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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (38 page)

BOOK: Rebeca
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—No olvide que el catorce del mes que viene cena con nosotros.

—¿Sí? —le miré sorprendida.

—Sí. Su cuñada ha prometido venir también.

—¡Ah! ¡Magnífico!

—A las ocho y media, con corbata negra
[*]
. Ya estoy deseando que llegue el día.

—Y yo, y yo.

La gente comenzó a formar colas para despedirse. Maxim estaba al otro extremo del vestíbulo. Me volví a «poner» mi sonrisa, que se me había desgastado durante
Aul Lang Syne
.

—Hacía mucho que no pasaba una noche tan fantástica.

—¡Encantada!

—Muchas gracias por el baile.

—¡Encantada!

—¡Bueno, pues aquí nos tienes! ¡Nos hemos quedado hasta el último momento!

—¡Encantada!

¿Es que no existía otra palabra en nuestro idioma? Inclinaba la cabeza y sonreía como un monigote, mientras por encima de todas las cabezas mis ojos buscaban a Maxim. Estaba acorralado por un grupo de invitados junto a la biblioteca. También Beatrice estaba rodeada de gente, y Giles se había llevado unos cuantos rezagados hacia la mesa donde estaban las bebidas en el salón. Frank salió al jardín para ayudar a la gente a encontrar sus automóviles. A mí me acosaban sin cesar los desconocidos.

—¡Adiós, y muchísimas gracias…!

—¡Encantada!

Comenzó a vaciarse el vasto vestíbulo. Ya empezaba a tomar el aire triste y desolado de una noche que fue, de un día que alboreaba cansado. Una luz grisácea iluminaba la terraza. Vi cómo surgían de la oscuridad, poco a poco, los armazones desnudos de los castillos quemados de fuegos artificiales.

—Adiós. Ha sido magnífico.

—¡Encantada!

Maxim salió a ayudar a Frank en el jardín. Beatrice vino hacia mí, quitándose sus ruidosos brazaletes.

—¡Ya no aguanto estos chismes ni un minuto más! —me dijo—. ¡Qué barbaridad! ¡Estoy molida! Creo que no he dejado de bailar ni una pieza. Bueno, ha sido un éxito tremendo.

—¿De veras? —dije yo.

—Oye…, ¿no será mejor que te vayas a la cama? Pareces muy cansada. Has estado de pie casi toda la noche. ¿Dónde están ésos?

—En el jardín.

—Yo voy a tomar un poco de café y unos huevos con jamón. ¿Y tú?

—No…, me parece que no.

—Estabas encantadora con tu traje azul. Lo han dicho todos. Y nadie ha sospechado… lo otro; de manera que no te preocupes.

—No.

—Si yo fuera tú, mañana me quedaría en la cama hasta tarde. No te levantes. Di que te sirvan el desayuno en la habitación.

—Sí, puede que sí.

—Mira, yo le diré a Maxim que te has ido a acostar.

—Te lo agradecería.

—Bueno, anda, que duermas bien.

Me rozó la cara con un beso, mientras me daba unas palmaditas en la espalda, y luego se marchó decidida en busca de Giles, que continuaba en el bar. Subí lentamente la escalera, peldaño tras peldaño. Los músicos habían apagado las luces de la galería y estaban también abajo, comiendo huevos con jamón. Se veían partituras de música desparramadas por el suelo. Y una silla estaba caída. En un cenicero se amontonaban las colillas de los cigarrillos, sucios restos de la fiesta. Fui por el pasillo hasta mi cuarto. Ya era más firme la luz del día, y los pájaros habían comenzado a trinar. No tuve que encender la luz para desnudarme. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Hacía frío. Debió de ser mucha la gente que estuvo en la rosaleda durante la noche, pues todas las sillas estaban fuera de su sitio. Sobre una de las mesas vi una bandeja con vasos vacíos. Alguien se había olvidado un bolso en una silla. Corrí las cortinas para conseguir oscuridad, pero la grisácea luz del alba entraba por los espacios abiertos que quedaban a ambos lados.

Me metí en la cama, con las piernas dormidas de cansancio. Sentía en la espalda un pequeño dolor. Ya tendida cerré los ojos, agradeciendo la suave y fresca caricia de las sábanas limpias. Hubiera querido poder descansar mi mente como mi cuerpo. Que dejara ya de oír el confuso ruido de la música, de navegar por el turbulento mar de caras. Me apreté los ojos con las manos, pero seguía viéndolas.

¿Tardaría mucho Maxim? La cama junto a la mía tenía un aspecto abandonado y frío. Pronto desaparecerían las sombras de las paredes, y suelo y techo quedarían blancos con la mañana. Cantarían los pajarillos más alto, más valientes, menos tímidos. El sol trazaría sus dibujos amarillos sobre la cortina.

El relojito de mi mesilla de noche contaba los minutos, uno a uno, con su tictac. La manecilla caminaba lentamente alrededor de la esfera. Acostada de lado, lo miraba sin cesar. Subió hasta arriba y luego comenzó a bajar, emprendiendo una nueva vuelta. Pero Maxim no vino.

Capítulo 18

M
E debí quedar dormida pasadas las siete. Era completamente de día y las cortinas habían abandonado sus esfuerzos por detener el sol. La luz entraba a raudales por la ventana abierta, trazando arabescos en las paredes. Oí cómo abajo, en la rosaleda, unos hombres recogían mesas y sillas y descolgaban las cadenetas de luces. La cama de Maxim continuaba desnuda y vacía. Yo en la mía, estaba con los brazos cruzados sobre los ojos, en la postura menos a propósito para conciliar el sueño; pero, poquito a poco fui deslizándome hacia el borde de la inconsciencia hasta, al fin, cruzarlo. Cuando desperté eran más de las once, y Clarice debía de haber entrado, sin que yo la oyera, para traerme el té, pues vi junto a mí una bandeja con una tetera helada; mis ropas estaban recogidas y el traje azul guardado en el armario.

Bebí aquel té frío, aún amodorrada y atontada tras el pesado sueño, para luego quedarme mirando a la desnuda pared que tenía enfrente. La cama vacía de Maxim me volvió a mis sentidos, mientras mi corazón se agitaba descompasado y volvía a apoderarse de mí toda la indecible angustia de la noche antes. No había venido a su cama en toda la noche. Allí estaban intactos el pijama y el embozo abierto. ¿Qué habría pensado Clarice cuando entró en el cuarto para traerme el té? ¿Lo habría notado? ¿Se lo habría dicho a los otros criados y lo habrían discutido todos mientras tomaban el desayuno? No sabía por qué me preocupaban esas cosas ni por qué la idea de la conversación de los criados me resultaba tan dolorosa. ¿Sería porque yo era así, mezquina, convencional, miedosa de las murmuraciones?

Por eso había bajado la noche antes con mi traje azul, en lugar de quedarme escondida en mi cuarto. Bajar no fue un acto de valentía ni elogiable; fue, sencillamente, un necio tributo pagado a los convencionalismos. No bajé por Maxim, ni por Beatrice, ni por Manderley. Bajé… porque no quería que los invitados supusieran que me había peleado con Maxim. No quería que volviesen a sus casas diciendo: «Supongo que también tú has oído que no se llevan nada bien; se dice que él no es feliz». Había bajado por mí, nada más, por mi propio orgullo. Sorbía el té frío y pensaba que aceptaría vivir en un rincón de Manderley y Maxim en el otro, con tal de que la gente no se enterara. Aunque ya su ternura para conmigo se hubiera debilitado y consumido, aunque jamás volviera a besarme, ni nunca más me dirigiera la palabra, excepto para lo más imprescindible… me creía capaz de aguantarlo si tuviera al mismo tiempo la seguridad de que nadie excepto nosotros lo sabía. Si pudiéramos sobornar a los criados para que callasen, hacer nuestro papel delante de la familia, delante de Beatrice, aunque cuando quedásemos solos nos separásemos y lleváramos dos vidas completamente aparte.

Me parecía, según estaba sentada en la cama, mirando a la pared, a la luz que ya brillaba a través de las ventanas, a la cama vacía de Maxim, que lo más humillante, lo más vergonzoso que pueda haber es un matrimonio que fracasa. Que fracasa a los tres meses, como el mío. Porque ya no me hacía ninguna ilusión acerca del porvenir, ni me esforzaba en fingir. La noche anterior había sido demasiado evidente. Mi matrimonio había sido un fracaso. Todo lo que la gente diría, si llegaban a averiguar lo ocurrido, sería verdad. No nos llevábamos bien. No congeniábamos. No éramos a propósito el uno para el otro. Yo era demasiado joven para Maxim, tenía poca experiencia de la vida, y lo que era peor, no era de su clase. Aunque yo lo quería de una manera enfermiza, doliente, desesperada, como un niño o como un perro, eso era igual. No era ése el amor que él necesitaba. Lo que él quería era algo que yo no podía ofrecerle, algo de lo que ya había gozado antes. Me acordaba de la presunción juvenil y casi histérica con que me había lanzado al matrimonio, imaginando que yo podría hacer feliz a Maxim, a él, que había conocido antes una felicidad muy superior. Hasta la señora Van Hopper con su mezquino pensar y su ordinariez comprendía que yo iba a cometer una equivocación. «Me temo que te arrepentirás —me dijo—. Creo que vas a cometer un error».

No le quise hacer caso, y me pareció dura y cruel. Pero ella tenía razón. Siempre tenía razón. Aquella postrera puñalada que me dio al decirme adiós: «No supondrás que se ha enamorado de ti. Lo que le ocurre es que se encuentra solo. No puede aguantar aquella mansión vacía». Nunca dijo una verdad más grande. Maxim no me quería, ni me había querido nunca. Nuestra luna de miel en Italia y el haber vivido juntos aquí no habían significado nada para él. Lo que yo creí amor, amor por mí misma, no tenía otro significado más que el hecho de que él era un hombre y yo una mujer joven y que él se encontraba solo. No me pertenecía, pues pertenecía a Rebeca. Aún pensaba en Rebeca. Y nunca me querría a causa de Rebeca. Ella aún estaba en la casa, como había dicho la señora Danvers; en el cuarto del ala oeste, en el gabinete, en la galería, en el vestíbulo. Hasta su impermeable estaba todavía colgado en el cuarto de las flores. Y también estaba en el jardín, y en el bosque, y allá abajo en la casita de piedra junto a la playa. Sonaban sus pasos en los corredores y sus perfumes flotaban en las escaleras. Los criados continuaban obedeciendo sus órdenes, y nos daban de comer las cosas que a ella le gustaban. Sus flores preferidas llenaban las habitaciones. Allá, en los armarios de su cuarto, todavía colgaban sus vestidos, y sus cepillos sobre su tocador, sus zapatos bajo la silla y el camisón en su cama. Rebeca continuaba siendo la señora de Manderley. Rebeca era aún la señora de Winter. Yo nada tenía que hacer aquí. Había llegado, entrando a ciegas, como una intrusa en un terreno vedado. «¿Dónde está Rebeca? —había preguntado la abuela de Maxim—. Quiero que venga Rebeca. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?». A mí ni me conocía ni me quería. ¿Por qué iba a quererme? Yo era una desconocida. Yo ni pertenecía a Maxim ni a Manderley. Y Beatrice, ¡cómo me miró de arriba abajo el día que me conoció, francamente, sin disimulos! «Eres tan diferente de Rebeca». A Frank, reservado, azorado, cuando le hablé de ella, le molestaron mis preguntas tanto como a mí; pero cuando contestó la última que le hice al acercarnos a casa, me dijo con voz grave y pausada: «Sí, era la criatura más bonita que he visto en toda mi vida».

Rebeca, siempre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños, allí me encontraba con Rebeca. Ya la conocía con sus piernas largas y esbeltas, sus pies pequeños y estrechos. Era algo más ancha de hombros que yo y con unas manos llenas de destreza. Éstas, igual manejaban la rueda del timón que sujetaban un caballo. Eran manos que sabían arreglar flores y construir modelos de barcos y escribir: «A Max, de Rebeca», en la hoja blanca de un libro. Ya sabía también cómo era su cara: pequeña, ovalada, de tez blanca y sin mácula, con un magnífico pelo negro. Conocía su perfume y podía adivinar su risa. Si la hubiera oído entre mil otras, hubiera reconocido su voz. Rebeca, siempre Rebeca. Jamás me libraría de Rebeca.

Acaso yo la obsesionaba a ella como ella a mí. ¿Me miraba desde lo alto de la galería, como había hecho la señora Danvers, y se sentaba junto a mí cuando me ponía a escribir mis cartas en su escritorio? Aquel impermeable que me puse, el pañuelo que usé… eran suyos. Tal vez me viera cogerlos. Jasper había sido su perro y ahora corría detrás de mí. Las rosas eran suyas y ahora las cortaba yo. ¿Me odiaba y me temía como yo a ella? ¿No hubiera querido ver a Maxim solo en la casa? Yo podía luchar contra los vivos, mas no contra los muertos. De haber habido una mujer en Londres a quien Maxim escribiera y visitara, con quien cenase y riese, contra ella hubiera podido luchar. Nos hubiéramos encontrado en el mismo terreno. No le habría tenido miedo entonces. La ira, los celos se podían dominar. Llegaría un día en que esa mujer envejecería, o cambiaría, o se hastiaría y Maxim dejaría de amarla. Pero Rebeca no envejecería. Siempre sería la misma. Ella y yo no podíamos luchar. Era demasiado fuerte para mí.

Salté de la cama y descorrí las cortinas. Entró a raudales el sol en la habitación. Los hombres ya habían limpiado el desorden de la rosaleda. ¿Estaría la gente hablando del baile, como suelen hacerlo después de una fiesta?

—¿Lo encontraste tan animado como otras veces?

—¡Pche…! Creo que sí.

—La orquesta tocaba demasiado despacio, me parece a mí.

—La cena estuvo formidable.

—Los fuegos artificiales no estuvieron mal.

—Be Lacy está envejeciendo.

—¡Es que con el traje aquel…!

—Él parecía enfermo.

—Siempre lo parece.

—¿Qué te pareció la novia?

—Regular. Bastante aburrida.

—¿Qué tal se llevarán?

—¡Cualquiera lo sabe!

Me di cuenta entonces, por primera vez, de que habían dejado una nota por debajo de mi puerta.

BOOK: Rebeca
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