Rapsodia Gourmet (9 page)

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Authors: Muriel Barbery

Tags: #Novela

BOOK: Rapsodia Gourmet
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La puerta de la habitación estaba abierta... Sin duda alguien (nunca se identificó al culpable), pese a las admoniciones al respecto, se olvidó de cerrarla, y el perro, al que no se le podía pedir que resistiera sin ayuda a su propia naturaleza, debió de concluir que el bollo era suyo y todo suyo. Mi madre profirió un grito de desesperación; ni en su angustia un alma en pena se expresaría de tan desgarradora manera. Rhett, a quien sin duda su travesura había dejado algo tardo de reflejos, no reaccionó como acostumbraba, es decir, escabulléndose entre nuestras piernas para alcanzar el amparo de parajes más clementes, sino que se quedó ahí observándonos con una mirada sin expresión, junto al plato vacío que había colmado todas sus expectativas. De hecho, vacío no es exactamente el término más adecuado aquí. Con metódica aplicación, seguro de que no habría de ser importunado antes de tiempo, había atacado el tronco, de derecha a izquierda primero y de izquierda a derecha después, hasta completar la extensión del bizcocho, de cabo a rabo, de tal modo que, cuando llegamos, del apoteosis de mantequilla no quedaba más que un delgado filamento estirado que habría sido bien vano esperar devolver a nuestros platos. Cual Penélope deshaciendo en su telar, hilo tras hilo, una tela destinada sin embargo a devenir tapiz, Rhett había formado con la habilidad de su hocico una minuciosa lanzadera para tejer el placer de su estómago de experto.

Mi abuela se rió tanto que el incidente, de catástrofe galáctica, quedó en sabrosa anécdota. Era ése también el talento de esa mujer, discernir la sal de la existencia allí donde otros no ven más que inconvenientes. Apostó a que en el pecado hallaría el animalillo su propia penitencia con el monumental empacho que la ingesta de un postre previsto para quince personas sólo podía provocar sin tardanza. Se equivocaba. Pese a la sospechosa prominencia, observable durante varias horas, a la altura de su estómago, Rhett digirió muy bien su festín navideño, que ratificó con una siesta profunda, entrecortada por algún que otro gemido de placer, y sin mayor indignación contempló al día siguiente su escudilla vacía, magra medida de retorsión decidida por mi padre que no le había visto la gracia a la diablura del animalillo. ¿Necesita esta historia una moraleja? Le guardé breve rencor a Rhett por haberme privado de un placer anunciado. Pero yo también reí a mandíbula batiente de la injuria serena que el perro le había hecho a la encarnizada trabajera de la gruñona de mi abuela. Y sobre todo se me pasó por la cabeza una idea que se me antojó muy divertida. Estaban reunidos a la mesa en aquella ocasión tantos parientes por los cuales sentía desprecio, en el mejor de los casos, y animosidad, en el peor, que a fin de cuentas me parecía maravilloso que el postre que estaba destinado a sus tristes papilas hubiera hecho las delicias de las de mi perro, al que yo atribuía talento de gourmet. No soy no obstante de esos que prefieren su perro a un hombre al que no conocen. Un perro no es más que algo que se mueve, ladra y se agita, algo que pulula por el ámbito de nuestro día a día. Pero, ya puestos, si hay que expresar el asco que siente uno por quienes lo merecen, bien está, bien cierto es, hacerlo por medio de esos simpáticos animales de pelo, insignificantes pero también fabulosos por la fuerza de diversión y humor que, aun sin saberlo, transmiten con tanta inocencia.

Un payaso, un regalo, un clon: Rhett era las tres cosas a la vez, divertido en el refinamiento delicado de su silueta risueña, un regalo el que hacía de sí mismo irradiando la ternura sin afectación de su alma de cachorrillo, clon de mí mismo pero sin serlo de verdad: ya no veía en él a un perro, pero tampoco hacía de él un hombre; era Rhett, Rhett ante todo, antes de ser perro, ángel, animal o demonio. Pero si lo evoco pocas horas antes de mi final es porque he cometido una afrenta al olvidarlo en mi evocación anterior de los perfumes naturales. En efecto, Rhett era, por sí solo, un disfrute olfativo. Sí, mi perro, mi dálmata emanaba un aroma maravilloso; lo crean o no, la piel de su cuello y de su cráneo bien dibujado olía a brioche ligeramente tostado, a esa fragancia a mantequilla y mermelada de ciruelas que se extiende por la cocina por las mañanas. Así es, Rhett olía muy bien a brioche tibio, a cálida levadura, un aroma que suscita de inmediato un deseo de hincar el diente, y hay que imaginarse lo siguiente: durante todo el día, el perro correteaba por todos los rincones de la casa y del jardín; ya trotara, sumamente ocupado, del salón al despacho, ya galopara hasta el otro extremo del prado en una cruzada contra tres cornejas presuntuosas, ya diera saltitos en el suelo de la cocina en espera impaciente de una golosina, siempre difundía a su alrededor dicho aroma evocador y constituía de esta manera una oda viva y permanente al brioche de las mañanas de domingo cuando, atontados pero felices por ese día de asueto que empieza, nos ponemos un viejo jersey cómodo y bajamos a preparar el café vigilando de reojo las formas redondeadas y doradas que aguardan sobre la mesa. Uno se siente deliciosamente medio dormido todavía, disfruta aún unos instantes, en silencio, de no estar sometido a la ley del trabajo, se frota los ojos con aprecio por sí mismo y, cuando ya se eleva el olor palpable del café caliente, se sienta al fin ante su tazón humeante, aprieta amistosamente el bollo, que se abre suavemente, pasea un pedazo sobre el polvillo de azúcar que ha quedado en el plato, en el centro de la mesa, y, entornando los párpados, reconoce en silencio el sabor agridulce de la felicidad. Todo ello lo evocaba Rhett con su presencia fragrante, y ese ir y venir de panadería ambulante tenía mucho que ver con el aprecio que sentía por él.

Al hilo de estas evocaciones de Rhett, gracias a esta peripecia que hacía siglos que no volvía a mi memoria, he reconquistado un olor que me había desertado: el de la bollería calentita y fragrante ubicada en la cabeza de mi perro. Un olor y, por lo tanto, otros recuerdos, los de las tostadas con mantequilla que, cada mañana, devoraba en Estados Unidos, estupefacto ante la simbiosis del pan y la mantequilla tostados a la vez.

(ANNA)
Calle Grenelle, el pasillo

¿Qué va a ser de mí, Dios mío, qué va a ser de mí? No me quedan fuerzas, no me queda aliento, estoy vacía, exangüe... Sé muy bien que no lo entienden, excepto Paul, quizá, sé lo que piensan... Jean, Laura, Clémence, ¿dónde estáis? ¿Por qué este silencio, por qué esta distancia, por qué tantos malentendidos cuando podríamos haber sido tan felices los cinco? Vosotros no veis más que a un anciano irascible y autoritario, nunca habéis visto en él más que a un tirano, un opresor, un déspota que nos hacía la vida imposible, a vosotros, a mí —quisisteis erigiros en defensores de mi desamparo de esposa abandonada y, al final, no os saqué de vuestro error, os dejé embellecer mi día a día con vuestras risas de hijos amantes que buscaban consolarme, os callé mi pasión, os callé mis razones. Os callé quién soy. Siempre supe qué vida tendríamos juntos. Desde el primer día, entreví que los fastos serían para él, lejos de mí, las otras mujeres, la carrera de un seductor de talento extraordinario, milagroso; un príncipe, un señor que se marcharía de caza siempre fuera de sus dominios y que, de año en año, se alejaría siempre un poco más, ya ni siquiera me vería, atravesaría mi alma atormentada con sus ojos de halcón para abrazar, más allá, un panorama que a mí se me escaparía. Siempre lo he sabido y no me importaba.

Sólo importaba que regresara, y siempre lo hacía, y eso a mí me bastaba, me bastaba ser aquella a la que se regresa, de manera vaga y distraída —pero segura. Si supierais, lo entenderíais... Si supierais qué noches he pasado, trémula de excitación, muerta de deseo, aplastada por su majestuoso peso, por su fuerza divina, feliz, tan feliz, como la mujer enamorada, en el harén, las noches en que le toca a ella, cuando recibe con devoción las perlas de sus miradas —pues no vive más que para él, para sus abrazos, para su luz. Quizá la encuentre él tibia, tímida, infantil; fuera de estos muros hay otras amantes, hay tigresas, gatas sensuales y panteras lúbricas con las que ruge de placer, en un desenfreno de gemidos, de gimnasia erótica, y cuando todo ello acaba, siente que ha reinventado el mundo, está henchido de orgullo, henchido de fe en su propia virilidad —pero ella, ella goza con un goce más profundo, un goce mudo; se entrega, se entrega del todo, recibe religiosamente, y en el silencio de las iglesias alcanza todo su apogeo, casi a escondidas, porque sólo necesita eso: su presencia, sus besos. Es feliz.

Así es que sus hijos... los quiere, naturalmente. Ha conocido las alegrías de la maternidad y la crianza; y también el horror de tener que educar a unos hijos a los que su padre no quiere, la tortura de verlos aprender poco a poco a odiarlo porque los desprecia y a ella la abandona... Pero, sobre todo, se siente culpable porque los quiere menos que a él, porque no ha podido, no ha querido protegerlos de aquel al que aguardaba con toda su energía, despierta, sin que quedara espacio para lo demás, para ellos... Si me hubiera marchado, si hubiera podido odiarlo yo también, entonces los habría salvado, entonces habrían quedado libres de la cárcel en la que yo misma los arrojé, la de mi resignación, la de mi deseo desenfrenado por mi propio verdugo... He educado a mis hijos para que quisieran a su torturador... Y hoy lloro lágrimas de sangre, porque se muere, porque se va...

Recuerdo nuestro esplendor, yo caminaba cogida de tu brazo, sonreía en el aire tibio de la noche, con mi vestido de seda negro, era tu esposa, y todo el mundo se volvía para mirarnos, con ese murmullo, ese susurro admirativo a nuestro paso, que nos acompañaba a todas partes, que nos seguía como una brisa ligera, eternamente... No te mueras, no te mueras... Te quiero...

LA TOSTADA
Calle Grenelle, la habitación

Fue en un seminario, en una época en que ya me había hecho un nombre e, invitado por la comunidad francesa de San Francisco, había decidido alojarme en casa de un periodista francés que residía junto al Pacífico, en el sudoeste de la ciudad. Era la primera mañana, tenía un hambre de lobo, y mis anfitriones llevaban, para mi gusto, demasiado tiempo decidiendo dónde acompañarme a tomar el «breakfast» de mi vida. Por la ventana abierta reparé, sobre la fachada de un pequeño edificio con aspecto de prefabricado, en un rótulo que rezaba: John's Ocean Beach Café, y resolví contentarme con ello.

Ya sólo la puerta me conquistó. Colgado del quicio con un cordel dorado, el cartelito de «open» cuadraba perfectamente con el pomo de cobre reluciente y le daba a la llegada al café un no sé qué de acogedor que me causó muy grata impresión. Pero, cuando entré en la sala, me sentí exaltado. Así era cómo había soñado que sería América y, contra todo pronóstico, desdeñando mi certeza de que, una vez in situ, revisaría todos mis prejuicios, así era en realidad: una gran sala rectangular con mesas de madera y bancos tapizados de Skai rojo; en las paredes, fotografías de actores, una imagen sacada de Lo que el viento se llevó, en la que aparecían Escarlata O'Hara y Rhett Butler a bordo del barco que los lleva a Nueva Orleáns; un inmenso mostrador de madera encerada lleno de recipientes con mantequilla, tarros de sirope de arce y botellas de ketchup. Una camarera rubia, con un marcado acento eslavo, se acercó a nosotros cafetera en mano; detrás del mostrador, John, el cocinero, un tipo con aires de mafioso italiano, estaba muy ocupado calentando a la plancha las hamburguesas, con una mueca despectiva y la mirada de quien está de vuelta de todo. El interior desmentía el exterior: allí todo era pátina, mobiliario anticuado y aromas divinos a fritura. ¡Ah, John! Consulté la carta, elegí unos «Scrambled eggs with sausage and John's special potatoes» y vi llegar ante mí, además de una taza humeante de café imbebible, un plato, o más bien una fuente, desbordante de huevos revueltos y patatas salteadas con ajo, decorado con tres salchichitas grasientas y fragrantes, mientras la bella rusa colocaba junto a ambas cosas un plato más pequeño lleno de tostadas con mantequilla acompañadas de un tarrito de mermelada de arándanos. Dicen que los americanos están gordos porque comen mucho y mal. Es cierto, pero la culpa no es de sus pantagruélicos desayunos.

Me inclino a pensar, antes al contrario, que no es más de lo que necesita un hombre para afrontar la jornada, y que la patética manera en que los franceses rompen el ayuno, en esa abulia tan esnob de evitar lo salado y el embutido, no es sino una ofensa a los requisitos del cuerpo.

En el momento en que le hinqué el diente a la rebanada de pan, ahíto tras haber hecho honor, hasta el último bocado, a mi plato rebosante, me asaltó un inefable bienestar. ¿Por qué, a nuestro lado del Atlántico, nos obstinamos en no untar el pan de mantequilla hasta después de haberlo tostado? Si a ambas entidades se las somete a la vez al reclamo del fuego es porque esa intimidad en el arder les otorga una complicidad sin igual. Así, la mantequilla, que ha perdido algo de su consistencia cremosa, no llega al estado líquido, como ocurriría si se la fundiera sola, al baño maría, en un cazo. La tostada, asimismo, pierde parte de su sequedad algo tristona y se convierte en una sustancia húmeda y caliente que, sin ser esponja ni pan, sino a medio camino entre ambos, excita las papilas con su delicadeza concentrada.

Es terrible lo cerca que siento que estoy. El pan, el brioche... Me parece que por fin voy por buen camino, el que conduce a la verdad.¿O bien no es sino un extravío más, una pista falsa que me aleja y me convence sólo para defraudarme mejor y burlarse con sarcasmo de mi derrota? Pruebo otras alternativas. Doble o nada.

(RICK)
Calle Grenelle, la habitación

Aquí estoy, repaaaaanchingado, tan paaancho, más aaaaancho que laaaargo... ¡Qué estilo felino! Me llamo Rick. Mi amo tiene cierta propensión a atribuir nombres de cine a sus animales domésticos, pero que conste que su favorito soy yo. Sí, sí, sí.

Anda que no han pasado gatos por esta casa, algunos, por desgracia poco robustos, desaparecieron pronto, otros fueron víctima de trágicos accidentes (como el año en que hubo que reparar el canalón porque había cedido bajo el peso de una gatita blanca muy simpática llamada Escarlata), y otros más disfrutaron de una longevidad más afirmada, pero ahora quedo sólo yo, yo y los diecinueve años que llevo vagando por las alfombras persas de la casa, yo, el preferido, yo, el alter ego del amo, sólo yo, el único, aquel al que declaró su amor pensativo, un día en que me estaba estirando sobre su última crítica, extendida sobre el escritorio, bajo la gran lámpara caliente — «Rick», me dijo, triturándome maravillosamente el pelo del espinazo, «Rick, mi preferido, oh sí, eres un gato hermoso... a ti te lo perdono todo, hasta puedes romper ese papel, a ti te lo perdono siempre todo... mi maravilloso gato de bigotes de bribón desvergonzado... de pelo suave... de musculatura de Adonis... de lomos hercúleos... de ojos de ópalo irisado... sí... mi hermoso gato... el único para mí...» ¿Por qué Rick?, se preguntarán ustedes. Yo mismo me habré hecho esa pregunta un sinfín de veces, pero como no tengo palabras para formularla, fue letra muerta hasta una noche de diciembre, hace diez años, en que una señorita pelirroja que venía a casa del Amo a tomar el té le preguntó de dónde me venía el nombre, acariciándome suavemente el cuello (le tenía yo mucho aprecio a esta señorita, traía siempre consigo un aroma a caza muy poco habitual en una mujer, sus congéneres siempre están impregnadas de perfumes densos y empalagosos, sin una pizca de olorcillo a venado que haga las delicias de un gato —uno que se precie-). El Amo respondió: «Viene del personaje de Rick en Casablanca, un hombre que sabe renunciar a una mujer porque prefiere ser libre.» Me di perfecta cuenta de que ella se puso un poco rígida. Pero también me gustó esa aura de seductor viril con la que me gratificaba el Amo con su respuesta insolente.

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