—Parece que la idea no te ha parecido bien —dijo—. Perdóname. No sé, pero creí que me querías. Me merezco esto, por presumido.
—Y te quiero —dije—. Te quiero con toda mi alma. No sabes lo desgraciada que he sido; me he pasado toda la noche llorando, porque creía que no iba a verte más.
Me acuerdo que cuando dije esto se echó a reír y me alargó la mano a través de la mesa.
—¡Bendita seas! —dijo—. Un día, cuando hayas llegado a esa maravillosa edad de los treinta y cinco años que quisieras tener, te recordaré este momento y lo que acabas de decir. Y te parecerá imposible. ¡Qué lástima que tengas que crecer!
Me avergonzó e hirió su risa. Entonces… ¿las mujeres no confesaban tales cosas a los hombres? Tenía que aprender mucho.
—Bueno, entonces estamos de acuerdo, ¿no? —dijo, mientras continuaba con las tostadas y la mermelada—. Dejas de ser la compañera de la señora Van Hopper y comienzas a ser la mía. Tus obligaciones serán casi las mismas. A mí también me gustan los libros nuevos, y tener flores en la sala, y jugar al
bezique
después de cenar, y que alguien me sirva el té. La única diferencia es que yo no tomo Taxol, pues prefiero Eno. Y tendrás que tener cuidado de que no se acabe la pasta de dientes que uso siempre.
Repiqueteé nerviosamente con los dedos sobre la mesa. No estaba segura de mí misma ni de él. ¿Se estaría riendo de mí y habría sido todo una broma? Me miró y vio mi cara angustiada.
—Pero me estoy portando contigo como un bruto, ¿verdad? No te habías figurado así una declaración de amor. Hubiéramos debido estar en el invernadero de un jardín lleno de flores delicadas, tú vestida de blanco con una rosa en la mano, mientras llegaban hasta nosotros las notas de un violín. Yo te haría el amor apasionadamente, bajo una palmera. Entonces te parecería que no te habían estafado nada. ¡Qué pena, bonita mía! Pero no te importe. Te llevaré a Venecia a pasar la luna de miel, y nos pasearemos en una góndola cogidos de la mano. Pero no estaremos allí mucho tiempo, porque quiero enseñarte Manderley.
¡Quería enseñarme Manderley…! Y de repente me di cuenta de como sucedería todo; sería su mujer, pasearíamos juntos por el jardín, iríamos andando tranquilamente, camino abajo, hasta la playa de guijarros. Me imaginaba de pie, en las escaleras después de desayunar, disfrutando del día, echando de comer a los pajarillos, y más tarde, bajo mi sombrero de ala ancha, saldría con unas tijeras bien largas y cortaría flores para la casa. Ya sabía porque de niña había comprado aquella postal con esa imagen; era una premonición, un paso hacia el futuro.
¡Quería enseñarme Manderley…! Cuando oí esto comenzó a darme vueltas la cabeza. Se me llenó la imaginación de imágenes, sucediéndose las escenas rapidísimas y, mientras tanto, él se estaba comiendo la mandarina, dándome un gajo de cuando en cuando. Nos encontraríamos en un grupo de gente y él diría: «Me parece que no conoce usted a mi mujer». Señora de Winter. Iba a ser la señora de Winter. Pensé en mi nombre: lo pondría en los cheques para pagar a los proveedores de la casa, y lo pondría en las cartas invitando a cenar a la gente. Me pareció oírme hablando por teléfono: «¿Por qué no viene a pasar en Manderley el próximo fin de semana?». Gente, siempre mucha gente. «Es encantadora, tiene que presentárnosla». Eso lo dirían de mí, en voz bajita, cuando pasara junto a un grupo, y yo seguiría como si no lo hubiese oído.
Iría a la casa del guarda con un cesto al brazo, lleno de uvas y melocotones para la pobre vieja enferma. Me tendería las manos: «Dios le premie sus bondades, señora», y yo contestaría: «Nada, nada; si necesita alguna cosa, mande por ello a casa». La señora de Winter. Iba a ser la señora de Winter. Vi la mesa pulida y brillante del comedor, y las largas velas. Maxim estaría sentado en un extremo. Era una fiesta de veinticuatro personas. Yo llevaba una flor en el pelo. Todos me miraban, los vasos en alto. «Tenemos que brindar por la novia», y luego me diría Maxim: «Nunca te he visto tan bonita». Cuartos espaciosos llenos de flores. Mi alcoba, la chimenea encendida en invierno, alguien llama a la puerta. Entra una mujer sonriente. Es la hermana de Maxim y dice: «Es admirable ver lo feliz que le haces. Estamos todos encantados contigo». La señora de Winter. Yo iba a ser la señora de Winter.
—Esos gajos que quedan se ve que están agrios; no los comeré —dijo.
Le miré sin entenderle, hasta que, poco a poco, fueron penetrándome dentro las palabras. Miré al plato que tenía delante y vi unos gajos de mandarina duros y pálidos. Tenía razón. La mandarina estaba agria. Hasta aquel momento no me di cuenta de que tenía en la boca un sabor amargo y fuerte.
—¿Se lo vas a decir tú a la señora Van Hopper, o quieres que lo haga yo?
Estaba doblando su servilleta, retirando el plato, y me pregunté cómo se las arreglaba para hablar con aquella naturalidad, como si se tratase de un asunto baladí, de un puro cambio de planes. Mientras que para mí había sido como una bomba que hubiese estallado en mil pedazos.
—Díselo tú —contesté—. Se va a poner furiosa.
Nos levantamos de la mesa; yo nerviosa y roja, temblando de antemano. Pensé si iba a decírselo al camarero; cogiéndome del brazo diría: «Denos la enhorabuena, la señorita y yo nos vamos a casar». Los demás camareros lo oirían y nos dedicarían una sonrisa, mientras nosotros pasaríamos al vestíbulo seguidos por una ola de curiosidad, por una ola de expectación. Pero no dijo nada. Salió de la terraza sin decir una palabra, y yo le seguí hacía el ascensor. Pasamos por delante del mostrador de recepción de viajeros, pero ni nos miraron. El empleado estaba ocupado con un montón de papeles delante, hablando con la cabeza vuelta hacia su ayudante. «No sabe que voy a ser la señora de Winter», pensé. «Voy a vivir en Manderley. Seré la dueña de Manderley». Subimos en el ascensor hasta el primer piso y echamos a andar por el pasillo. Según íbamos andando me cogió una mano y fuimos así, nuestros brazos moviéndose juntos, balanceándose.
—¿Te parece demasiado cuarenta y dos años? —dijo.
—¡Oh, no! —contesté deprisa, tal vez con demasiado calor—. No me gustan los hombres jóvenes.
—No has conocido a ninguno —dijo él.
Llegamos a la puerta de las habitaciones.
—Creo que será mejor que esto lo arregle yo solo —dijo—; pero antes dime una cosa: ¿Te importa si nos casamos enseguida? ¿Tú no querrás hacerte un traje de novia, ni tonterías de ésas? Porque podríamos arreglarlo todo en unos cuantos días. Nos casaríamos enseguida, sin ceremonias, en cuanto arreglásemos los papeles, y luego en coche a Venecia, o adonde se te antoje.
—¿No en la iglesia? —pregunté—. ¿Sin traje de novia, ni damas de honor, ni campanas, ni música? ¿Y tu familia y tus amigos?
—Olvidas que yo me he casado ya así una vez.
Permanecimos un momento ante la puerta, y observé que todavía estaba en el buzón el periódico de la mañana. No habíamos tenido tiempo de leerlo durante el desayuno.
—Bueno —insistió—. ¿Qué dices?
—No, nada —respondí—; es que había creído que nos íbamos a casar en tu casa. Pero claro que no me importa la ceremonia, ni la gente, ni nada de eso.
Lo miré sonriendo. Puse una cara alegre.
—Será divertido, ¿verdad? —le dije.
Pero ya se había vuelto hacia la puerta, que abrió, y nos encontramos en el pasillo de la entrada particular.
—¿Eres tú? —oímos que decía la voz de la señora Van Hopper desde el saloncito—. ¿Se puede saber qué demonios has estado haciendo? He llamado tres veces al mostrador del vestíbulo y me han contestado que no has aparecido por allí.
Me entraron unas ganas locas de reír, de llorar, de hacer las dos cosas, y notaba ese dolor que me daba en la boca del estómago. Durante unos instantes de locura deseé que no hubiera ocurrido nada de aquello y me hubiera gustado estar sola, dando un paseo y silbando despreocupadamente.
—Tengo yo la culpa —dijo entrando en el saloncito; luego cerró la puerta tras él y oí una exclamación de sorpresa.
Me fui a mi cuarto y me senté delante de la ventana abierta. Era como si estuviera esperando en la antesala de un médico. Para que fuera más completa la ilusión, debería hojear una revista, mirar sus fotografías insignificantes, leer los artículos para olvidarlos luego, hasta que llegase una enfermera, reluciente y práctica, a quien los desinfectantes, a fuerza de años, habían dejado esterilizada, inhumanizada: «Todo va bien, la operación ha salido bien, no tiene por qué preocuparse. Vaya a casa y acuéstese».
Las paredes eran gruesas y no podía oír ni el rumor de sus voces. ¿Qué le estaría diciendo? ¿Por dónde empezaría? Tal vez dijera: «¿Sabe usted? Me enamoré de ella la primera vez que la vi. Y nos hemos visto a diario». Y ella contestaría: «Pero…, ¡es de lo más romántico! ¡No he oído nada semejante!». ¡Romántico! ¡Ésa, ésa era la palabra que trataba de recordar cuando subíamos en el ascensor! ¡Claro, mujer, claro! «Romántico». Eso es lo que diría la gente. «Todo ocurrió de repente y de la manera más romántica. Nada, que un día decidieron casarse. Como en una novela». Me sonreí para mis adentros, abrazándome las rodillas, según estaba sentada ante la ventana, pensando en lo maravilloso que era todo, en lo feliz que iba a ser. Me iba a casar con el hombre a quien quería. Iba a ser la señora de Winter. La verdad era que no sé por qué me continuaba aquel dolor en la boca del estómago, cuando me encontraba tan feliz. Serían los nervios. La espera, la antesala del médico. ¿Y no hubiera sido más natural y mejor que hubiéramos entrado juntos en el saloncito, cogidos de la mano, sonriendo, y que hubiéramos dicho: «Estamos enamorados y nos vamos a casar»?
Enamorados. Él no había dicho que estaba enamorado. Puede que no hubiera tenido ocasión. Ocurrió todo demasiado de repente, sentados a la mesa del desayuno. ¡Qué amarga estaba la mandarina! No, de estar enamorado no había hablado, sino de que nos íbamos a casar. Breve y claro, muy original. Las declaraciones originales eran mucho mejor. Más auténticas. Distinto de los demás. No como esos chicos que charlan y charlan diciendo tonterías, la mitad de las cuales acaban de inventar. No como esos jovenzuelos con sus incoherencias, muy apasionadas, jurando cosas imposibles de cumplir. No como él se declaró la primera vez a Rebeca… No tengo que pensar en eso. Olvidarlo, eso sí. Un mal pensamiento instigado por el demonio. «¡Vade retro, Satanás!». No debo pensar en eso nunca, jamás, nunca. Él me quiere y me va a enseñar Manderley. Pero, ¡Dios mío! ¿Es que no iba a terminar de hablar nunca en el cuarto de al lado? ¿No me iban a decir que pasara?
El libro de versos estaba junto a mi cama. Hasta se le había olvidado que me lo había prestado. No debía de apreciarlo gran cosa. «Anda —me dijo el demonio—, anda; ábrelo, ¡mira la portada! ¿No es eso lo que quieres hacer? ¡Ábrelo por la portada!». Nada de eso, me dije, no voy a poner más el libro con las demás cosas. Bostecé. Fui lentamente, haciéndome la distraída, hacia la mesilla de noche. Cogí el libro. Me enganché un pie en el brazo flexible de la lámpara de noche, tropecé, y se me cayo al suelo. Al caer, quedó abierto por la portada. «A Max, de Rebeca». Ella estaba muerta, y no se deben pensar cosas de los muertos. Los muertos duermen apaciblemente, mientras crece la hierba encima de sus tumbas. Pero, sin embargo, ¡qué viva, qué fuerte estaba su escritura! Aquellas letras, extrañas, sesgadas…, y el borrón de tinta, parecía hecho ayer. Todo parecía escrito ayer. Saqué mis tijeras, mientras miraba por encima del hombro, como una criminal.
La corté sin dejar nada. No se notaba. El libro quedó blanco y limpio, sin aquella página. Un libro nuevo, que nadie había tocado. Rompí la página en muchos trocitos y los eché al cesto de los papeles. Pero no se me quitaba de la imaginación y pasado un rato tuve que asomarme al cesto para mirarlos otra vez. La tinta resaltaba negra y gruesa en los papelillos. Cogí una cerilla y les prendí fuego. La llama daba una luz fantástica. Manchaba el papel, rizaba sus bordes, e iba borrando aquellas letras curiosamente sesgadas. Los papelitos se estremecieron al convertirse en cenizas grises. La última en desaparecer fue la letra «R». Se retorció en la llama, abarquillándose hacia fuera un instante, lo que la hizo parecer más grande que nunca. Luego, también se desmoronó; la llama se consumió. Ni siquiera era aquello ceniza, sino más bien un polvillo levísimo. Fui al lavabo y me lavé las manos. Y me encontré mejor, mucho mejor. Noté esa sensación de limpieza, de novedad, que siente uno al colgar de la pared el calendario nuevo, a principios de año. Uno de enero. Noté el mismo frescor, la misma confianza entusiasta. Se abrió la puerta y entró él.
—Sin novedad —dijo—. Al principio la sorpresa la dejó sin habla, pero empieza a recuperarse; de manera que voy abajo para arreglar las cosas y asegurarme de que se va en el primer tren. Ha habido un momento en que ha dudado si marcharse o no. Creo que tenía ciertas esperanzas de actuar de testigo en la boda, pero no me he dejado conmover. Anda y dile algo.
No añadió acerca de su propio contento y felicidad. Ni me cogió del brazo para acompañarme a la salita. Sonrió, agitó la mano en el aire y se fue solo por el pasillo. Yo fui a hablar con la señora Van Hopper, poco segura de mí misma, azorada, como una criada que hubiese mandado decir a la señora, por medio de una tercera persona, que quería dejar la casa.
Ella estaba de pie junto a la ventana, fumando un cigarrillo, con su regordeta y pequeña figura extraña, el abrigo demasiado ceñido sobre los amplios senos, y el grotesco sombrero muy echado a un lado. Ya no la volvería a ver.
—Bueno —dijo, con un tono seco, desabrido, que no hubiera empleado si hubiese estado hablando con él—. Habrá que reconocer que no tienes precio cuando se trata de hacer las cosas aprisa. En tu caso, por lo menos, has demostrado lo peligrosas que pueden resultar las mosquitas muertas. ¿Cómo te las has arreglado?
No supe qué contestar. Su sonrisa me molestaba.
—Fue una suerte para ti que yo cogiese la gripe —dijo—. Ahora comprendo en qué pasabas los días y por qué tenías la cabeza llena de pájaros. ¡Caramba con las lecciones de tenis! Ya me lo podías haber dicho, vamos.
—Perdóneme.
Me miró con curiosidad, recorriendo mi cuerpo con la mirada.
—Me ha dicho que se quiere casar dentro de unos días. También tienes suerte en no tener una familia que pueda preguntarte sobre el tema. Bueno, no es asunto mío y desde este momento me lavo las manos. Me gustaría saber lo que pensarán sus amigos, pero allá él. ¿Te das cuenta de que te lleva muchos años?