Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (7 page)

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Authors: Henri Troyat

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BOOK: Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo
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V
Jerusalén

Con el fin de prepararse para la revelación suprema de los lugares santos, Rasputín se dirige ante todo a la laura de Kiev, inspecciona las grutas sagradas y escucha los cánticos en las diferentes iglesias tratando de escapar, según dice, de\1«\2»\3 Luego llega a Odesa y se embarca en un vapor entre seiscientos peregrinos de Rusia. En el mar admira el juego de las olas que llega hasta perderse de vista, lo que lo lleva a la idea de la presencia divina en todos los espectáculos de la naturaleza. Consigna esas meditaciones, de una pomposa candidez, en cartas escritas en galimatías y destinadas a Anna Vyrubova. De ese modo, está seguro de no ser olvidado durante su ausencia. En efecto, Anna lee los mensajes a las otras admiradoras del santo hombre, que las copian y las reparten piadosamente alrededor de ellas. El conjunto de esas banalidades en jerigonza, una vez corregido y retocado, será editado en 1916 bajo la forma de una plaqueta de lujo titulada
Mis pensamientos y mis reflexiones
. Sin cesar de comentar su viaje para las queridas adeptas que ha dejado en San Petersburgo, Rasputín visita Constantinopla, hace sus devociones en la basílica de Santa Sofía, se recoge ante la capilla de san Juan Evangelista y la osamenta de san Efim, retoma el barco para Esmirna, Rodas, Trípoli, Beirut y, por fin, desembarca en Jaffa, donde vivió el profeta Elías. Siente gran impaciencia por llegar a Jerusalén. Al acercarse al Santo Sepulcro, no puede dominar los latidos de su corazón ante «esta tumba», escribe, «que es una tumba de amor». Su emoción se acrecienta en el Gólgota, en el huerto de Getsemaní, en todos los lugares en los que Jesús holló el suelo antes de morir crucificado. «¡Que Dios me otorgue buena memoria para no olvidar jamás este instante!», exclama. «¡En qué creyente se convertiría cada hombre aun si permaneciera aquí sólo algunos meses!». Una semana antes, los católicos habían celebrado su Pascua en Jerusalén. Nacionalista hasta en la religión, Rasputín señala severamente que, durante esas manifestaciones de piedad, los fieles de la Iglesia romana tienen aspecto de ser menos fervientes y menos alegres que los de la Iglesia rusa. «Los católicos no parecen para nada alegres», afirma, «en tanto que en nuestras fiestas el universo entero y hasta los animales se regocijan. ¡Oh, qué felices somos los ortodoxos y qué hermosa es nuestra fe, mucho más hermosa que todas las demás! Los rostros de los católicos permanecían taciturnos durante el día de Pascua, por eso pienso que sus almas tampoco se alegran». Sin embargo, dirige una crítica al clero de Rusia: «Nuestros obispos son todos instruidos y ofician con magnificencia, pero no son simples de espíritu. Ahora bien, el pueblo sigue sólo a los simples de espíritu». Al formular esta máxima, es evidente que piensa en sí mismo. En Jerusalén más que en San Petersburgo, se persuade de que sólo la humildad puede corregir el alma del cristiano. Dios detesta el orgullo y perdona todo a la simpleza. Para llegar hasta Él es necesario volver a ser vulnerable e ignorante como un niño que no va a la escuela. Los excesos del saber perjudican el ejercicio de la fe. Una cabeza bien guarnecida no vale lo que un corazón desnudo y sincero.

Al recibir esos preceptos de un evangelismo primitivo, los émulos de Rasputín se deleitan. A la cabeza está Anna Vyrubova, que continúa pregonando la radiante santidad del
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Gregorio. Es ella quien informa a la Emperatriz acerca de los actos y pensamientos del ausente. Gracias a su intervención, Rasputín obtiene del Zar, a distancia, que Eliodoro sea restablecido en sus funciones. Stolypin, al contrario, siente que su poder se tambalea bajo los golpes de la extrema derecha. El 22 de marzo de 1911, a continuación de varios diferendos políticos, dimite Gutchkov, el presidente de la Duma, y lo reemplaza Rodzianko. Por su parte, El Santo Sínodo sigue exigiendo que Eliodoro abandone Tsaritsyn por el convento de Novosil. El Jerónimo lo hace a disgusto, luego se escapa, vuelve a la ciudad de su predilección y se encierra en su monasterio. Hermógenes se reúne con él. Ambos son aclamados por el populacho fanatizado, que amenaza con «romper todo» si tratan de privarlo de sus dos ídolos. Por orden del gobernador, la tropa rodea los edificios religiosos y se prepara para el asalto. El enfrentamiento parece inevitable. Inquieto por las consecuencias de ese alboroto, el gobernador consulta a Nicolás II, el que aconseja al Santo Sínodo rever su decisión y dejar a Eliodoro en Tsaritsyn, por lo menos provisoriamente. Advertido de ese retroceso por las cartas de sus amigas, Rasputín se felicita de que su detractor, Stolypin, haya sido desautorizado y el Santo Sínodo llamado al orden. Juzga que, al actuar así, el soberano ha respondido con sabiduría al deseo de las masas anónimas del país.

Hace tres meses y medio que está en viaje. En el intervalo, su caída en desgracia ha sido olvidada. Su larga permanencia en Tierra Santa hasta ha redorado su aureola. Cuando vuelve a Rusia, a comienzos del verano de 1911, su primer recaudo es solicitar una audiencia al Emperador y la Emperatriz, que se encuentran en su residencia de Peterhof. Es recibido con alegría, se escucha con devoción el relato de su itinerario por las huellas de Cristo, le aseguran la atención afectuosa de toda la familia. Reconfortado, se instala en San Petersburgo, en casa de uno de sus amigos, el periodista Jorge Sazonov. Pero no se queda quieto. En agosto está en Tsaritsyn, donde Eliodoro hace cantar himnos en su honor y lo colma de presentes. Luego se dirige a Saratov, a la morada de Hermógenes. El obispo no está tan bien dispuesto hacia él como el Jerónimo. Le reprocha duramente su vida de libertinaje, cuyos ecos continúan llegando hasta él. A pesar del peregrinaje a Jerusalén, lo considera un cristiano descarriado y hasta peligroso. Lo acusa de comprometer la dinastía imperial a los ojos de toda Rusia. Indiferente a esas amonestaciones, Rasputín estima que, en ese asunto, la opinión de la Iglesia es menos importante que la del Zar. Ahora bien, éste le demuestra, en varias oportunidades, su consideración y su confianza consultándolo sobre decisiones políticas: Nicolás II piensa evidentemente en reemplazar a Stolypin y duda entre Witte y Kokovtsev para el cargo de presidente del Consejo. ¿Qué piensa el santo hombre? Rasputín da su opinión y se pavonea. ¿Será tan útil al país en los asuntos públicos como en los de la religión? Decididamente, después de su visita al sepulcro de Cristo, todo le sale bien.

A continuación, el Zar, la Zarina y la corte se trasladan a Kiev para la inauguración del monumento a Alejandro II, abuelo del soberano. El 1.º de septiembre de 1911, en ocasión de una velada de gala en el teatro, se oyen disparos durante el entreacto. Un desconocido acaba de tirar dos balazos sobre Stolypin. Gravemente herido, éste tiene fuerzas para esbozar una señal de la cruz en dirección del palco imperial y se desploma. Detienen al asesino, un tal Bogrov, agente doble al que la policía creía tener a sueldo mientras que era un terrorista convicto. El espanto se apodera de la asistencia. ¿Hasta dónde llegará la audacia de los asesinos políticos? ¿No llegarán a atacar al soberano después de haber abatido a su primer ministro? Nicolás II está tan poco afectado por ese atentado contra Stolypin, de quien estaba resuelto a desligarse próximamente, que ni siquiera suspende la continuación de los festejos. Al día siguiente abandona Kiev para asistir a las grandes maniobras de Tchernigov. En su ausencia, la Zarina hace volver a Rasputín porque, dice, sólo él puede preservar al Emperador de la amenaza constante de los revolucionarios. La llegada del
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agita de indignación a la corte. Los allegados a la familia imperial aceptan difícilmente que, en horas tan graves para la monarquía, Alejandra Fedorovna deposite toda su esperanza en los vaticinios de un
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. Ella le pide que rece por la vida del agonizante, lo que él hace sin entusiasmo. El 29 de agosto de 1911, al encontrarse entre la multitud contemplando el paso del carruaje del presidente del Consejo, había sido presa de un temblor y había gritado: «¡La muerte está detrás de él… Lo sigue!». Esa premonición de un fin trágico se verifica punto por punto. Después de cuatro días de agonía, Stolypin sucumbe a sus heridas el 5 de septiembre. En seguida es reemplazado en su cargo por su adversario más acérrimo, Kokovtsev.

Conmovida por esos acontecimientos dramáticos, la familia imperial va a tomar algunas semanas de descanso en Crimea, y Rasputín va a su vez, a comienzos del invierno, para levantar la moral de Sus Majestades con sus prédicas. Mientras tanto Hermógenes, convertido en miembro del Santo Sínodo, se ha instalado en San Petersburgo. En diciembre de 1911 se le reúne el impetuoso Eliodoro. Los obispos, con quienes debe encontrarse, lo avergüenzan por su amistad con el infame Rasputín, el hijo de Satán. En realidad, hace tiempo que Eliodoro ya no siente por el
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más que una admiración intermitente mezclada con celos y repugnancia. Bajo una apariencia de cortesía, le guarda rencor por su notoriedad. ¿Por qué él, a pesar de su fe y su elocuencia, es siempre eclipsado por ese campesino ignorante? Sin atreverse a confesarlo, sólo espera la ocasión para alinearse junto a los enemigos del «padre Gregorio». Ahora bien, ocurre que lo ponen en presencia de Mitia Koliaba, aquel a quien en otro tiempo la Emperatriz distinguía como adivino y sanador. Ese simple de espíritu, violento y rencoroso, no puede perdonar a Rasputín el haberlo suplantado en el favor de Alejandra Fedorovna. Afirma ante Eliodoro que tiene pruebas de que la Emperatriz tiene relaciones sexuales con el falso profeta. Convencido por la denuncia del fanático, Eliodoro se siente llamado a derribar al
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a quien, en otro tiempo, había puesto por las nubes. De partidario, se convierte en justiciero. De ahí en más, Rasputín encarna a sus ojos las malicias del diablo, y estima que su deber es abatirlo sobre las gradas del trono. Junto con Mitia Koliaba, trata de asociar a Hermógenes a un complot religioso y patriótico. El obispo, que comparte su aversión por el «alma maldita» de la Emperatriz, acepta convocar a Rasputín a su sede en la laura de San Alejandro Nevski y conjurarlo solemnemente a que se retire a Siberia para siempre. Rasputín, que acaba de regresar de Crimea, responde a la invitación no sin desconfianza y se encuentra de pronto ante un tribunal de una media docena de sacerdotes, presidido por Hermógenes, que está rodeado por Mitia Koliaba y Eliodoro. De entrada, Mitia Koliaba le grita en la cara: «¡Impío! ¡A cuántas madres has faltado! ¡A cuántas ayas has ofendido! ¡Vives con la mujer del Zar! ¡Miserable!». Y trata de aferrarlo por los genitales. Gregorio, aterrado, se dobla en dos y se esquiva, mientras que Hermógenes, revestido de una estola y blandiendo un crucifijo, lanza el anatema: «¡Espíritu maligno! ¡En nombre de Dios te prohibo tocar al sexo femenino! ¡Te prohibo penetrar en la casa del Zar y tener relaciones con la Zarina!».
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Mitia Koliaba y Eliodoro añaden sus vociferaciones a las del obispo. Furioso, Rasputín se arroja sobre ellos con los puños levantados. Las sotanas revolotean para todos lados. Se intercambian puñetazos, golpes de crucifijo y puntapiés en nombre de Cristo. Apaleado y espantado, el
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logra escapar y va a buscar refugio entre sus admiradoras María Golovina y Olga Lokhtina. Apenas la pareja imperial regresa a Tsarskoie Selo para las fiestas de Navidad, se queja a Sus Majestades de las violencias de las que ha sido objeto a instigación de Hermógenes. Dócil a las directivas del Emperador, el Santo Sínodo decide enviar al obispo de vuelta a su diócesis. Pero el culpable se niega a partir y pide ser recibido por Nicolás II para justificarse. La audiencia no le es acordada. El 17 de enero de 1912, por delito de insubordinación, Hermógenes es obligado a dejar San Petersburgo e instalarse, en estado de desgracia, en el convento de Jirovitsy, diócesis de Grodno. Eliodoro, por su parte, es asignado en residencia al monasterio de Floritcheva, diócesis de Vladimiro, en calidad de simple religioso.

A pesar de las precauciones tomadas para no divulgar el caso, toda la prensa habla de él. Los partidarios de la extrema derecha sostienen a Hermógenes y publican una declaración discutiendo al Santo Sínodo el derecho de actuar tan brutalmente contra un obispo cuyo caso, según el estilo canónico, habría debido ser juzgado por un concilio. Novoselov lanza un folleto:
Gregorio Rasputín, el libertino místico
. Por orden de las autoridades, el plomo es destruido y la tirada, secuestrada. Entonces Novoselov inserta, en un cotidiano moscovita, un llamado solemne al Santo Sínodo, del cual deplora la pasividad. El diario es secuestrado, pero hay copias del artículo incriminado que se distribuyen por toda la ciudad.

Eliodoro, que se esconde en la casa del médico tibetano Badmaiev, redacta un alegato titulado Gricha, en el que afirma que Rasputín pertenece a la secta maldita de los
khlysty
, que ha corrompido a decenas de mujeres y de jovencitas —sin precisar a quiénes—, y que socava cada día más el prestigio del Zar. Para dar más peso a la acusación, cita integralmente el texto de las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas que se ha procurado (robándolas o «pidiéndolas prestadas») en ocasión de su paso por la casa del «amigo Gregorio», en Pokrovskoi. Después de lo cual se somete a la decisión de las autoridades eclesiásticas y parte para el convento de Floritcheva. Entretanto, ha cuidado de hacer llegar por medio de Badmaiev un ejemplar de su alegato al comandante del palacio, el general Diedulin, y otro a Rodzianko, el nuevo presidente de la Duma. Unos diputados toman conocimiento del documento. Entre ellos Gutchkov, cuyo resentimiento contra el
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alcanza desde entonces la dimensión de un odio mortal y que da una amplia publicidad al panfleto y a la correspondencia imperial que lo acompaña. Algunas de esas cartas son auténticas, pero se hacen circular otras, en el mismo estilo, que son pura invención.

En ese momento, en los salones de la capital se habla abiertamente de las relaciones íntimas entre la Emperatriz y el
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siberiano. Aun aquellos que conocen la ternura profunda que une al Zar y la Zarina comienzan a pensar que tal vez haya una parte de verdad en ese tejido de calumnias. Los diarios del Partido Octubrista hunden el clavo. Se publican fotografías del «padre Gregorio» entre sus admiradoras, entre las cuales la gente malintencionada pretende reconocer a una u otra de las grandes duquesas. Cuando la censura, desbordada, logra apoderarse de una hoja, los ejemplares que han escapado a la requisa alcanzan precios fabulosos en el mercado, pasan de mano en mano y son pretexto para la lectura en pequeños grupos. El asunto alcanza proporciones nacionales. Las opiniones están divididas. Es el nuevo juego a la moda en las reuniones mundanas: ¿por o contra Rasputín, por o contra el Santo Sínodo, por o contra el régimen? La generala Bogdanovich, cuyo salón político da el tono a una parte de la opinión monárquica, escribe en su
Diario
: «No es el Zar quien gobierna en Rusia sino el caballero de industria Rasputín. Éste declara a quien quiere oírlo que no es la Zarina quien lo necesita sino “Nicolás”. ¿No es horrible? Y muestra una carta en la cual la Zarina le asegura que “no está tranquila más que cuando ella se apoya sobre su hombro”». Hasta la misma María Fedorovna, la emperatriz madre, alarmada por esa marejada nauseabunda alrededor del palacio, convoca a Kokovtsev, el presidente del Consejo, y le comunica su confusión. Ella ha sido siempre hostil a las maneras a la vez altaneras y exaltadas de su nuera. Ahora le reprocha conducir a Rusia al desastre. «Mi nuera no se da cuenta de que se está perdiendo y arrastra a la dinastía con ella», dice. «Cree de buena fe en la santidad de un aventurero y nosotros, impotentes, no podemos hacer nada para evitar una catástrofe que ya parece inevitable».

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