¿Qué irá a pasar ahora que ha muerto? ¿Cómo hará Rusia para sobrevivir a Rasputín? Verdadero o falso profeta, ha incidido con todo su peso en la historia. Los que han creído en él se sienten huérfanos y no saben a qué santo encomendarse; los que lo han tratado de impostor se preguntan si un milagro podrá todavía salvar a Rusia, enferma de locura colectiva. En realidad, Rusia ha secretado a Rasputín como una fiebre provoca un grano. En el estado de desorden moral en que se encontraban sus compatriotas, su venida era inevitable. Ha sido el producto de un pueblo entero en ebullición. Tal vez un personaje semejante no habría podido surgir en ninguna otra parte más que en esa inmensa comarca de llanuras, de visiones engañosas y de piedad.
Prascovia, la viuda de Rasputín, llegó a San Petersburgo el 25 de diciembre de 1916. Su marido había sido enterrado cuatro días antes. Se reúne con sus dos hijas en el departamento del
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en la calle Gorokhovaia. Pero los vecinos las increpan por las ventanas y las insultan apenas asoman la nariz. Entonces se mudan para escapar del escándalo. Después, como en ninguna parte encuentran refugio contra la maledicencia, se resignan a volver a Pokrovskoi.
Nicolás II ha regresado a la Stavka de Mohilev después del entierro. De nuevo gobierna la Emperatriz. El recuerdo de Rasputín no la abandona. Escribe a su marido: «Nuestro querido Amigo reza por ti en el más allá. ¡Todavía está tan cerca de nosotros! Creo que todo terminará por arreglarse. ¡Para eso, querido, es necesario que te muestres fuerte, que enseñes el puño!». Casi todos los días lleva flores a la tumba del
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y, en los momentos de duda, pide consejo y protección a su memoria. El ministro del Interior, Protopopov, comparte su fe en la permanencia del santo hombre junto a ellos y no titubea en hacer mover las mesas para invocar el fantasma del difunto. Alejandra Fedorovna le agradece que esté siempre de acuerdo con ella, es decir, de acuerdo con el
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, que se expresa desde más allá de la tumba. Se niega a ver que el hombre de gobierno en quien deposita ahora sus esperanzas no está en su sano juicio. Una mujer neurótica y un político que no está en sus cabales dirigen el país en guerra. Ya no pueden apoyarse ni en la alta aristocracia, que se considera burlada en sus derechos, ni en el pueblo, agotado por las privaciones y asqueado por las maniobras del poder. De ese modo, apartada de la sociedad, la Emperatriz lo está igualmente de los parientes de su marido. El aislamiento de Sus Majestades es total.
Temiendo que la Zarina resulte afectada por la enemistad que se manifiesta alrededor de ella, Protopopov le hace enviar diariamente cartas de alabanza por la Okhrana: «Amada soberana nuestra, madre y tutora de nuestro querido zarevich, protegednos contra los malvados. ¡Salvad a Rusia!». Engañada por esas demostraciones de amor por encargo, le declara a la gran duquesa Victoria:
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«Hasta hace muy poco, yo creía que Rusia me detestaba. Ahora comprendo que es sólo la sociedad de Petrogrado la que me odia, esta sociedad corrompida, impía, que no piensa más que en bailar y banquetear, que se ocupa sólo de sus placeres y sus adulterios, mientras la sangre fluye a raudales por todas partes… ¡La sangre…! ¡La sangre…! Ahora, siento la gran dulzura de saber que Rusia entera, la verdadera Rusia, la Rusia de los humildes y los campesinos está conmigo. Si os mostrara los telegramas y las cartas que recibo, lo comprenderíais».
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Alejandra Fedorovna piensa que esa Rusia que la ama es la de Rasputín. Cuando recuerda que, en vida del «Amigo», tenía al alcance de sus ojos a toda Rusia en una sola persona, comprende mejor la magnitud espantosa de su pérdida. Cada incidente de su vida la lleva hacia él. Su actitud a la vez tiránica, nerviosa y alucinada inquieta a quienes la rodean. En los corredores de la Duma se piensa cada vez más a menudo en la posibilidad de internar a la Zarina, deponer al Zar y reemplazarlo por el zarevich bajo la regencia del gran duque Nicolás Nicolaievich. Éste, consultado en secreto, vacila, pide que lo dejen reflexionar, luego rehusa. Algunos diputados se dirigen entonces al gran duque Miguel, hermano menor del Zar. Generales de renombre se unen al complot. Mientras que los soldados caen por millares en el frente por una causa en la que ya no creen, en la retaguardia la autoridad se tambalea, no se sabe con seguridad quién tiene el timón del navío.
El reaprovisionamiento de la capital es irregular; los precios suben y los salarios no los acompañan; el frío agrava la miseria en las viviendas deterioradas y privadas de calefacción; las noticias del frente son malas; se disponen tarjetas de racionamiento; la multitud toma los negocios vacíos por asalto. Desde comienzos de febrero de 1917 estallan revueltas a cada momento. El 23, los sindicatos organizan una manifestación llamada «Jornada internacional de las obreras». Al desfile de las mujeres se han añadido huelguistas, obreros despedidos y hasta desertores que han escapado de las búsquedas. La policía no interviene. Al día siguiente, nueva demostración, banderas rojas a la cabeza. Se canta
La Marsellesa
, se grita; «¡Muerte a Protopopov! ¡Abajo la autocracia! ¡Abajo la guerra! ¡Abajo la zarina alemana!». La policía montada dispersa a los perturbadores, que dejan algunos heridos en el terreno. Al tercer día, la huelga toma una amplitud inquietante. Está orquestada por el Partido Bolchevique. Cierran todas las fábricas. La policía tira sobre los grupos tumultuosos. El 26, domingo, la ciudad parece más tranquila y Nicolás II, negándose a creer en una revolución, se contenta con enviar de la Stavka el siguiente telegrama al general Khabalov, nuevo comandante de Petrogrado: «Ordeno hacer cesar desde mañana en la capital los desórdenes que no se pueden tolerar en esta hora grave de la guerra contra Alemania y Austria».
El 27 de febrero, lejos de aplacarse, la insurrección se propaga a los cuarteles. Los regimientos de la Guardia Imperial se sublevan uno tras otro. En realidad, esos soldados ya no tienen nada en común con las tropas de élite que poco antes aseguraban la gloria y la perennidad del imperio. Se trata de reservistas recientemente movilizados, pertenecientes a clases entradas en años y cuya principal preocupación es salvarse de que los envíen al frente. Todos están hartos de la guerra y la disciplina los tiene sin cuidado. Siguiendo el ejemplo del regimiento Pavlovski, de los guardias de Volhynia, de Lituania y de Moscú, los regimientos Preobrajenski y Semionovski se desparraman por la calle sin sus oficiales, sin sus banderas, y fraternizan con el pueblo. Seguros de su fuerza y de la justicia de sus derechos, los sublevados embisten la ciudadela de San Pedro y San Pablo, abren las puertas de las prisiones, prenden fuego al Palacio de Justicia, se apoderan del Arsenal y distribuyen fusiles a la multitud. Muy pronto, una turbamulta delirante marcha sobre el palacio de Tauride donde los diputados, sin poder salir, esperan ser exterminados. Kerenski se lanza a la delantera de los insurgentes, los arenga, los felicita y los invita a arrestar a los ministros y a ocupar todos los puntos estratégicos de la ciudad. Un «comité provisorio» de doce miembros es nombrado en el acto y su presidente, Rodzianko, se encarga de exigir al Zar la constitución de un «ministerio de confianza». Al mismo tiempo, en otra sala del palacio de Tauride, está reunido el primer soviet de los obreros y soldados, dominado por el ardiente Kerenski.
No hay más jefes ni prohibiciones ni tradiciones. En cinco días, la calle ha triunfado. Los burgueses, enloquecidos, sujetan banderas rojas en sus ventanas para ganarse la benevolencia del populacho. Los automóviles requisados recorren la ciudad, repletos de individuos armados que tiran al aire. Se detiene a cualquiera, por cualquier motivo, ante la denuncia de un vecino. Obreros furibundos arrancan los emblemas imperiales de la fachada de los palacios y de los negocios. Hay más águilas bicéfalas en la acera que en el frontón de los edificios públicos. Los oficiales retiran de sus charreteras el monograma del Emperador. El saludo militar es abolido por los hombres de la tropa. A los ojos del nuevo poder, todas las jerarquías son sospechosas.
Por fin consciente del peligro, la Zarina telegrafía a su marido: «Concesiones inevitables. Los combates de las calles continúan. Varias unidades han pasado al enemigo». Esta vez, Nicolás II se resigna a dejar el Gran Cuartel General para dirigirse a Tsarskoie Selo. Pero el tren imperial, que partió de Mohilev la noche del 28 de febrero, se encuentra con dos compañías armadas con cañones y ametralladoras que le niegan el paso. El Zar piensa entonces alcanzar Moscú, la ciudad de la coronación. Pero le informan que la segunda capital también ha caído en manos de los rebeldes. No sabiendo adonde ir, decide replegarse hacia Pskov, cuartel general de los ejércitos del norte, comandados por el general Ruzski. Llega el 1.º de marzo de 1917 para enterarse de que la Duma ha procedido, por propia determinación, a la constitución de un gobierno provisional, con el príncipe Lvov como presidente. Mantenido, hora por hora, al corriente de los acontecimientos, el general Alexeiev, jefe de estado mayor del Gran Cuartel General de Mohilev, toma la iniciativa de invitar a los generales que comandan los diferentes cuerpos de ejército a que soliciten del Emperador su abdicación inmediata por la salvación del país. Sus respuestas son trasmitidas rápidamente a Pskov. Todas, incluida la del gran duque Nicolás Nicolaievich, virrey del Cáucaso, insisten en que Su Majestad obedezca al deseo de los oficiales superiores y deponga la corona. Ante esa unanimidad en la condena, Nicolás II, agobiado, humillado, acepta retirarse en favor de su hijo Alexis, de doce años y medio de edad. Pero, avisado de que los diputados Guchkov y Chulguin se presentarán ante él con el fin de discutir la cuestión, prefiere esperar su llegada para firmar el acta de abdicación previamente redactada por Alexeiev.
Los dos delegados de la Duma llegan con la sensación de vivir horas históricas. Tienen rumores terribles de Petrogrado. Muy calmo, Nicolás II los recibe en su vagón y los tranquiliza: tiene verdaderamente la intención de dimitir. Pero, en el intervalo, su médico personal, el doctor Fedorov, le ha hecho notar que la salud precaria de su hijo es un obstáculo para que reine un día. El Emperador abdica, por lo tanto, en favor de su hermano menor, Miguel. Esta decisión satisface a Gutchov y Chulguin, que regresan a la capital seguros de que la renuncia del Zar va a calmar a los amotinados. Lamentablemente, no es así. Cuando los delegados bajan del tren en la estación de Petrogrado y anuncian a la multitud que Miguel va a suceder a Nicolás, sus declaraciones son recibidas con abucheos: «¡Abajo los Romanov! ¡Nicolás y Miguel son la misma cosa! ¡El rábano blanco es lo mismo que el negro! ¡Basta de autocracia!». A pesar de todo, la Duma piensa someter el problema al gran duque Miguel que, en realidad, no tiene ningún interés en acceder al trono en semejante clima de desorden. Prefiere desistir a su vez y se inclina oficialmente ante la autoridad de la futura Constituyente, cuyas elecciones tendrán lugar en algunos meses.
De regreso hacia Mohilev, Nicolás II, herido por la negativa de su hermano, anota en su diario íntimo: «Alrededor de mí no hay sino bajeza, cobardía y engaño». Otra vez en el Gran Cuartel General, entrega el mando supremo de los ejércitos al general Alexeiev. Ahora su única esperanza es que su desaparición provoque un despertar patriótico de Rusia y apresure el final de la guerra. La Emperatriz viuda, que acudió de Kiev a Mohilev, intenta reconfortar a su hijo privado del poder. Después de una larga conversación entrecortada con suspiros y lágrimas, Nicolás sube a su tren, estacionado frente al que utilizó su madre para venir. Vuelve a Tsarkoie Selo ya no como monarca sino como simple ciudadano. Un oficial ruso cualquiera. Del otro lado de la vía, María Fedorovna, de pie y llorando en la ventana de su vagón, lo bendice con grandes señales de la cruz. El 8 de marzo de 1917, él dirige un último mensaje a las tropas, recomendándoles someterse al gobierno provisional y combatir hasta la victoria.
Apenas llega a Tsarskoie Selo comprueba su soledad y su decadencia. Cuando se presenta ante las rejas del palacio, los centinelas se niegan a dejarlo entrar sin una orden del oficial de guardia. Éste aparece en la escalinata y grita: «¿Quién vive?». «¡Nicolás Romanov!», anuncia el centinela. «¡Déjenlo pasar!». Al fin está en medio de su familia. Los esposos se arrojan el uno en brazos del otro. La Zarina murmura entre dos sollozos: «¡Perdóname, Nicolás!». Él responde: «¡Soy yo, yo solamente el culpable de todo!».
Apenas Alejandra Fedorovna se reencuentra con su marido en Tsarskoie Selo, un nuevo golpe termina de desampararla. Había deseado transformar el departamento de Rasputín en un santuario dedicado a la gloria de «nuestro Amigo». Pero la violencia de los acontecimientos le impide poner en ejecución ese piadoso proyecto. El gobierno provisional no tiene ningún respeto por la memoria del Hombre de Dios. Muy pronto, el diario
Las Noticias Rusas
publica una información lacónica: «El departamento donde vivía Gregorio Rasputín y todo su mobiliario acaban de ser comprados por el señor Varenne, propietario del café El Imperio».
Poco después, otra catástrofe sacude a los huéspedes del palacio de Tsarskoie Selo: no sólo es profanada la vivienda del
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sino que también se ensañan con sus despojos mortales. Obedeciendo a una orden del gobierno provisional, un grupo de soldados desentierra el féretro de Rasputín y lo coloca en una caja que había servido de embalaje de un piano. Luego lo transportan a Petrogrado y lo depositan en un rincón de las antiguas caballerizas imperiales. Al día siguiente, cargan la caja en un camión para sacarla de la ciudad. Kerenski ha dado instrucciones de inhumar el cuerpo en «algún lugar en el campo». En el camino, el camión sufre un desperfecto cerca de Lesnoi, en las afueras de la capital. Los curiosos se reúnen y exigen inspeccionar la caja. Cuando aparece el féretro, lo abren. Ante el cadáver de rostro apergaminado y ennegrecido, el delegado del Comité Permanente de la Duina, un tal Kupchinski, decide que hay que rociarlo con nafta y prenderle fuego allí mismo. Se eleva una enorme llama. La cremación, sobre una hoguera improvisada con árboles derribados en los alrededores, dura seis horas. Las cenizas son dispersadas al viento. Con fecha del 10 de marzo, Kupchinski levanta un acta que firman todos los participantes en la incineración. La Zarina ve en ese auto de fe sacrilego la prueba de que Rasputín es realmente un mártir digno de la veneración de las generaciones futuras.