Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (8 page)

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Authors: Henri Troyat

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BOOK: Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo
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A la desesperada, Gutchkov decide vaciar el absceso por medio de una intervención radical de la Duma. Redacta una moción a la que se unen en seguida cuarenta y ocho firmantes, y el 26 de enero de 1912 interpela a Makarov, ministro del Interior, acerca de la incautación irregular de los órganos de prensa hostiles a Rasputín. Durante la discusión del presupuesto del Santo Sínodo, lleva más lejos la invectiva y exclama: «¡Usted sabe qué drama penoso está viviendo Rusia…! En el centro de este drama se encuentra un personaje enigmático y tragicómico, una especie de aparecido del otro mundo o el último producto de siglos de ignorancia… ¿Por qué medios ha accedido este hombre a esa posición central y acaparado tal poder que, ante él, se inclinan los más altos dignatarios del poder temporal y espiritual?».

Irritado por la audacia de los charlatanes de la Duma, Nicolás II ordena que no se hable más de Rasputín durante las sesiones de la Asamblea. Temiendo que esa prohibición hiera la susceptibilidad de los diputados y desencadene un descontento aun mayor contra la monarquía, el presidente Kokovtsev pone en guardia al Zar contra una medida tan rígida y le sugiere, como otros lo habían hecho antes que él, que envíe al indeseable de vuelta a su Siberia natal. Impávido, el Emperador responde: «Hoy exigen la partida de Rasputín y mañana se quejarán de otro y exigirán igualmente su partida». Sin embargo, acepta que Kokovtsev se encuentre con el
staretz
y le hable explicándole que sería de interés para él alejarse de la capital.

La entrevista tiene lugar a mediados de febrero de 1912. El presidente del Consejo tiene una impresión desfavorable y escribirá en sus Memorias: «Rasputín me pareció un típico vagabundo siberiano, inteligente pero haciéndose el tonto, el loco de Dios, según un papel aprendido. Físicamente, no le faltaba más que el uniforme de condenado a trabajos forzados». Kokovtsev le dice todo eso al Emperador en palabras veladas. Nicolás II, la mirada lejana, apenas lo escucha. Está visiblemente exasperado al oír denigrar de distintos lados a un hombre en quien su mujer y él han depositado su confianza de una vez por todas. Según él, las pretendidas desviaciones de Rasputín son sólo un pretexto inventado por los enemigos de la monarquía para ensuciar a la familia imperial. ¿Desde cuándo un zar debe sufrir en silencio que lo critiquen? ¿Él es sí o no el dueño absoluto de su destino y del de la nación? ¡Ni Pedro el Grande ni Catalina II ni Nicolás I ni Alejandro III habrían tolerado semejante invasión de sus prerrogativas autocráticas!

Ahora bien, entretanto, el
staretz
, inquieto por las proporciones alcanzadas en pocos días por el escándalo, se ha resignado de nuevo a partir, con la cabeza baja, hacia Pokrovskoi. Pero, en su ausencia, el asunto resurge. Temiendo que vuelva llamado por la Zarina, Rodzianko, el presidente de la Duma, patriota y monárquico hasta la médula, decide consagrarse a sacar al Zar de las garras de un impostor sin escrúpulos. Confiado en su misión, reúne informes sobre las supuestas relaciones de Rasputín con la secta de los
khlysty
, la francmasonería y los medios judíos progresistas, interroga a los testigos de la violenta escena con Hermógenes, reúne todos los artículos de prensa que tratan acerca de ese tema escabroso y se hace entregar una copia de las famosas cartas de la familia imperial. El 20 de febrero de 1912, es recibido Por Nicolás II y durante dos horas le expone sus razones para considerar al «padre Gregorio» como un individuo peligroso para el trono. El Zar escucha esas frases alarmistas con su impasibilidad habitual, despide al visitante sin mostrar la menor contrariedad y, al día siguiente, le hace llegar el expediente del Santo Sínodo del que resulta que Rasputín no pertenece a la cofradía incriminada. En lugar de interpretar ese paso como una forma de no aceptación, Rodzianko se imagina que, al darle a conocer una pieza de semejante importancia, el soberano lo invita a proseguir sus investigaciones. Piensa que, aun si la acusación de afiliado a los
khlysty
ha sido levantada, quedan todas las otras. Por lo tanto, Su Majestad le da una muestra de satisfacción instándolo a perseverar en esa tarea de salubridad pública. Inmediatamente, la cancillería de la Duma es puesta a colaborar. Los secretarios de la Asamblea copian páginas y páginas de documentos comprometedores. El ingenuo organizador de esa «gran lejía» se vanagloria en la ciudad por los resultados ya obtenidos y por la confianza que Su Majestad demuestra hacia él. Cuando su trabajo está terminado, solicita una nueva audiencia. Nicolás II se niega a verlo y le ruega que le someta sus conclusiones por escrito. Algo despechado, Rodzianko lo hace el 8 de marzo. Nunca más oirá hablar del informe redactado por él con tanto celo.

En cuanto a la Emperatriz, ésta se contenta con telelgrafiar a Rasputín con el fin de exigirle explicaciones sobre la correspondencia de la familia imperial, de la que hay copias sobre todas las mesas. Él protesta con vigor declarando su inocencia: esas cartas, que él venera como reliquias, le han sido robadas, dice, por el despreciable Eliodoro. Sus enemigos no saben qué inventar para perjudicarlo. Él no es ni un khlyst ni un fornicador ni un renegado sino un hombre enteramente consagrado a Cristo y a la familia imperial. Alejandra Fedorovna no pide más que creerle. Se consume por él. Con el consentimiento de su marido, lo hace volver a Tsarskoie Selo. El 13 de marzo lo encuentra en casa de Anna Vyrubova. Y el 16 de marzo, el Zar, la Zarina y sus hijos se dirigen a Crimea.

Rasputín no ha sido invitado. Pero, con la complicidad de Anna Vyrubova, sube clandestinamente al tren imperial. Como era de esperarse, un policía del servicio de seguridad avisa al Zar sobre la presencia del
staretz
en uno de los vagones del convoy oficial. Para evitar nuevas habladurías, Nicolás II lo hace bajar entre San Petersburgo y Moscú. ¡No importa: el «padre Gregorio» tomará el tren siguiente! En el camino, puede preguntarse si no sería mejor, por su tranquilidad personal, volver a Pokrovskoi en lugar de aferrarse así a Sus Majestades. Pero eso sería reconocer la victoria de sus enemigos, que son los de la Zarina. Tiene el deber de protegerla a ella, a su marido, a sus hijos. Él es un soldado de Dios y, como tal, le está prohibido desertar. Su verdadera familia no es la que vive en Pokrovskoi sino aquella con la que va a reunirse a orillas del mar Negro. ¡Además, la vida en San Petersburgo, en Tsarskoie Selo y en los otros lugares de veraneo es tan agradable! Él disfruta de los placeres del gran mundo mientras denuncia su vanidad. ¿Cómo aceptar exiliarse en su aldea cuando, aparte de algunos envidiosos, tanta gente de elevada posición, tantas mujeres sobre todo, buscan su compañía? Aun después de su peregrinaje a Jerusalén no ha cambiado su divisa: disfrutar de la existencia para mejor servir a Dios. El Altísimo no condena al hombre que sacia su hambre con un trozo de pan blanco. ¿Por qué habría de condenarlo cuando satisface otra necesidad natural, la de unirse carnalmente a una mujer? ¿Por qué lo que se le permite al estómago no se le permitiría al sexo? ¿Por qué habría una parte del cuerpo que disgustaría al Creador? Dios es lógico, por lo tanto es tolerante. ¡Son los sacerdotes los que embrollan todo!

Rasputín llega a Yalta tres días después que Sus Majestades. Un diario local,
La Riviera Rusa
, anuncia que se hospeda en el hotel Rossia, el palacio del lugar. El Zar, la Zarina, las grandes duquesas, el zarevich lo reciben como un amigo injustamente acosado por los malvados. Festeja Pascuas a su sombra. En seguida se propagan los comentarios malévolos entre los clientes del balneario. Tiene el diablo en el cuerpo, dicen. La Zarina no puede estar sin su
mujik
, ni como confesor ni como amante. Olfateando esos rumores, Nicolás II hace comprender a Rasputín que atándose a los pasos de la familia imperial corre el riesgo de comprometerla para siempre. Aunque le cueste, es necesario que el santo hombre tenga el coraje de desaparecer.

De mala gana, el
staretz
hace sus valijas y parte hacia Siberia. Para consolarlo, le afirman que la separación será corta. En realidad, no experimenta mucha inquietud por su porvenir: pase lo que pase, Sus Majestades no intentarán reemplazarlo. Por primera vez, un agente de la Okhrana está encargado de acompañarlo durante su viaje. ¿Para protegerlo o para vigilarlo? Las dos cosas a la vez, sin duda. Rasputín no sabe si debe sentirse orgulloso o contrariado. En todo caso, desde ese momento su decisión está tomada: no volverá a San Petersburgo antes de ser llamado como un salvador.

VI
El milagro

El 19 de septiembre de 1912, luego de una larga estada en Crimea, la familia imperial se traslada a la reserva forestal de Bielowiege, en Polonia. Cazador apasionado, Nicolás II piensa abatir algunos de los últimos uros de Europa, que han sido reunidos allí para su entretenimiento. No obstante, no desdeña la caza menor y anota en su carné hasta la cantidad de patos muertos en el día. Pero, poco después de la llegada de Sus Majestades al lugar, el zarevich da un paso en falso al salir de un bote y se golpea la cadera izquierda contra la horquilla de un tolete. En el lugar de la contusión aparece un ligero tumor. Felizmente, el hematoma se reabsorbe bastante rápido y, el 16 de septiembre, la familia deja Bielowiege y se dirige a Spala, otro coto de caza imperial. Al comprobar que el niño parece completamente curado, su madre y Anna Vyrubova lo llevan a pasear en coche. No han previsto las sacudidas de la calesa en los malos caminos de los alrededores. El 2 de octubre, el estado del Pequeño Alexis empeora súbitamente. Se declara una hemorragia interna del mismo lado, a la izquierda, en las regiones ilíaca y lumbar. La temperatura sube a treinta y nueve grados y el pulso a ciento cuarenta y cuatro. Los dolores provocados por la hinchazón son atroces. El niño se acurruca y se acuesta sobre el vientre buscando la mejor posición en la cama. La tez pálida, los ojos desorbitados, la mandíbula temblorosa, gime hasta quedar ronco. Trastornados y no osando hacer nada por temor a agravar su estado, los médicos de siempre, Botkin y Fedorov, hacen venir de San Petersburgo al cirujano Ostrovski y al pediatra Rauchfuss. Estos declaran que no pueden operar el hematoma porque se correría el riesgo de aumentar la hemorragia.

Ante la impotencia de los médicos, Alejandra Fedorovna cae en una desolación neurótica. Está convencida de que su hijo va a morir. Y eso es por su culpa. ¿Acaso no es ella quien le ha trasmitido ese mal horrible? Además, ha pecado por negligencia, por despreocupación. Si no hubiera consentido en la partida de Rasputín, tal vez Dios habría escuchado su pedido de auxilio. Se retuerce las manos, solloza, reza y no se separa de la cabecera de Alexis. Ya corren rumores alarmantes que, llevados por los criados, circulan por el país. Se susurra que el zarevich ha sido víctima de un atentado. Para terminar con las habladurías, el Zar autoriza al conde Fredericks, ministro de la corte, a publicar boletines acerca de la salud del niño, pero sin mencionar que se trata de un caso de hemofilia. Esa clase de comunicados a los diarios es una innovación, porque no se estila hacer llegar al conocimiento público las enfermedades de la familia imperial. Apenas divulgada, la noticia es interpretada como el anuncio del fin próximo del heredero del trono. En todas las iglesias se celebran oficios religiosos por su curación. El 10 de octubre recibe los últimos sacramentos. A punto de perder el conocimiento, murmura a sus padres:\1«\2»\3 Es demasiado para la madre. Puesto que ni los médicos ni los sacerdotes pueden hacer algo por su hijo, se vuelve hacia el único hombre capaz de hacer un milagro: Rasputín. El 12 de octubre, por orden de la Emperatriz, Anna Vyrubova telegrafía al
staretz
: «Médicos desesperados. Vuestras plegarias son nuestra única esperanza».

Rasputín recibe el telegrama el mismo día, a mediodía. Está a la mesa con su familia. Su hija mayor, María, le lee el mensaje. Él se pone de pie inmediatamente, se dirige al salón donde están expuestos los iconos más venerables de la casa y dice a María, que lo acompaña: «Paloma mía, voy a intentar cumplir el más difícil y misterioso de los ritos. Es necesario que lo lleve a cabo con éxito. No tengas miedo y no dejes entrar a nadie… Tú puedes quedarte si lo deseas, pero no me hables, no me toques, no hagas ningún ruido. Reza únicamente». Luego, poniéndose de rodillas ante las imágenes santas, exclama: «¡Cura a tu hijo Alexis, si esa es Tu voluntad! ¡Dale mi fuerza, oh, Dios, para que él la utilice para su curación!». Mientras habla, su rostro está iluminado por el éxtasis, un sudor abundante corre por su frente y sus mejillas. Jadea, víctima de un sufrimiento sobrenatural y cae de espaldas sobre el piso, con una pierna doblada y la otra tiesa. María escribirá: «Parecía debatirse en una espantosa agonía. Yo estaba segura de que moriría. Después de una eternidad, abrió los ojos y sonrió. Le ofrecí una taza de té helado que bebió ávidamente. Pocos instantes después, volvía a ser él mismo». (María Rasputín, ob. cit.).

Ahora Rasputín está tranquilo acerca de la suerte del zarevich. Cree que las contracciones musculares sufridas por él durante su encantamiento son las últimas sacudidas de la tortura de Alexis. Ha liberado al niño asumiendo su mal ante la mirada de Dios. Es así como obran los chamanes cuando quieren aliviar a un paciente de los tormentos de su cuerpo o de su alma. Lo reemplazan por el pensamiento, se hacen cargo de su suplicio físico o espiritual, le quitan momentáneamente su yo para restituírselo intacto después de la curación. Rasputín aprendió ese método de transferencia del dolor por telepatía durante sus peregrinaciones de juventud entre los buriatos, los yakutas y los kirghises, añadiendo a su magia pagana toda la del cristianismo. Al contacto con ellos se convirtió a su vez en un chamán, un visionario, un remolcador de naves a punto de perderse. En verdad, esos adivinos primitivos, un poco brujos, lo han informado acerca de los poderes del espíritu enfrentado a la materia mejor que los sacerdotes cuyos sermones ha tenido ocasión de escuchar. Si la Iglesia le ha enseñado la manera oficial de hablar a Dios, ellos le han revelado la comunión de los corazones a través del espacio. Ahora puede manifestarse a distancia, como ellos. Ha adquirido el don de simultaneidad y de ubicuidad. Aunque instalado en Pokrovskoi, en su isba, en familia, ahora está en Spala, a la cabecera del enfermito. Adivina su presencia en todos los nervios, en todos los músculos de su cuerpo robusto. Al final de ese encantamiento, que es una mezcla de súplica y exorcismo, de brujería y oración, va a la oficina de correos y telegrafía a la Emperatriz: «La enfermedad no es tan grave como parece. Que los médicos no lo hagan sufrir».

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