Somos muy poca cosa, me lo ha dicho hoy mi amiga la rosa... Dios mío, qué triste es esta canción... y qué triste soy yo misma... y estoy tan cansada, tan hastiada...
Nací en una familia francesa de rancio abolengo donde los valores hoy en día son como han sido siempre: de una rigidez de piedra. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza que se pudieran poner en tela de juicio; una juventud boba y chapada a la antigua, un poco romántica, un poco diáfana, una juventud esperando al príncipe azul y exhibiendo mis joyas en las ocasiones mundanas. Luego me casé y, naturalmente, pasé de la tutela de mis padres a la de mi marido, y entonces llegaron las esperanzas trun1cadas y la insignificancia de mi vida de mujer mantenida en la infancia, dedicada al bridge y a las recepciones, en una ociosidad que ni siquiera sabía que lo fuera.
Entonces lo conocí. Yo todavía era joven y hermosa, una cabritilla grácil, una presa demasiado fácil. Excitación de la clandestinidad, adrenalina del adulterio, fiebre del sexo prohibido: había encontrado a mi Príncipe, había dopado mi vida, tendida en el sofá interpretaba el papel de la bella lánguida, lo dejaba admirar mi hermosura esbelta y distinguida, yo por fin era, por fin existía, y, en su mirada, me convertía en diosa, me convertía en Venus.
Por supuesto, él no necesitaba en absoluto a una niñita sentimental. Lo que para mí era transgresión para él no era sino pasatiempo fútil, agradable distracción.
La indiferencia es más cruel que el odio; de la no existencia venía, a la no existencia volví. A mi marido lúgubre, a mi frivolidad desvaída, a mi erotismo de pavisosa ñoña y a mis ideas vacuas de bobalicona elegante: a mi cruz, a mi Waterloo.
Que se muera, pues.
Lo que más me gustaba de Marquet era su generosidad. Sin buscar a toda costa la innovación, cuando tantos grandes cocineros temen que se les tilde de inmovilismo, pero sin complacerse tampoco en sus realizaciones presentes, si trabajaba sin tregua era sólo porque, a fin de cuentas, era su naturaleza y porque le gustaba. Así, en su restaurante, uno podía tanto disfrutar con una carta siempre joven como reclamar un plato de años anteriores, ella se entregaba con la amabilidad de una prima donna adulada a la que se suplica que cante de nuevo una de las piezas que la han hecho famosa.
Hacía veinte años que su establecimiento acogía mis festines. De todos los grandes que he tenido el privilegio de frecuentar de manera íntima, ella ha sido la única que ha encarnado mi ideal de perfección creadora. No me decepcionó jamás; sus platos, siempre, me desconcertaban hasta la médula, hasta el paroxismo, quizá precisamente porque, en ella, esa sutileza y esa originalidad en un arte culinario perpetuamente inventivo eran naturales.
Aquella noche de julio me senté a mi mesa, en la terraza, con la sobreexcitación de los niños traviesos. A mis pies el Marne chapoteaba suavemente.
La piedra blanca del viejo molino restaurado, a caballo entre la tierra y el río, gangrenada, aquí y allá, por un musgo verde claro que se insinuaba en la más mínima grieta, brillaba con luz tenue en el crepúsculo. De un momento a otro encenderían las luces de las terrazas. Siempre me han gustado particularmente las campiñas fértiles en las que un río, un manantial o un torrente, que riegan con sus aguas los prados, confieren al lugar la serenidad de las atmósferas uliginosas. Una casa a la orilla del agua: la quietud cristalina, la atracción de las aguas tranquilas, la indiferencia general de la cascada, que nada más llegar se vuelve a ir, todo ello relativiza la desazón humana. Pero, aquel día, incapaz de saborear el encanto del lugar, era casi hermético a él y aguardaba, con moderada paciencia, que llegara la dueña. No se hizo esperar.
—Mire —le dije—, esta noche querría una cena un poco especial. —Y le enumeré mis deseos.
Carta de 1982: Royal de erizo de mar al Sansho, tapa, riñones e hígado de lebrato en salsa de bígaro. Torta de trigo negro. 1979: Patatas Macaire al agria de bacalao; maco violeta del Mediodía, ostras grasas a la Gillardeau y foie asado. Caldo de caballa con reducción de puerros. 1989: Tronco grueso de rodaballo al vapor con hierbas aromáticas; salsa de sidra orgánica; pera comice a las hojas de pepino. 1996: Pastis de pichón Gauthier con su guarnición de macis, frutos secos y foie con rabanitos. 1988: Magdalenas con habas de cacao Tonka.
Era un florilegio. Todas las delicias intemporales que años de brío culinario habían alumbrado las reunía yo en una sola hornada de eternidad, extraía de la masa informe de manjares acumulados algunas pepitas verdaderas, perlas contiguas de un collar de diosa que habrían de formar una obra legendaria.
Un momento de triunfo. Me miró un instante estupefacta, el tiempo que tardó en comprender; dirigió la mirada a mi plato aún vacío; entonces, lentamente, observándome con expresión apreciativa, oh, sí, cuán elogiosa, admirada y respetuosa, las tres cosas a la vez, asintió y esbozó con los labios una mueca de consideración deferente.
—Claro, por supuesto —dijo—, cómo no, naturalmente...
Fue, desde luego, un banquete de antología, quizá la única vez, en nuestra larga cohabitación de gastrónomos, que de verdad estuvimos unidos en el fervor de una comida, ya no éramos ni crítico ni cocinera sino tan sólo dos conocedores de altos vuelos que compartían alegremente una misma pasión. Pero aunque, entre todos, este recuerdo de profunda afinidad halague más que ningún otro mi suficiencia de creador, no ha sido ése el motivo por el que lo he hecho emerger de la bruma de mi inconsciente. ¡Las magdalenas al cacao Tonka o el arte del escorzo insolente! Sería insultante creer que un postre de Marquet pudiera contentarse con arrojar en un plato unas pocas magdalenas raquíticas espolvoreadas de pepitas de chocolate. El bollo era un mero pretexto, era un himno, un cántico ferviente a lo dulce, ornado con su capa de cacao, que se fundía en la boca y en el que, en el frenesí de la masa, la fruta confitada, el azúcar glas, las crêpes, el chocolate, el sambayón, las frutas rojas, los helados y los sorbetes se saboreaba una declinación progresiva de calor y frío en la que mi lengua experta, chasqueando con compulsiva satisfacción, danzaba la giga endiablada de los bailes de gran alborozo. Los helados y los sorbetes, en especial, tenían mi favor.
Adoro los helados: cremas frías saturadas de leche, de grasa, de aromas artificiales, de trozos de fruta, de granos de café, de ron, gelati italianos de solidez de terciopelo y espirales de vainilla, fresa o chocolate; copas de helado que se derrumban bajo el peso de la nata montada, el melocotón, las almendras y los siropes de todas los sabores; simples helados de palo con su cobertura crujiente, fina y tenaz a la vez, que se saborean en la calle, en un tiempo muerto entre dos citas, o por las noches, en verano, ante el televisor, cuando ya se tiene claro que así, y sólo así, se sentirá menos el calor, se sentirá menos la sed; y los sorbetes al fin, síntesis consumada del helado y la fruta, refrescos robustos que se desvanecen en la boca en un reguero de glaciar.
Precisamente, el plato que habían dejado ante mí reunía varios elaborados por Marquet, entre los que se contaba uno de tomate, otro, muy clásico, de frutas y bayas del bosque, y un tercero de naranja.
La sola palabra «sorbete» encarna un universo entero. Hagan la prueba de pronunciar en voz alta: «¿Quieres un helado?», añadan, de inmediato: «¿Quieres un sorbete?», y constaten la diferencia. Viene a ser como, quien deja caer, al abrir la puerta y como quien no quiere la cosa, un «voy a comprar unos pasteles», cuando muy bien hubiera podido, sin desenvoltura ni banalidad, regalar a todos los oídos con un «voy a traer unos dulces» (articulando bien y alargando la ele) y, mediante la magia de una expresión algo anticuada, menos corriente, crear, sin gran dificultad, un mundo de armonías de otro tiempo. Así, proponer «sorbetes» cuando otros no piensan más que en «helados» (un mismo saco en el que, a menudo, el profano mete tanto las elaboraciones a base de leche como de agua) es ya optar por la liviandad, decantarse por el refinamiento, es proponer un panorama ligerísimo, rechazando la pesada marcha terrestre y su horizonte cerrado. Y digo bien ligerísimo, sí; el sorbete es ligerísimo, casi inmaterial, apenas forma algo de espuma en contacto con nuestro calor y después, vencido, exprimido y licuado, se evapora en la garganta y no deja en la lengua más que la reminiscencia deliciosa de la fruta y el agua que por ahí han resbalado.
Ataqué, pues, el sorbete de naranja; lo probé, cual hombre prevenido, seguro de lo que iba a encontrar pero atento pese a todo a las sensaciones siempre cambiantes. Y entonces algo me detuvo. Las otras aguas heladas las he bebido con la tranquilidad de espíritu de quien sabe lo que se hace. Pero ésa, de naranja, era diferente de todas las demás por su textura extravagante, por su acuosidad excesiva, como si se hubieran limitado a llenar una pequeña cubitera con agua y el zumo de una naranja, los cuales, metidos en frío el tiempo reglamentario, hubieran producido cubitos perfumados, rugosos como lo es todo líquido impuro puesto a congelar, que recuerda mucho el sabor de la nieve apelmazada y grumosa que bebíamos de niños, cogiéndola a puñados con las manos, cuando jugábamos en la calle los días fríos de grandes cielos despejados. Así lo decidía también mi abuela, en verano, cuando hacía tanto calor que, a veces, yo introducía la cabeza dentro del congelador, y ella, sudorosa y gruñona, se escurría en el cuello grandes trapos empapados en agua, que servían también para arrebatar la vida de algunas moscas perezosas aglutinadas allí donde no debían. Cuando el hielo se había formado, daba la vuelta a la cubitera y la sacudía con fuerza sobre una copa, desmenuzaba el bloque anaranjado y nos servía una gran cucharada en vasos voluminosos que nosotros asíamos cual si hubieran sido reliquias sagradas. Y entonces fui consciente de que, a fin de cuentas, todos mis banquetes habían tenido una única finalidad: la de que mi memoria desembocara en ese sorbete de naranja, esas estalactitas de infancia, para experimentar, aquella noche entre todas, el valor y la verdad de mis apegos gastronómicos.
Más tarde, en la penumbra, le pregunté a Marquet en un susurro: —¿Cómo lo haces, me refiero al sorbete, el sorbete de naranja?
Ella se volvió a medias sobre la almohada, y unos mechones finos se enrollaron en mi hombro.
—Como mi abuela —me contestó, con una sonrisa resplandeciente.
Ya casi lo tengo. ¡El fuego... el hielo... la nata!
Desde luego, era un perfecto cabrón. Nos consumió, a mi cocina y a mí, con la fatuidad de un paleto cualquiera, como si fuera lo más normal del mundo que Marquet se inclinara ante él, le ofreciera su carta y se bajara las bragas desde la primera visita... Un perfecto cabrón, sí, pero lo pasamos bien juntos, y eso no me lo podrá quitar nunca porque, en definitiva, me pertenece a mí haber disfrutado al máximo del diálogo con un verdadero genio de la gastronomía, haber gozado con un amante fuera de serie y, pese a todo, no haber dejado de ser una mujer libre, una mujer orgullosa...
Aunque, si él hubiera sido libre, y si hubiera sido hombre de hacer de una mujer algo más que una muñeca disponible en todo momento —entonces, en tal caso, quién sabe... Pero en tal caso no habría sido el mismo hombre, ¿verdad?
No hay nada más maravilloso que ver el orden del mundo plegarse a tus deseos. Cuán extraordinaria licencia adentrarse en un templo de la gastronomía con el sentimiento de júbilo sin límites de que todos los manjares están a tu alcance.
Disimulas un escalofrío de excitación cuando el maître se acerca con pasos quedos; su mirada impersonal, compromiso frágil pero consumado entre respeto y discreción, es un homenaje a tu capital social. Allí no eres nadie porque eres alguien; allí nadie te espiará, nadie te juzgará. Que hayas podido penetrar en ese lugar es garantía suficiente de legitimidad. Ligera y pequeña impresión cuando abres la carta de vitela rugosa, adamascada como las servilletas de antaño. Confusión sabiamente dosificada cuando rebuscas por primera vez a tientas entre los murmullos de los platos. La mirada se desliza, aún renuente a dejarse atrapar por un poema preciso, sólo atrapa al vuelo retazos voluptuosos y se debate entre la riqueza suntuosa de términos captados al azar. Pierna de ternera lechal... cassata de pistacho... rodaja de rape en scampi... rubio de palangre... al natural... gelatina tostada de berenjenas... con aliño de mostaza Cramone... confit de chalotas... lubina pochée a la marinera... sambayón helado... al mosto de uva... bogavante azul... pechuga de pato estilo Pekín... Esbozo de éxtasis al fin cuando la magia obra por sí sola y atrae poderosamente la atención sobre una línea en concreto:
Pechuga de pato estilo Pekín asada en sartén con hierbas beréberes; crumble de pomelo de Jamaica y confit de chalotas.
Reprimes una salivación intempestiva, tu capacidad de concentración ha alcanzado la cota más alta. Obra en tu poder la nota dominante de la sinfonía.
No es tanto el pato, sus hierbas beréberes y su pomelo lo que te ha electrizado de esa manera, aunque envuelvan el anuncio del plato con una tonalidad soleada, especiada y dulce, y, en la gama cromática, lo diseminen en algún lugar entre el bronce, el dorado y el castaño. Pero el confit de chalotas, que inmediatamente destila su aroma y se funde en tu boca, asaetando tu lengua aún desnuda con el sabor anticipado del jengibre fresco, la cebolla marinada y el almizcle, ha sorprendido, por su delicadeza y su prodigalidad, tu deseo, que no ansiaba otra cosa. Pero por sí solo no habría sido decisivo. Habrá sido necesaria la poesía incomparable de esa «pechuga de pato estilo Pekín asada en sartén», que evoca en una cascada olfativa el aroma de las aves asadas al aire libre en las ferias de ganado, la algarabía sensorial de los mercados chinos, el irresistible contraste entre blandura y dureza de la carne apretada, firme y jugosa en el interior de su envoltorio crujiente, el misterio familiar de esas brasas sobre las que se asa en lento balanceo el pato ensartado en su varilla, habrá sido necesario todo eso para que, conjugando aroma y gusto, optes ese día por ese plato concreto. Ya no te queda más que adornarlo con palabrería. ¿Cuántas veces no me habré sumergido así en una carta como quien se sumerge en lo desconocido? Sería vano pretender llevar la cuenta. Cada vez he experimentado el mismo placer, siempre intacto. Pero nunca tan agudo como aquel día en que, en los fogones del chef Lessiére, en el sanctasanctórum de la exploración gastronómica, desdeñé una carta repleta de delicias para revolcarme en la baja perversión de una simple mayonesa.