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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (17 page)

BOOK: Rebeca
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—No es más que la una, según el reloj de la chimenea —dijo Crawley.

—Ese reloj siempre adelanta —dijo Beatrice.

—Hace varios meses que no se ha adelantado ni un minuto —dijo Maxim.

En aquel momento entró Frith y anunció que la comida estaba servida.

—Voy a lavarme las manos —dijo Giles, mirándoselas.

Nos levantamos todos y pasamos por el salón hacia el comedor, más tranquilos; Beatrice y yo algo adelantadas, agarrándome ella del brazo.

—¡Mira el bueno de Frith! —me dijo—. ¡Siempre el mismo! Me hace creer que soy todavía una niña. Oye, ¿te importaría que te diga una cosa? Te he encontrado mucho más joven de lo que esperaba. Maxim me escribió la edad que tenías, pero… ¡si es que eres una chiquilla! Dime, ¿estás muy enamorada?

No esperaba la pregunta, y seguramente vio mi expresión de sorpresa, pues se echó a reír y me apretó ligeramente el brazo, diciendo:

—No me contestes. Ya veo lo que sientes. ¿Verdad que soy una pesada y una entrometida? No me hagas caso. Aunque en cuanto estamos juntos nos enzarzamos como el perro y el gato, quiero mucho a Maxim. Y te felicito otra vez por su aspecto. Hace ahora un año estábamos todos preocupados por él; pero, claro, ya estás enterada de todo lo que ocurrió.

Habíamos llegado al comedor y se calló, pues estaban allí los criados y habían llegado los demás; pero cuando ya sentada estaba desdoblando la servilleta, se me ocurrió pensar lo que diría Beatrice si supiera que yo no sabía una palabra acerca del año pasado, ni un solo detalle de la tragedia ocurrida allá abajo, en la ensenada, pues Maxim se callaba esas cosas y yo jamás le preguntaba.

La comida transcurrió mejor de lo que me hubiera atrevido a esperar. Hubo pocas discusiones, acaso porque Beatrice se decidiera a ser más diplomática; en cualquier caso, el hecho fue que Maxim y ella estuvieron charlando de asuntos de Manderley, de los caballos de ella, del jardín, de los amigos comunes, y Frank Crawley, sentado a mi izquierda, mantuvo la conversación sencillamente, lo que le agradecí, pues me ahorró todo esfuerzo. Giles se ocupó más bien en comer que en hablar, aunque de vez en cuando se acordaba de mi existencia y me arrojaba una frase al azar.

—Supongo, Maxim, que tienes el mismo cocinero —dijo, cuando Robert le ofreció por segunda vez la fuente de
mousse
fría—. Se lo digo siempre a Be: Manderley es la única casa que queda en Inglaterra donde se come bien. Esta
mousse
de chocolate me recuerda otros tiempos.

—Creo que los cocineros cambian de vez en cuando —dijo Maxim—, pero la cocina no. La señora Danvers tiene todas las recetas y enseña a los cocineros nuevos que puedan venir.

—Ésta señora Danvers —dijo Giles, volviéndose hacia mí— es una mujer extraordinaria, ¿no te parece?

—Ya lo creo —respondí—. La señora Danvers parece valer mucho.

—¡Como bonita… no es ningún cuadro! —dijo Giles, soltando una carcajada.

Frank Crawley no dijo nada; cuando alcé la vista noté que Beatrice me estaba observando. Volvió la cabeza y se puso a hablar con Maxim.

—¿Juega usted al golf? —preguntó Crawley.

—No, lo siento —respondí, contenta de que se hubiera cambiado otra vez de conversación y que hubieran olvidado a la señora Danvers.

Aunque ni jugaba ni sabía nada del juego, me dispuse a escucharle todo el tiempo que quisiera. Conversación sin peligros ni riesgos. Podíamos estar hablando de golf durante horas sin encontrar ninguna dificultad. Tomamos el queso y el café y me pregunté si tendría yo que levantarme la primera. Miré a Maxim, pero no me hizo ninguna señal. Empezó Giles una historia interminable y difícil de seguir, acerca de cómo una vez encontró un coche cubierto de nieve por una ventisca y tuvo que desenterrarlo. No sé a propósito de qué sacó el cuento. Y yo me puse a escucharlo atentamente, asintiendo de vez en cuando y sonriendo hasta que noté que Maxim, sentado a la cabecera de la mesa, daba muestras de impaciencia. Hizo Giles, al fin, una pausa, y me miró Maxim ligeramente ceñudo al mismo tiempo que me señalaba la puerta con la cabeza.

Me levanté inmediatamente y al hacerlo, cuando retiraba la silla, di torpemente un empujón a la mesa, tirando el vaso de oporto de Giles.

—¡Vaya por Dios! —exclamé, sin saber qué hacer, mientras cogía mi servilleta; pero Maxim me interrumpió:

—Déjalo, Frith se encargará de eso. No lo estropees más. Anda, Beatrice, llévatela a dar una vuelta por el jardín, apenas ha visto nada aún.

Me pareció cansado, agotado. Empecé a sentir que hubiera venido nadie. Ya nos habían estropeado el día. Era demasiado pedirnos, cuando acabábamos de llegar. Yo también estaba deprimida y cansada. Cuando Maxim propuso que nos fuéramos al jardín me pareció que estaba casi enfadado. ¡Qué majadería, haber tirado la copa de oporto! Salimos a la terraza y nos pusimos a pasear por el bien cuidado césped.

—Me parece una pena que hayas venido tan pronto a Manderley —dijo Beatrice—. Hubiera sido mejor que os hubierais quedado vagando por Italia tres o cuatro meses y haber venido aquí a medio verano. A Maxim le hubiera sentado al pelo y a ti te hubiera sido más fácil todo. Al principio, estoy segura de que todo se te va a hacer cuesta arriba.

—¡Oh, no! Sé que llegaré a tomarle cariño a Manderley.

No contestó. Continuamos paseando, dando vueltas por la hierba.

—Cuéntame cosas tuyas —me dijo—. ¿Qué hacías en el sur de Francia? Maxim escribió que estabas viviendo allí con una señora americana completamente imposible.

Expliqué quién era la señora Van Hopper y cómo empezó la cosa. Me escuchó con cariño, pero creo que no con gran atención, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Sí —dijo—; tienes razón cuando dices que todo ocurrió de pronto. Pero, naturalmente, te aseguro que a todos nos encantó, y yo espero de veras que seáis felices.

—Gracias, Beatrice, muchas gracias.

Pero me extrañó que dijese que esperaba que fuésemos felices, en lugar de decir que sabía que íbamos a serlo. Era amable y sincera. Me gustaba mucho. Pero aquella ligera nota de duda que escuché en su voz me dio miedo. Me cogió del brazo y continuó hablando:

—Cuando Maxim me escribió diciéndome que te había conocido en el sur de Francia y que eras muy joven y muy bonita, no te voy a ocultar que me escamé. Claro, con esa descripción, todos esperábamos una de esas niñas elegantes, muy modernas y pintadas; vamos, una de esas muchachas que suelen conocerse en estos sitios. Cuando entraste en el gabinete, antes de comer, por poco me caigo sentada de la sorpresa.

Se echó a reír y yo con ella. Pero no dijo si, al verme, la sorpresa fue agradable o desagradable.

—¡Pobre Maxim! —siguió—. Ha pasado una temporada terrible, y todos esperamos que tú se la hayas hecho olvidar. Ya habrás notado que adora Manderley.

Algo me hacía desear que siguiese hablando, que me contase más de lo pasado, así, con naturalidad y sencillez; pero, por otra parte, en lo íntimo de mi persona, no lo quería saber, no lo quería escuchar.

—No nos parecemos en nada —continuó—. Somos dos polos opuestos. A mí se me nota todo en la cara; si me gusta alguien o no, si estoy enfadada o contenta. No me callo nunca. Él es todo lo contrario. Habla poco y es muy reservado. Nunca se sabe qué cosas raras está pensando. Yo pierdo la paciencia en cuanto me provocan en lo más mínimo, Maxim se enfada una o dos veces al año; pero cuando se enfada, bueno, ¡hay que ver cómo se pone! Supongo que contigo no le pasará nunca. No sé, me parece que eres una personilla más bien tranquila.

Sonrió y me apretó el brazo. Pensé en lo agradable que resultaba eso de ser «una personilla tranquila» y me imaginé a alguien que hacía punto, con los ovillos en la falda, y la frente serena, sin arrugas. Alguien que nunca se angustiaba, que no conocía el tormento de la duda y la indecisión, a quien no le ocurría, como a mí, sentirse llena de esperanza, ansiosa, asustada, mordiéndose las uñas, sin saber qué camino tomar.

—Oye, no te importe que te lo diga, pero ¿por qué no haces algo con ese pelo? ¿Por qué no te lo rizas? ¿No te parece que lo tienes lacio? Con un sombrero puesto debes de parecer un espanto. ¿Por qué no te lo recoges detrás de las orejas?

Hice lo que me decía, y me quedé esperando su aprobación. Me miró despacio, ladeando la cabeza.

—No —dijo—, no; así estás peor. Demasiado serio. No te sienta bien. Creo que lo que necesitas es hacerte la permanente, para darle un poco de vida. A mí nunca me han gustado esos peinados a lo paje, a lo Juana de Arco o como los llamen. Pero ¿qué dice Maxim? ¿Le parece que te sienta bien así?

—No sé. Nunca me lo ha dicho.

—¡Ah!, pues… puede que le guste. No me hagas caso a mí. ¿Te has comprado ropa en París y en Londres?

—No, no hemos tenido tiempo. Maxim tenía prisa por llegar a casa. Puedo mandar por los catálogos.

—Por la manera que tienes de vestirte se ve que te importa un pito ponerte una cosa u otra.

Miré mi falda de franela, como tratando de justificarla.

—No creas; me gustan las cosas bonitas. Hasta ahora no he tenido mucho dinero para gastar en trapos.

—No comprendo por qué Maxim no se quedó una o dos semanas en Londres para comprarte lo que necesitaras. La verdad es que ha sido muy egoísta. Eso no es propio de él. En general, se fija mucho en esas cosas.

—¿Sí? No creo que se haya fijado nunca en lo que me pongo yo. Creo que le tiene sin cuidado.

—Pues entonces ha cambiado —dijo ella.

Volvió la cabeza y llamó silbando a Jasper con las manos en los bolsillos. Luego miró hacía la casa, que se alzaba ante nosotras.

—No usáis las habitaciones de poniente, ¿verdad?

—No; estamos en el ala este. Las acaban de arreglar.

—¿Ah, sí? —dijo—. No lo sabía. ¿Por qué?

—Fue cosa de Maxim. Parece que las prefiere.

No dijo nada. Continuó mirando las ventanas, silbando.

—¿Qué tal te entiendes con la señora Danvers? —me preguntó de repente.

Me agaché y comencé a acariciar a Jasper en la cabeza y a rascarle las orejas.

—No he tenido mucho que ver con ella —dije—. Me asusta un poco. No creo haber conocido nunca a nadie parecido.

—No. No es probable —dijo Beatrice.

Jasper me miró con sus ojos grandes, humildes, algo asustadizos. Le di un beso en la sedosa cabeza y le cogí el negro hocico con la mano.

—No debes tenerle miedo —dijo Beatrice— y, sobre todo, que ella no te lo note. Yo nunca he tenido nada que ver con ella, ni ganas. Pero siempre se ha mostrado muy atenta conmigo.

Yo continué acariciando a Jasper.

—¿Ha estado amable contigo?

—No, no mucho.

Beatrice empezó a silbar otra vez y rascó a Jasper con el pie.

—Yo, en tu lugar, no tendría demasiados tratos con ella.

—No —respondí—. Lleva la casa muy bien. No hace falta que yo intervenga para nada.

—No, si eso no creo que le importe —dijo Beatrice.

Era exactamente lo que Maxim me dijo la noche antes y me pareció curioso que los dos tuvieran la misma opinión. Yo, personalmente, hubiera pensado que nada molestaría tanto a la señora Danvers como que yo tratase de intervenir en sus cosas.

—Acaso se acostumbre con el tiempo —dijo Beatrice—; pero, al principio, puede que te resulte desagradable. Claro que tiene unos celos tremendos. Eso ya me lo temía yo.

—Pero… ¿por qué? —pregunté mirándola—. ¿Por qué va a tener celos? No parece que a Maxim le tenga un cariño demasiado grande.

—Pero, mujer, no es en Maxim en quien ella piensa —respondió—; supongo que a Maxim le tiene respeto y todas esas cosas, pero nada más. No, ¿sabes? —hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido, vacilante—; lo que ocurre es que le duele tu presencia aquí.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué la he de molestar?

—Creí que lo sabías —dijo Beatrice—. Creí que Maxim te lo habría dicho. Tenía verdadera adoración por Rebeca. Fue niñera suya.

—¡Ah! ¡Ahora comprendo…!

Continuamos las dos rascando y mirando a Jasper, quien, no acostumbrado a tanta atención, se tumbó encantado boca arriba.

—Aquí llegan ésos —dijo Beatrice—. Vamos a sacar unas sillas y a sentarnos bajo el castaño. ¡Qué gordo se está poniendo Giles! Cuando se le ve al lado de Maxim está repugnante. Supongo que Frank se volverá al despacho. ¡Qué aburrido es el pobre! Nunca tiene que decir nada de interés. ¡Bueno! ¿Y de qué venís discutiendo? Arreglando el mundo, supongo.

Se echó a reír; los demás se nos acercaron y nos quedamos todos parados formando un grupo. Giles tiró un palo para que lo trajera Jasper, mientras todos mirábamos. Crawley miró el reloj.

—Me tengo que marchar. Muchas gracias por la comida —me dijo.

—Tiene usted que venir a menudo —le contesté, dándole la mano.

¿Se marcharían los demás? No estaba segura de si se habían presentado solamente a comer o a pasar el día. Yo hubiera preferido que se fuesen. Quería quedarme sola con Maxim y recordar nuestra estancia en Italia. Nos sentamos todos debajo del castaño. Robert sacó sillas y mantas. Giles se tumbó boca arriba, con el sombrero tapándole los ojos. Al cabo de unos momentos comenzó a roncar con la boca abierta.

—¡Cállate, Giles! —dijo Beatrice.

—Si no estoy dormido —dijo, entreabriendo los ojos y viéndolos a cerrar inmediatamente.

Le encontraba bastante poco atractivo. Pensé por qué se habría casado Beatrice con él. Era imposible que estuviera enamorada. Tal vez pensaba lo mismo de mí. De cuando en cuando la sorprendía examinándome pensativa, intrigada, como si se dijera: «Pero ¿qué habrá visto Maxim en su mujer?». Sin embargo, me miraba al mismo tiempo con buenos ojos, no como una enemiga. Estaban hablando de su abuela.

—Tenemos que ir a ver a la pobre vieja —dijo Maxim.

—Se está poniendo chocha —dijo Beatrice—. Se mancha toda cuando come, la pobre.

Yo los escuchaba, apoyada en el brazo de Maxim, restregándome la barbilla contra su manga. Él me acariciaba la mano distraídamente mientras hablaba con Beatrice.

«Eso es lo que yo hago con Jasper», pensé. «Ahora soy como Jasper. Me acaricia de vez en cuando, si se acuerda, y me gusta. Me arrimo entonces más… le gusto de la misma manera que a mí me gusta Jasper».

Se había calmado el viento. La tarde había quedado soñolienta y apacible. El césped estaba recién cortado. Tenía el perfume dulce y fresco del verano. Una abeja zumbaba alrededor de la cabeza de Giles y éste la espantó agitando el sombrero. Se nos acercó Jasper, lentamente, con la lengua colgando. Tenía demasiado calor al sol. Se dejó caer junto a mí y comenzó a lamerme, mirándome con sus humildes ojos. El sol brillaba en las ventanas de la casa, y vi reflejados en ellas las terrazas y los prados. De una de las chimeneas cercanas se alzaba rizada una delgada columna de humo y pensé si, de acuerdo con la rutina, estarían encendiendo fuego en la biblioteca.

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