Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (17 page)

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Authors: Henri Troyat

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BOOK: Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo
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Como un eco de las palabras de Rasputín acerca del rechazo de toda negociación de armisticio antes de la derrota de Alemania, el nuevo ministro de Asuntos Extranjeros, Pokrovski, pronuncia un discurso muy firme ante la Duma: «Las potencias de la Entente proclaman su voluntad de proseguir la guerra hasta el triunfo final. Nuestros innumerables sacrificios serían aniquilados por una paz anticipada con un adversario que está agotado pero no abatido todavía». La Duma aplaude. Pero el público todavía no está tranquilizado: una cosa es negarse a firmar la paz; ¡ganar la guerra es otra! En el país se continúa padeciendo hambre, llegan malas noticias del frente y en la política siempre hay imprevistos. Rasputín aparece por encima de las multitudes como la bestia de siete cabezas del Apocalipsis. Y Alejandra Fedorovna, impávida, todavía escribe a su marido para sugerirle que disuelva la Duma, por lo menos hasta febrero, y que tenga más en cuenta los consejos del «padre Gregorio»: «Cree en nuestro Amigo. Hasta los niños (las cuatro grandes duquesas y el zarevich) constatan que nada sale bien cuando no lo escuchamos y, por el contrario, todo se arregla cuando le obedecemos. Nuestro camino es angosto, pero hay que seguirlo rectamente, según la voluntad divina y no según la humana. Sólo hay que considerar las cosas de modo viril y con una fe profunda (…). Te bendigo, te amo, te beso y te acaricio sin fin, mi querido maridito». Al día siguiente, insiste: «No hay que decir: “tengo una voluntad ínfima”. Simplemente te sientes débil, dudas de ti y eres proclive a escuchar a los demás».

Desde hace un tiempo, un cambio fúnebre se opera en el pensamiento de Rasputín. A pesar de las pruebas de ternura y veneración que le prodiga la Zarina, siente alrededor como un olor de muerte. Después de haberse enorgullecido de la cantidad de sus enemigos y de su incapacidad para hacerlo caer, se siente bruscamente cansado del combate que libra día tras día. La jauría que ladra a sus talones no cede ni una pisada. Empieza a creer que terminará por atacarlo y despedazarlo. Mientras está de fiesta con sus amigos, al son de una orquesta gitana, una sombría premonición le hiela la sangre en las venas. Todo se decolora alrededor. El vino tiene gusto a ceniza. Las mujeres que le ofrecen sus labios son sanguijuelas. Entonces aumenta la dosis de alcohol para superar ese debilitamiento. Una vez ebrio, ya no tiene miedo de nada. Pero su euforia no dura más que una noche. Al alba, sus dudas lo asaltan de nuevo. Su secretario, Aron Simanovich, refiere que una noche de abatimiento le confió un testamento destinado a Sus Majestades: «Presiento que dejaré la vida antes del 1.º de enero. Quiero hacer saber al pueblo ruso, a Papá (el Zar), a la Madre rusa (la Zarina) y a los niños, a la tierra rusa lo que deben emprender. Si me matan vulgares asesinos, sobre todo por mis hermanos, los campesinos rusos, tú, Zar de Rusia, no tendrás nada que temer por tus hijos. Pero si me matan los boyardos, los nobles, y derraman mi sangre, sus manos quedarán manchadas por mi sangre durante veinticinco años. Deberán abandonar Rusia. Los hermanos se levantarán contra los hermanos, se matarán entre ellos y se odiarán, y, durante veinticinco años no habrá más nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el sonido de la campana que te anunciará que Gregorio ha sido muerto, sabe que, si es uno de los tuyos el que ha provocado mi muerte, ninguno de los tuyos, ninguno de tus hijos vivirá más de dos años. Serán muertos por el pueblo ruso (…). Yo seré muerto. No estoy más entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia».
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Pocos meses antes, cuando volvía de la misa de Pascua con sus dos hijas y la familia imperial, Rasputín tuvo un vértigo y se desplomó, dando un grito sordo, en los almohadones de la calesa que lo transportaba. El coche se detuvo ante una iglesia. Repuesto de su malestar, el
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dijo a María y a Varvara, que, enloquecidas, lo acosaban a preguntas: «No se asusten, palomas mías. Simplemente acabo de tener una horrible visión: mi cadáver yacía en esta capilla y, durante un minuto, sentí físicamente mi agonía… ¡Qué agonía…! Recen por mí, amigas mías, mi hora se acerca».

A pesar de esos presentimientos repetidos, no piensa en abandonar Petrogrado por su apacible aldea de Pokrovskoi. Aun si tuviera la posibilidad de escapar al fin trágico que lo asecha, se negaría a hacerlo. Le parece que la fecha de la muerte está inscrita en el calendario de Dios desde el nacimiento. Con una vanidad lúgubre piensa que, así como Cristo supo, mucho antes del suplicio, que sería crucificado, debe ser muerto a la hora señalada, por las manos elegidas, para que su nombre resplandezca para siempre jamás por encima de la estepa rusa. Puesto que su asesinato es tan necesario como las otras peripecias de su existencia, debe continuar gozando de la vida antes de comparecer ante el Señor que ha previsto todo, querido todo, ordenado todo y perdonado todo.

XI
La estocada

Cuando tiene lugar la tumultuosa sesión del 19 de noviembre de 1916 en la Duma, un hombre, sentado en la galería reservada al público, escucha el virulento discurso del diputado Purichkevich con la atención de un fiel ante un predicador apostólico. Todas las imprecaciones lanzadas contra el infame Rasputín, enlodador de la pareja imperial y destructor de la Rusia en guerra, excitan en él los sanos fervores del fanatismo. Lo que aquí se dice, él lo ha dicho cien veces a sus amigos, con menos elocuencia. El príncipe Félix Felixovich Yusupov, de veinticinco años de edad, pertenece a una de las familias más nobles y ricas del país. Una infancia demasiado regalada ha hecho de él un ser ambiguo, caprichoso, perezoso e impulsivo. Desde su más tierna edad se ha sentido atraído por las imágenes del vicio y de la muerte. Basta con que una obra de arte sea insólita para que él declare su afinidad con ella. Se pretende dandi tanto en sus ideas como en la forma de sus uñas o los bucles de su peinado. De silueta esbelta, rostro fino y mirada lánguida, durante su adolescencia le gustaba disfrazarse de mujer. Pero no por eso desdeña a las mujeres. Simplemente lo irritan porque exigen, por atavismo o por educación, que se las rodee de atenciones ridículas. «Habituado a ser yo el adulado», escribirá, «me cansaba en seguida de cortejar a una mujer. La verdad es que yo no amaba más que a mí mismo».
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Su posición social le permite afirmar su homosexualidad, aunque respetando un mínimo de conveniencias. Frecuenta tanto los restaurantes gitanos elegantes como los círculos aristocráticos de Petrogrado y de Tsarskoie Selo. Los grandes duques lo consideran como uno de ellos. En el curso de esos bailes, esos picnics, esas cenas con música y esos espectáculos de gala, traba amistad con el gran duque Dimitri Pavlovich, tres años menor que él. Ambos sucumben mutuamente al encanto del otro y se hacen inseparables. El Zar y la Zarina, que sienten un profundo afecto por Dimitri, se inquietan ante esas relaciones equívocas. Los rumores que corren acerca de la pederastía de Yusupov han llegado hasta ellos. Éste, que regresa de un período de estudios un poco frivolo en Oxford, parece más decidido que nunca a desafiar la opinión pública. El Emperador piensa que ese es el momento oportuno para detener esas extravagancias. Prohibe a Dimitri encontrarse con su amigo, aun a escondidas, y la Emperatriz aconseja a Félix que contraiga matrimonio, lo que acallará las habladurías. Por suerte, el joven ha conocido mientras tanto a la bella princesa Irina Romanova,
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sobrina del Zar, y, olvidando sus gustos de la víspera, se enamora de ella. Jugando limpio, no le disimula nada de sus antiguas preferencias; ella no se muestra inflexible con sus desviaciones y la boda se celebra, con la aprobación imperial, el 22 de febrero de 1914. Dimitri, abandonado, siente celos y después se resigna. En cuanto a Félix, se pavonea alegremente en su nuevo estado de esposo, sin renunciar sin embargo a su afición extremada por todo lo que le recuerda las delicadezas del arte y el vértigo de la nada.

Ahora bien, la familia Yusupov se ha colocado en bloque entre los adversarios encarnizados de Rasputín. Desde el comienzo de la guerra, Félix está inmerso en una atmósfera de hostilidad sistemática hacia el
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y el «partido alemán» que, se dice, contamina la corte. ¿No es a instigación de esta camarilla que el príncipe Yusupov, su padre, ha sido relevado en 1915 de sus funciones de gobernador de Moscú? ¿Y la Zarina no ha desairado, bajo la misma influencia, a la princesa Zenaida Yusupova cuando ésta quiso ponerla en guardia contra el taumaturgo? «¡Espero no volver a verla!», le ha espetado secamente al final de su conversación. Semejantes afrentas no pueden olvidarse. Instalada en su propiedad de Crimea, la princesa Zenaida escribe a su hijo para enterarlo de su plan concerniente al salvamento de Rusia. Según ella, es necesario «alejar al gerente» (así designan al Zar en el lenguaje convencional de los Yusupov) durante toda la duración de la guerra y obtener la «no intervención» de la Zarina en los asuntos del Imperio. (Carta del 25 de noviembre de 1916.) (Yusupov). El 3 de diciembre, le insiste a Félix: «Será muy fácil ponerla [a la Emperatriz] de manera que no pueda perjudicar declarándola enferma […]. Esto es indispensable y hay que apresurarse». En cuanto a Rasputín, sugiere, con medias palabras, exiliarlo o suprimirlo físicamente.

Poco a poco, inspirado por los designios de su familia y sus relaciones, en el cerebro de Yusupov se forma el proyecto de un asesinato patriótico. Su inclinación morbosa lo empuja a deleitarse con semejante acto. Saborea el contraste entre el diletantismo mundano de su vida y el horror del asesinato que se propone perpetrar. Un esteta disfrazado de verdugo. El casamiento de la orquídea y el estiércol. Perseguido por esta idea fija, hace alusiones ante hombres políticos que, prudentes, se apartan. En cambio un militar, el capitán Sukhotin, herido de guerra y convaleciente en Petrogrado, es de su misma opinión. Se encuentra igualmente con el gran duque Dimitri, su amigo de ayer, que vuelve de la Stavka. Este le confiesa que, aun en el Gran Cuartel General, se habla de la necesidad de poner fin a la escandalosa carrera de Rasputín. Pero ¿cómo introducirse en casa del
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, que está bajo la protección constante de la policía? El príncipe, que hace algunos años tuvo ocasión de acercársele, lamenta no haber mantenido relaciones seguidas con él. ¿Qué inventar, qué pretexto invocar para concertar un encuentro a solas?

Ahora bien, he aquí que la señorita Golovina, una rasputiniana segura, le telefonea para anunciarle que el santo hombre desearía verlo en la próxima reunión en casa de su madre. ¿No es un signo del destino? Yusupov exulta. Al dirigirse a ese «examen de pasaje», se esfuerza por ser aún más seductor y buen conversador que de costumbre. Rasputín se siente halagado por las muestras de respeto que le prodiga un miembro de esa alta aristocracia que, por lo común, lo desprecia. Enternecido por la juventud, la elegancia y la falsa alegría de su interlocutor, lo llama de entrada «el pequeño», le pide que interprete romanzas gitanas para él y se marcha persuadido de que acaba de conseguir un nuevo aliado en el entorno del Zar.

Sus relaciones evolucionan pronto hacia una evidente cordialidad. Dominando su repulsión por ese palurdo triunfante, Félix lo visita con frecuencia, primero en casa de la señora Golovina madre, luego en su departamento de la calle Gorokhovaia. Debe dominarse para fingir admiración y simpatía hacia ese hombre execrable. Para ganar su confianza, le implora que lo cure de la fatiga nerviosa que sufre desde hace algunos meses. Rasputín lo hace tenderse en un canapé, lo mira fijamente a los ojos y le roza el pecho con la mano. «Sentí que una fuerza penetraba en mí y que derramaba una corriente cálida en todo mi ser», escribirá. […] «Me deslicé poco a poco en un sopor como si me hubieran administrado un narcótico potente. Sólo los ojos de Rasputín brillaban ante mí: dos rayos fosforescentes que ora se acercaban, ora se alejaban». (Yusupov). Rasputín lo libera de la hipnosis tirándole del brazo. De pie y todavía atontado, el príncipe se pregunta por qué prodigio podrá vencer la fuerza sobrenatural que reside en ese
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. En cuanto a Rasputín, parece encantado del resultado. «¡Esto es gracias a Dios!», dice. «Ya verás, ¡pronto te sentirás mejor!». Y lo invita a ir a verlo cuando quiera.

Las veces siguientes, Rasputín, decididamente inspirado por su visitante, alardea ante él, lanza sentencias absurdas y se vanagloria de su poder casi mágico sobre la pareja imperial: «No hago cumplidos con ellos (el Zar y la Zarina); si no obedecen a mi voluntad, doy un puñetazo en la mesa y me voy. ¡Entonces corren detrás de mí y me suplican que me quede!». Según él, ningún ministro osa hacerle frente: «Todos me deben su situación. ¿Cómo quieres que no me obedezcan?». El sexo femenino también está bajo su dominación viril, según pretende: «Las mujeres son peores que los hombres, ¡hay que empezar por ellas! Yo procedo así, llevando al baño a todas esas señoras. Les digo: “Ahora, desvístanse y laven al
mujik
”. Si andan con vueltas, las convenzo rápido y… ¡el orgullo, querido mío, no dura!». Además: «La Zarina es una soberana plena de sabiduría. Es una segunda Catalina… Pero él, ¿qué es lo que entiende? ¡Es un niño de coro!». Aun reconociendo que en ciertos medios lo detestan, se proclama invencible: «¡A los que gritan contra mí les ocurrirá una desgracia! […] Los aristócratas querrían destruirme porque les obstruyo el camino. En cambio el pueblo me respeta porque, vestido con un caftán y calzando botas gruesas, he llegado a ser el consejero de los soberanos. ¡Es la voluntad de Dios! ¡Esta fuerza me la da Dios!». En cuanto a la guerra, según él, hay que detenerla lo antes posible. La obstinación de Sus Majestades es aberrante. «Él [el Zar] resiste todo el tiempo. Ella [la Zarina] tampoco quiere saber nada […] Si ordeno algo, deben hacer mi voluntad […]. Cuando hayamos terminado con esta cuestión, nombraremos regente a Alejandra durante la minoridad de su hijo. Y en lo que a él concierne, lo enviaremos a descansar a Livadia. ¡Se sentirá muy feliz!».
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En un momento de ebriedad, llega hasta ofrecer a Félix un puesto de ministro después que termine la guerra. Cuando hace esa proposición absurda, su rostro es el de un borracho con delirio de grandezas.

Al verlo, al escucharlo, el príncipe siente que se refuerza en él la tentación de la muerte ritual. Después de esto, la violenta requisitoria de Purichkevich contra el
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en la Duma añade leña al fuego. Hombre de sacudones y de violencias, este diputado de extrema derecha es conocido por su culto de la monarquía, su antisemitismo visceral y su obsesión por los complots revolucionarios. Por todas partes huele intrigas y traiciones. Paladín de la guerra a ultranza, no se contenta con palabras y organiza ambulancias, puestos de socorro y cantinas para los soldados. Con sus ataques contra Rasputín ante la Asamblea Legislativa, ha eliminado los últimos escrúpulos de su joven oyente. Éste se reúne con él en su tren sanitario el 21 de noviembre de 1916. Los dos están de acuerdo en la urgencia de suprimir la «bestia inmunda». Al día siguiente, vuelven a encontrarse en el palacio Yusupov, con Sukhotin y el gran duque Dimitri. Félix expone su plan desde el principio: sugiere atraer a Rasputín a su palacio pretendiendo, para entusiasmarlo, que su mujer está deseosa de conocerlo. En realidad, la princesa Irina está pasando una temporada en Crimea con sus suegros. Pero Rasputín no lo sabe. Muy aficionado a los encuentros femeninos, responderá sin desconfianza a la invitación del príncipe. Falta decidir el medio a emplear para matarlo. Sería imprudente hacerlo a pistola porque el palacio Yusupov está situado frente a una comisaría y los disparos no dejarían de alertar a los agentes. Más que un arma blanca, el veneno representa evidentemente la mejor solución. Después se tratará de disimular el cadáver. Nada más fácil: lo sumergirán en el Neva haciendo un agujero en el hielo. Para prevenir cualquier inconveniente, deciden reclutar a una persona que tenga conocimientos de medicina y que, en caso de necesidad, pueda hacer de chofer. Purichkevich propone recurrir al médico jefe de su destacamento sanitario, el doctor Estanislao Lazovert. Este último, contactado en secreto, acepta participar en un atentado que salvará a Rusia y promete, además, proporcionar el veneno. Ahora los conjurados son cinco: Yusupov, Sukhotin, Purichkevich, el gran duque Dimitri y Lazovert. Todos patriotas dispuestos a arriesgar su reputación y su libertad en nombre del interés del Estado.

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