Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (11 page)

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Authors: Henri Troyat

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BOOK: Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo
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En el hospital de Tiumen, Rasputín se desespera y garrapatea una carta al Emperador. El texto es de un iletrado, las frases se suceden sin orden, la puntuación es titubeante: «Querido amigo, digo todavía una vez más, una tempestad aterradora está sobre Rusia; desdicha y pena inmensa, noche sin escampada sobre un mar de lágrimas sin límites. ¡Y pronto sangre! ¿Qué puedo decir? No encuentro las palabras. Horror indescriptible. Sé que todos quieren de ti la guerra, hasta los fieles, no saben que es para la ruina. Duro es el castigo de Dios: cuando él quita la inteligencia, es el principio del fin. Tú eres el zar, el padre del pueblo, no permitas que los dementes salgan con la suya y pierdan al pueblo y a ellos mismos. Venceremos a Alemania, pero ¿y Rusia? Cuando se piensa en ello, no hay mártir más desolado en todos los siglos. Está toda ahogada en sangre. Pena sin fin. Gregorio».

Rasputín se da a todos los diablos por no poder expresarse más que por carta cuando su corazón desborda de gritos. Maldice esa herida absurda que lo retiene en el fondo de Siberia, mientras que el Zar está a punto de perder el país y, tal vez, la dinastía. Si él estuviera en San Petersburgo, Sus Majestades lo escucharían antes que a todos esos ministros, a todos esos generales que razonan en abstracto y alinean cifras sobre el papel —tantos soldados, tantos fusiles, tantos cañones, tantos caballos—, sin darse cuenta de la inmensa miseria de los hombres que van a enviar a la carnicería. Prisionero de la distancia, envía mensaje tras mensaje, como si fueran botellas al mar.

Nicolás II, mientras tanto, deseoso de atenuar el efecto de la movilización general ante el gabinete alemán, telegrafía al Kaiser: «Me resulta técnicamente imposible suspender mis preparativos militares. De todos modos, mientras las tratativas con Austria no sean rotas, mis tropas se abstendrán de toda ofensiva». A lo que Guillermo II responde con un ultimátum que otorga un plazo de gracia de doce horas: que Rusia detenga la movilización general y se salvará la paz. Si no, la guerra es inevitable. Como Rusia no asiente, el 19 de julio Alemania decreta a su vez la movilización general. E inmediatamente después, el Kaiser envía un nuevo ultimátum a Rusia. Francia también tendrá el suyo. Ese día, clavado en su lecho de hospital, Rasputín envía al Zar un último mensaje caótico: «Yo creo, espero en la paz, ellos preparan una gran fechoría, nosotros no estamos en falta, sé todos vuestros tormentos, es muy duro no vernos, el entorno ha aprovechado secretamente en el corazón, ¿podían ayudarnos?».
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Al recibir esta suprema advertencia, Nicolás II tiene un movimiento de irritación contra el
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que le predica la paz cuando la guerra está a las puertas del Imperio. Y rompe la carta ante los ojos de la Zarina desconsolada. Contra la opinión de los ministros, los generales y su mismo marido, sigue convencida de que Rasputín no puede equivocarse. Aun deseando ardientemente, a pesar de su origen alemán, la victoria de Rusia, su país de adopción por la voluntad de Dios, teme que se realicen las profecías del santo hombre. El 21 de julio de 1914
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, Alemania declara la guerra a Francia. A la noche siguiente, Inglaterra hace lo propio con Alemania. Al día siguiente es Austria-Hungría quien declara la guerra a Rusia. Desbordado por los acontecimientos, obsesionado por la visión sangrienta del porvenir, Rasputín escribe al dorso de una fotografía suya: «¿Y mañana qué? Tú eres nuestra guía, Señor. ¿Cuántos calvarios hay que recorrer en la vida?».

Como para indicar que está equivocado, el anuncio de la guerra es recibido con entusiasmo en la capital. ¡Hay que vengar a los hermanos serbios y abatir el orgullo alemán! Centenares de miles de manifestantes se desbordan por las calles y van a aclamar al Zar cuando aparece en el balcón del palacio de Invierno. El formidable impulso patriótico que levanta al país tiene el poder de tranquilizar al soberano. Si Rasputín estuviera allí, podría ver en esa unanimidad reencontrada el testimonio de un acuerdo histórico entre el Emperador y la nación. Él siempre ha soñado con eso. Pero Nicolás II y el pueblo coinciden en una mala causa. Su unión no se basa en el amor sino en el odio. Digan lo que digan los políticos, a los que se abandonan a la violencia les esperan días sombríos.

En cuanto los médicos lo declaran capaz de desplazarse, Rasputín se dirige a San Petersburgo con sus hijas María y Varvara. Su mujer se queda en Pokrovskoi con Dimitri, que tiene diecinueve años pero ha sido exceptuado de las obligaciones militares como único hijo varón de la familia. Al llegar a la capital, los viajeros se sorprenden de su aire a la vez marcial, grave y alegre. De las ventanas penden banderas, los regimientos desfilan al son de la música, de todos lados llegan hombres para trabajar en las fábricas de armamentos, el alcohol está prohibido en los locales de venta de bebidas, los teatros están llenos de bote en bote, los salones aristocráticos se enorgullecen de tener hijos en el ejército y la ciudad ha cambiado su nombre de San Petersburgo, cuyo vestigio alemán podría lastimar el sentimiento nacional, por el decididamente eslavo de Petrogrado. Aun diciéndose ruso en un momento tan decisivo para la supervivencia del Imperio, Rasputín sufre por la ceguera en que ha caído la mayoría de sus compatriotas. Su humor fanfarrón le inspira menos admiración que temor, y casi lamenta haber dejado su apacible campiña por un manicomio. Ni siquiera Nicolás II, obnubilado por la idea de defender el honor eslavo, escucha sus consejos de moderación. En cuanto a la Zarina, acepta la guerra como una prueba enviada por Dios y contra la cual es inútil rebelarse. Por primera vez, el
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se ve aislado en sus profecías. Con todas las fuerzas de su fe, espera equivocarse, que las hostilidades terminen después de algunas escaramuzas y que ni el país ni el régimen padezcan a causa de esos acontecimientos insensatos. No obstante, en el fondo de su corazón siente la doble amargura de no haber sido escuchado por Nicolás II y de no poder hacer nada para impedir la masacre que se prepara en las fronteras.

A comienzos de noviembre, abrumado, regresa a Pokrovskoi. Pero allí tampoco encuentra reposo para su alma. Al enterarse de que la Zarina ha comenzado a trabajar como enfermera en el hospital del palacio de Tsarskoie Selo, le telegrafía su aprobación paternal: «Darás tu ayuda a los heridos y Dios te glorificará por tus caricias y tu acción». Decididamente, no puede contentarse con observar de lejos las dolorosas convulsiones de la patria. En su aldea, se siente a la vez preservado e inútil, privilegiado y castigado. Él también debe estar en la brecha en caso de peligro. No aguanta más y, el 15 de diciembre de 1914, curioso y angustiado, llega de nuevo a Petrogrado, la ciudad donde se forja el destino del mundo.

VIII
La guerra

Al comienzo de las hostilidades, el aliento patriótico del pueblo parece general y duradero. La movilización se efectúa sin choques. Los partidos políticos fraternizan en la certeza de una pronta victoria. Nicolás II vuelve a ser el emperador de todas las Rusias sin excepción. Hasta los miembros de la oposición parlamentaria aceptan la idea de un acercamiento necesario con el gobierno. Sólo un tal Vladimir Ilitch Ulianov, llamado Lenin, refugiado en Suiza, proclama que la derrota rusa sería preferible al triunfo del zarismo. ¿Pero cuánto pesa la opinión de esa brizna de paja ante la inmensa confianza de la nación que ha recobrado su unidad, su grandeza y el amor de su soberano? Llevado por ese concierto de hurras, Nicolás II piensa primero en tomar el comando del ejército a fin de dar un significado sagrado a la defensa del suelo. Pero sus ministros le hacen notar que no debe arriesgarse a comprometer su prestigio en los azares de la guerra. De mala gana, se resigna y nombra generalísimo a su tío, el gran duque Nicolás Nicolaievich, muy estimado en los medios militares. Su único defecto es, a los ojos del monarca y de su esposa, su aversión sistemática hacia Rasputín. Hay quienes le reprochan también su incompetencia. A pesar de su estatura de gigante y su mirada de águila, los avinagrados pretenden que es un pobre estratego. Hay algo más grave: al ejército le falta material y entrenamiento de combate. Los oficiales, soberbios en los desfiles, al parecer no tienen ninguna noción de la guerra moderna. Felizmente, la mayoría del país se niega a creer a los pesimistas. De arriba abajo en la sociedad existe la convicción de que la legendaria valentía rusa paliará las carencias de equipamiento y de experiencia. El mismo Rasputín, que se ha opuesto a la guerra violentamente, considera que, ya que está declarada, hay que ganarla cueste lo que cueste.

Como los alemanes, en un avance irresistible, ya han entrado en Bruselas y amenazan París, Nicolás II, fiel a la promesa hecha a los Aliados, decide aliviar a Francia con una poderosa acción diversiva. Dos ejércitos, bajo las órdenes de los generales Samsonov y Rennenkampf, penetran profundamente en la Prusia oriental y obligan al adversario a retirar tropas del frente occidental para transportarlas con urgencia sobre el otro frente. Esta maniobra permite a los franceses obtener la victoria del Marne y salvar París. En revancha, los alemanes, reagrupados bajo la autoridad del general von Hindenburg, llegan a rodear y diezmar las fuerzas de Samsonov en las selvas de Mazuria, cerca de Tannenberg, y obligan a Rennenkampf a replegarse en desorden sobre la orilla oriental del Niemen. Desesperado, deshonrado, Samsonov se suicida en el campo de batalla. Los rusos han perdido cien mil hombres.

En el público, el entusiasmo de los primeros días es seguido por la consternación y el temor. Saliendo de su sueño de gloria, tanto los ciudadanos más modestos como los más evolucionados comienzan a comprender que el ejército ruso, al que creían invencible, no puede rivalizar con el alemán, mejor equipado, mejor formado, mejor comandado. La intendencia y los servicios de la Cruz Roja son tan ineficaces como durante la guerra con el Japón. Transportados en desorden en vagones de ganado, los heridos cuentan a su llegada a la capital que allá, en el frente, faltan fusiles y municiones, que se dispone de un cañón en condiciones de disparar contra diez del lado alemán, que los soldados de infantería son enviados al combate sin preparación de artillería. Por supuesto la prensa, amordazada por la censura, no menciona esas quejas. Pero entre la población civil circulan rumores persistentes: unos acusan a los generales de incapacidad, otros susurran que el Zar está perseguido por la mala suerte, que acumula desastres desde el comienzo de su reinado y que no hay razón para que eso «cambie». Se dice que la serie negra empezó en ocasión de las fiestas de la coronación con los miles de espectadores aplastados en el campo de Khodynka. Luego el nacimiento del hijo hemofílico, el desequilibrio mental de la Emperatriz, la derrota ante el Japón, el «domingo rojo» y sus víctimas inocentes, las muertes del gran duque Sergio y del presidente del Consejo Stolypin, en fin, la aparición en la corte de Rasputín, el
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libertino. ¡Y todavía es una suerte que Rusia, que ha sufrido un revés sangriento en el frente alemán, haya podido desquitarse en el frente austríaco! Después de arrojar a los austro-húngaros del suelo ruso, las tropas del Zar toman Lvov y ocupan el este de Galitzia. ¡Lamentablemente, no por mucho tiempo! En febrero de 1915, Alemania lanza una nueva ofensiva en la Prusia oriental. Se libran combates encarnizados en las gargantas de los Cárpatos. Los alemanes recuperan Przemysl y Lvos después de duros enfrentamientos. Pronto obligadas a la retirada, las tropas rusas evacúan Polonia y Lituania.

Rasputín, angustiado, sigue en el mapa la progresión la marea alemana. Con la incertidumbre del mañana, su influencia en la corte no deja de crecer. Como ya no se sabe a qué santo encomendarse, se vuelven hacia él, esperando que lo sea. Su departamento de la calle Gorokhovaia 64 se convierte, de alguna manera, en la antecámara del palacio imperial. Los solicitantes se apretujan desde la mañana hasta en los peldaños de la escalera e incluso en la calle, en los alrededores de la casa, en la que desfilan de trescientos a cuatrocientos visitantes por día. En su salón se encuentra, además de las adoratrices habituales, una muchedumbre de pedigüeños furtivos y murmuradores. También hay tantos estudiantes cortos de dinero como pequeños funcionarios que se quejan de sus superiores, oficiales que imploran una recomendación para presentar a un ministro y mujeres atraídas por la reputación de macho infatigable del santo hombre. Yendo de uno a otro, Rasputín les niega rara vez su ayuda. A los que mendigan una ayuda pecuniaria les da algunos rublos; a los que invocan la necesidad de un apoyo en un nivel alto les entrega unas líneas introductorias garrapateadas sobre una esquina de la mesa y cubiertas de cruces. Su regla es que nunca hay que dirigirse en vano a su corazón. En agradecimiento a sus buenos oficios, los más ricos le deslizan billetes de Banco en la mano; los más pobres le llevan frutas o queso. Él acepta todo para no humillar a nadie.

Para administrar sus negocios, múltiples y complicados, se rodea de especialistas como Dobrovolski, ex inspector de enseñanza primaria, el banquero Rubinstein y su rival Manus, presidente del consejo de administración de la Unión de Constructores Ferroviarios, los opulentos financieros Guinzburg, Saleviev, Kaminka… La guerra que él temía le hace la vida agradable. Se diría que en ese universo en descomposición, en el que los espíritus están obsesionados por la muerte, el sufrimiento, las tribulaciones de la patria, ha encontrado el clima ideal para la manifestación de sus apetitos. Sintiendo que alrededor se quiebra el cuadro de los valores morales, está cada vez más inclinado a creer que todo le está permitido. Su sed de placeres coexiste con su afán de piedad. Él, que era relativamente sobrio, que iba hasta a preconizar el cierre de las tabernas, se pone a beber como un barril sin fondo. No obstante, se niega a dedicarse a la vodka, la «serpiente verde», según la expresión usada por el pueblo. Prefiere el vino, sobre todo el madera. Hay días en los que toma hasta seis litros en una comida sin que su razón vacile. Se emborracha y baila en público por la satisfacción de experimentar su resistencia en el libertinaje. A menudo, después de una noche de orgía, asiste a los maitines, bebe un vaso de té hirviendo y recibe a sus visitantes como si nada. Piensa que es el tiempo de los excesos de todo tipo. Puesto que Rusia ha perdido la cabeza al lanzarse a la guerra, él también puede perderla puesto que, aun ebrio, está evidentemente sostenido por Dios.

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