—, tajines pletóricos: yo me relamía y me atiborraba como un bendito, sin sombra de remordimiento. Pero mi boca no olvidaba, mi boca recordaba que ese festín lo había inaugurado en la agitación de sus mandíbulas con la blancura de una miga tierna, y aunque, para demostrarle mi gratitud, precipitaba después el pedazo de pan al fondo del plato lleno aún de salsa, sabía muy bien que ya no lo hacía con tanta alegría. Con el pan, como con todo, la primera vez es lo que cuenta.

Recuerdo la exuberancia florida del salón de té de los Udaya desde el que contemplábamos Salé y el mar, en la lejanía, hacia la desembocadura del río que fluía bajo las murallas; las callejuelas abigarradas de la medina; las cascadas de jazmín que caían de las paredes de los patios, riqueza del pobre tan lejos del lujo de los perfumistas de Occidente; la vida bajo el sol, al fin, que no es igual que en otros lugares porque cuando se vive en el exterior se concibe el espacio de otra manera...; y el pan en torta, deslumbrante alborada a las uniones carnales. Siento que estoy muy cerca, lo siento, sí. Hay algo de todo ello en lo que busco. Algo, pero no llega a ser lo que busco... Pan... pan... sí, pero ¿qué más? ¿De qué, además del pan, vive el hombre?

(LOTTE)
Calle Delbet

Yo le decía siempre: no me apetece ir, quiero mucho a la abuela pero al abuelo no, me da miedo, tiene unos ojos muy grandes y muy negros, y además no se alegra de vernos, no se alegra nada de nada. Por eso hoy es un día raro. Porque por una vez, sí que quiero ir, me gustaría ver a la abuela, y a Rick, pero la que no quiere ir es mamá, dice que el abuelo está enfermo, y que lo vamos a molestar. ¿El abuelo, enfermo? No es posible. Jean está enfermo, sí, él sí que está muy enfermo, pero no importa, me gusta mucho estar con él, me gusta mucho cuando en verano vamos juntos a coger guijarros, coge uno, lo mira y se inventa una historia, si es uno grande y redondo, entonces dice que es un señor que ha comido demasiado y que ya no puede andar sino que rueda y rueda, o si es uno pequeño y plano, es que alguien lo ha pisado y, zas, lo ha dejado todo aplastado, y un montón de historias así.

El abuelo, en cambio, no me ha contado ningún cuento, nunca. A él no le gustan los cuentos, no le gustan los niños, ni tampoco el ruido; recuerdo un día en la calle Grenelle, yo estaba jugando con Rick, sin hacerle daño, y con Anais, la hija de la hermana de Paul, nos reíamos mucho, y él se volvió hacia nosotras y me miró furioso, pero de verdad furioso, tanto que me entraron ganas de llorar y de esconderme, se me pasaron por completo las ganas de reír, y le dijo a la abuela, sin mirarla: «Que alguien las haga callar.» Entonces la abuela puso su cara triste de costumbre y no contestó, vino a hablar con nosotras y nos dijo: «Venid, niñas, vamos a jugar al parque, el abuelo está cansado.» Cuando volvimos del parque, el abuelo se había marchado y ya no lo volvimos a ver, cenamos con la abuela, con mamá y con Adéle, la hermana de Paul, y otra vez lo pasamos en grande, pero yo me daba cuenta de que la abuela estaba triste.

Cuando le pregunto a mamá, me contesta siempre que no, que todo va bien, que son cosas de mayores, que no me tengo que preocupar por eso y que me quiere muchísimo. Eso ya lo sé yo. Pero también sé otras muchas cosas. Sé que el abuelo ya no quiere a la abuela, que la abuela ya no se quiere a sí misma, que la abuela quiere a Jean más que a mamá o que a Laura, pero que Jean odia al abuelo y que al abuelo no le gusta nada Jean. Sé que el abuelo piensa que papá es un imbécil. Sé que papá está enfadado con mamá por ser hija del abuelo, pero también porque ella me quiso tener, cuando él no quería hijos, o al menos no los quería todavía; sé también que papá me quiere mucho y quizá incluso que está enfadado con mamá por quererme tanto cuando él no quería tenerme, y sé que mamá a veces está un poco enfadada conmigo por haber querido tenerme cuando papá no quería. Sí, sí, sé todas esas cosas yo. Sé que todos están tristes porque nadie quiere a quien debería y como debería y porque no entienden que sobre todo es consigo mismos con quien están enfadados.

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