Rapsodia Gourmet (12 page)

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Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

BOOK: Rapsodia Gourmet
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Mojé el dedo, sin mucho interés, como quien deja correr la mano al hilo del agua fresca en un barco a la deriva. Estábamos comentando aquella tarde su nueva carta, antes de que llegaran los comensales, me sentía en su cocina como en la de mi abuela: una persona ajena pero conocida introducida en el harén. Me sorprendió lo que me llevé a la boca. Se trataba, sin ningún género de dudas, de una mayonesa, y era eso precisamente lo que me turbó; cual cordero extraviado en la jauría de lobos, el condimento tradicional parecía ahí un arcaísmo descabellado. —¿Qué es? —pregunté, entendiendo con ello: ¿cómo ha ido a parar aquí una simple mayonesa casera?

—Pues una mayonesa, qué va a ser, no me digas que no sabes lo que es una mayonesa. —¿Una sencilla mayonesa, así, sin más? —Me sentía casi sobrecogido.

—Una sencilla mayonesa, sí. No conozco mejor manera de prepararla: un huevo, aceite, sal y pimienta.

Yo insistí: —¿Y qué va a acompañar?

Él me miró con atención.

—Te lo voy a decir —me contestó despacio—, te voy a decir lo que va a acompañar. —Y, ordenándole a un pinche que le trajera unas verduras y un asado frío de cerdo, se entregó acto seguido a la tarea de pelar las primeras.

Lo había olvidado, y él, a quien su calidad de chef y no de crítico obligaba a no olvidar nunca lo que con tan poco acierto se denominan «las bases» de la cocina y que son más bien la viga maestra, se encargaba de recordármelo, en una lección algo despectiva que me hacía de favor, pues los críticos y los chefs son como los trapos y las servilletas: se complementan, se frecuentan y trabajan juntos pero, en el fondo, no se caen bien.

Zanahorias, apio, pepinos, tomates, pimientos, rábanos, coles y brécoles: lo cortó todo en sentido longitudinal, al menos las verduras que se prestaban a ello, es decir, todas excepto las dos últimas que, al tener forma de florecilla, se podían coger por el rabito, como quien se apodera de la guarda de una espada. Añadió a todo ello unas finas rodajas de un asado de cerdo sin aderezos, frío y suculento. Dimos inicio al moje en la mayonesa.

Nadie logrará hacerme cambiar de idea: hay algo esencialmente sexual en las crudités con mayonesa. La dureza de la hortaliza se insinúa en la untuosidad de la crema; no hay, como en tantas preparaciones, química alguna mediante la cual cada uno de los alimentos pierde algo de su naturaleza para adoptar la del otro, y, como el pan y la mantequilla, pasan a ser en la ósmosis una nueva y maravillosa sustancia.

Aquí la mayonesa y las hortalizas permanecen perennes, idénticas a sí mismas, pero, como en el acto carnal, conservan un deseo irrefrenable de estar juntas. En cuanto a la carne, adquiere no obstante una ventaja adicional: y es que sus tejidos son friables, se separan bajo la embestida de los dientes y se llenan del condimento, de tal manera que lo que así masticamos, sin falso pudor, es un núcleo de firmeza salpicado de suavidad aterciopelada. A ello viene a añadirse la delicadeza de un sabor estable, pues la mayonesa no ofrece ningún regusto picante ni ácido y, como el agua, sorprende a la boca con su neutralidad afable; después tenemos los matices deliciosos del carrusel vegetal: picante insolente del rábano y de la col, saborcillo dulce y acuoso del tomate, acidez discreta del brécol, generosidad en la boca de la zanahoria, anís crujiente del apio... qué exquisitez.

Pero en el momento en que rememoro esta cena extraña e inesperada, como una merienda campestre en el bosque, uno de esos días perfectos en que brilla el sol y sopla la brisa, o sea, el cliché en todo su esplendor, un nuevo recuerdo se le superpone y, súbita iluminación que viene a otorgarle a mi memoria la profundidad de la autenticidad, desata en mi corazón un huracán de emociones, como burbujas de aire que se precipitaran hacia la superficie del agua y, liberadas, estallaran en un concierto de vítores. Pues mi madre, que, como ya he dicho, era una pésima cocinera, nos servía ella también, con suma frecuencia, mayonesa, pero una mayonesa que compraba ya hecha en el supermercado, en un tarro de cristal y que, pese a esta ofensa al buen gusto, inducía en mí una inefable preferencia. Y es que la mayonesa industrial, que debe resignarse a renunciar al sello artesanal y sabroso que reivindica la casera, presenta una característica que ésta no conoce; el mejor de los cocineros, tarde o temprano, ha de rendirse a la triste evidencia: hasta la más homogénea y untuosa de las mayonesas no tarda en desagregarse aunque sea muy ligeramente, se deshace de manera paulatina, un poco, sí, muy poco, pero lo suficiente pese a todo para que la consistencia de la crema se complique con un ligerísimo contraste y tenga que renunciar, de forma microscópica, a seguir siendo lo que era en un principio: lisa, lisa, absolutamente lisa, sin un solo grumo, mientras que la mayonesa de supermercado, por el contrario, escapa a toda viscosidad. No tiene grano en su textura, no tiene elementos, ni partes, y eso es lo que me gustaba apasionadamente, ese sabor a nada, esa materia sin aristas, sin mella, que resbalaba sobre mi lengua con la fluidez de lo soluble.

Sí, es eso, casi. Entre la pechuga de pato estilo Pekín y la pomada en conserva, entre la madriguera de un genio y los estantes de un colmado, me decanto por los segundos, opto por el pequeño supermercado cutre que albergaba, en hileras uniformes y sin brillo, los culpables de mi deleite. El supermercado... Resulta curioso cómo suscita en mí toda una oleada de afectos... Sí, quizá... quizá...

(PAUL)
Calle Grenelle, el pasillo

Qué desastre.

Lo habrá arrasado todo a su paso. Todo. A sus hijos, a su mujer, a sus amantes e incluso su obra, de la que, en el momento postrero, reniega en una súplica que ni él mismo comprende pero que tiene como consecuencia la condena de su ciencia y la denuncia de sus compromisos, y que nos dirige a nosotros, como un mendigo, como un pordiosero en la calle, privado de una vida que tenga sentido, separado de su propia comprensión —desdichado, al fin, de saber, en este instante entre todos, que ha perseguido una quimera y predicado un mensaje equivocado. Un plato... Pero ¿qué te crees, viejo loco, qué te crees? ¿Que en un sabor recuperado vas a borrar decenios de malentendidos y encontrarte cara a cara con una verdad que redimirá la aridez de tu corazón de piedra? Tenía sin embargo todas las armas que definen a los grandes espadachines: ¡una pluma, ingenio, insolencia y empaque! Su prosa... su prosa era exquisita, era puro néctar, era ambrosía, un himno a la lengua, cada vez que la leía me emocionaba hasta la médula, y poco importaba que hablara de comida o de otra cosa, es errado pensar que el objeto tuviera la más mínima importancia: era la forma de decirlo lo que irradiaba. Los banquetes no eran sino un pretexto, quizá incluso una escapatoria para huir de lo que su talento de orfebre habría podido crear: el tenor exacto de sus emociones, la dureza y el sufrimiento, el fracaso al fin... Y así, cuando habría podido, con su genio, disecar para la posteridad y para sí mismo los diversos sentimientos que lo agitaban, se extravió por caminos menores, convencido de que había que decir lo accesorio y no lo esencial. Qué desastre, qué desperdicio...

Qué lástima...

En mí mismo, obnubilado como estaba por sus éxitos de chicha y nabo, mi tío no veía la verdad. Ni el contraste acusado entre mis ambiciones de joven exaltado y la vida de notable tranquilo que es la mía a mi pesar; ni mi propensión tenaz a trabar todo diálogo, a disimular bajo un cinismo pomposo mis inhibiciones de niño triste, a interpretar junto a él una comedia que, por muy brillante que fuera, no dejaba de ser una ilusión. Paul, el sobrino pródigo, el niño mimado, preferido por atreverse a negarse, por atreverse a infringir las leyes del tirano, por atreverse a hablar alto y claro cuando todos susurran ante ti: pero, viejo loco, hasta el más turbulento, el más violento, el más contestatario de los hijos no lo es más que por autorización expresa del padre, y es precisamente el padre quien, por alguna razón que él mismo desconoce, necesita a ese agitador, esa espina clavada en la familia, ese islote de oposición, que desmiente todas las categorías demasiado simples de la voluntad y el carácter. Si he sido tu alma maldita ha sido sólo porque tú mismo así lo has querido, y ¿qué muchacho habría sabido resistirse a esa tentación, la de convertirse en el favorito mimado de un demiurgo universal, haciendo suyo el papel de oponente escrito especialmente para él? Viejo loco, viejo loco... Desprecias a Jean, y a mí me encumbras, cuando ambos no somos sino meros productos de tu deseo, con la única diferencia de que Jean sufre por ello hasta el extremo, y yo, por el contrario, gozo.

Pero ya es demasiado tarde para todo esto, es demasiado tarde para decir la verdad, para salvar lo que podría haberse salvado. No soy lo bastante cristiano como para creer en las conversiones, menos aún en las de última hora, y, como expiación, viviré con el peso de mi cobardía, la de haber jugado a lo que no era, hasta que a mí también me llegue la muerte.

No obstante, hablaré con Jean.

LA ILUMINACIÓN
Calle Grenelle, la habitación

Entonces, de pronto, vuelve a mi memoria. Se me llenan los ojos de lágrimas.

Mascullo enardecido unas palabras incomprensibles para los que me rodean, lloro y río a la vez, alzo los brazos y describo círculos con las manos convulsivamente. A mi alrededor, los presentes se alteran y se inquietan. Sé que debo de parecer lo que en el fondo soy: un hombre maduro en plena agonía que ha vuelto a su infancia en el umbral de su muerte. A costa de un esfuerzo dantesco, logro domeñar por un momento mi excitación —una lucha titánica contra mi propio júbilo, porque he de hacerme comprender por todos los medios.

—Mi... querido... Paul... —consigo articular a duras penas—, mi... querido... Paul... haz... algo... por... mí.

Se inclina hacia mí, su nariz casi toca la mía, sus cejas, torturadas por la ansiedad, dibujan un motivo admirable sobre sus ojos azulísimos, tiene todo el cuerpo en tensión por el esfuerzo de comprenderme.

—Sí, sí, tío —dice—, ¿qué quieres, qué quieres?

—Ve... a comprarme... buñuelos —digo, cayendo en la cuenta, horrorizado, de que la exultación que inunda mi alma cuando pronuncio esas palabras maravillosas bien podría mandarme al otro barrio bruscamente y antes de tiempo. Me pongo rígido, como esperando lo peor, pero no ocurre nada. Recupero el aliento. —¿Buñuelos? ¿Quieres buñuelos?

Asiento, con una sonrisa patética. Despacio, sobre sus labios amargos a su vez se dibuja otra. —¿De modo que es eso lo que quieres, viejo loco, buñuelos? —Me aprieta el brazo con cariño—. Voy. Voy enseguida.

Detrás de él veo a Anna animarse y la oigo decir:

—Ve a Lenôtre, es la pastelería más cercana.

Un calambre de terror me atenaza el corazón. Como en las peores pesadillas, tengo la impresión de que las palabras tardan un tiempo infinito en salir de mi boca, mientras que los movimientos de los seres humanos a mi alrededor se aceleran vertiginosamente. Siento que Paul va a desaparecer por la puerta antes de que lo que tengo que decir salga al aire libre, el aire de mi salvación, el aire de mi redención final. Entonces me muevo, gesticulo, tiro la almohada al suelo y, oh misericordia infinita, oh milagro de los dioses, oh alivio inefable, se vuelven hacia mí. —¿Qué hay, tío?

En dos pasos —pero ¿cómo hacen para ser tan raudos, tan rápidos, sin duda ya estoy en otro mundo desde el cual se me antojan presa del mismo frenesí que en los inicios del cinemascope, cuando los actores tenían los gestos acelerados y sincopados de la demencia—, Paul está de nuevo al alcance de mi voz. Hipo de alivio, los veo crisparse de angustia, los tranquilizo con un gesto patético mientras Anna se precipita para recoger la almohada.

—A... Lenôtre... no —digo con voz ronca—, a... Lenôtre... sobre todo... no... No... vayas... a... una... pastelería... Quiero... buñuelos... de... los... que... vienen... en... bolsa... de... plástico... Los... de... Leclerc. —Respiro convulsivamente—. Buñuelos... blandurrios... Quiero... buñuelos... de... supermercado.

Y, al zambullirme en la profundidad de sus ojos, al insuflarle a mi mirada toda la fuerza de mi deseo y de mi desesperación, porque es, por primera vez en el sentido literal de la expresión, cuestión de vida o muerte, veo que me ha entendido. Lo siento, lo sé. Asiente con la cabeza, y en ese gesto renace dolorosamente una reminiscencia fulgurante de nuestra antigua complicidad, de un dolor alegre y que me alivia. No hace falta que diga más nada. Mientras Paul se marcha corriendo casi, me deslizo en la felicidad mullida de mis recuerdos.

Me aguardaban en su plástico transparente. En el expositor de madera, junto a las baguettes envueltas en papel, los panes integrales, los brioches y los flanes, las bolsitas de buñuelos esperaban pacientemente. Porque los habían tirado ahí, de cualquier manera, sin miramientos con el arte del pastelero que los dispone amorosamente, bien separados unos de otros, sobre una bandeja ante el mostrador, estaban aglutinados en el fondo de la bolsa, apretujados unos contra otros como cachorrillos dormidos, en el calor apacible del grupo. Pero, sobre todo, colocados en su última morada cuando aún estaban calientes y humeantes, habían liberado un vapor decisivo que, condensándose en las paredes del receptáculo, había creado un medio propicio al reblandecimiento.

El criterio de todo buñuelo que se precie es el de la masa idónea. Hay que evitar tanto la blandura como la dureza. El buñuelo no debe ser ni elástico ni blando, ni friable ni agresivamente seco. Debe su gloria a ser tierno sin debilidad y firme sin rigor. La cruz de los pasteleros que lo rellenan de crema es evitar la contaminación de la blandura de ésta al buñuelo que la recibe en su interior. He escrito en mi vida crónicas vengadoras y devastadoras sobre buñuelos que se deshacían, páginas suntuosas sobre la importancia capital de la frontera en materia de buñuelo relleno de crema —sobre el buñuelo malo, el que ya no sabe distinguirse de la mantequilla que lo envuelve por dentro, cuya identidad se pierde en la indolencia de una sustancia a la que, sin embargo, habría debido oponer la perennidad de su alteridad.

O algo por el estilo. ¿Cómo puede uno traicionarse a sí mismo hasta ese punto? ¿Qué corrupción más profunda aún que la del poder nos conduce así a negar la evidencia de nuestro placer, a maldecir lo que nos ha gustado, a deformar hasta ese punto nuestro gusto?

Tenía quince años, salía del instituto hambriento, con el hambre propia de esa edad, un hambre sin discernimiento, salvaje, marcada no obstante por una quietud que sólo hoy vuelve a mi mente, y que es justamente de lo que tan cruelmente carece toda mi obra. Toda mi obra, que esta noche daría, sin inmutarme, sin la menor sombra de remordimiento ni el más mínimo atisbo de nostalgia, a cambio de un único y último buñuelo de supermercado.

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