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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (20 page)

BOOK: Rebeca
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—Vamos, Jasper, ¡por el amor de Dios! —dijo Maxim—. ¡Haz que se mueva! ¿No puedes tirar más de la cuerda o hacer algo? Beatrice tenía razón: está demasiado gordo.

—Pero si tienes tú la culpa. Caminas tan deprisa que no podemos mantener tu paso.

—Si me hubieras hecho caso, en vez de irte por las rocas neciamente, ya estaríamos en casa —dijo Maxim—. Jasper sabía volver perfectamente. No comprendo para qué has tenido que salir tras él.

—Creí que podría haberse caído al agua y me daba miedo por la marea.

—¿Te crees que iba a dejarle si hubiera corrido peligro con la marea? Te dije que no te subieras por las peñas, y ahora estás refunfuñando porque estás cansada.

—¡No estoy refunfuñando! —dije—. Cualquiera se cansaría andando a este paso, aunque tuviera las piernas de acero. Y, en vez de abandonarme, creía que me seguirías cuando fui a buscar a Jasper.

—¿A santo de qué iba yo a cansarme corriendo detrás de ese perro idiota?

—¡No te hubieras cansado más subiendo por las rocas que corriendo por la playa pescando maderos! —contesté—. Sólo dices eso porque no tienes otra excusa.

—¿Me quieres decir de qué tengo yo que excusarme, si se puede saber?

—¡Oh! ¡Qué sé yo! ¿Vamos a dejarlo?

—Nada de eso. Tú has empezado. ¿Qué es eso de que yo quiero excusarme? ¿Excusarme de qué?

—Excusarte por no haber venido conmigo a las peñas, supongo —dije.

—Y… ¿por qué crees que no quería ir yo a la otra playa?

—Pero, Maxim…, ¿cómo lo voy a saber yo? Yo no soy adivinadora del pensamiento. Pero te digo que no querías venir. Te lo vi en la cara.

—¿Qué viste en mi cara?

—Lo que acabo de decir. Que no querías venir. Pero…, te lo pido por favor. Vamos a no hablar más del asunto. Ya estoy harta de él.

—Todas las mujeres dicen lo mismo cuando llevan las de perder en una discusión. Bueno, pues… ¡es verdad! ¡No quiero ir a la otra playa ni a esa casa endiablada! Y si tuvieras de ellas los recuerdos que yo, ni querrías ir allí ni querrías oír hablar de ellas. Ya lo sabes. Y ahora espero que te habrás quedado satisfecha.

Su cara estaba blanca y vi en sus ojos, angustiados y tristes, aquella mirada sombría que tenían cuando le conocí. Alargué la mano, tomé la suya y la apreté.

—Maxim, ¡por favor!

—¿Qué quieres? —dijo bruscamente.

—No quiero verte así. Me hace demasiado daño. Por favor te lo pido. Vamos a olvidar todo lo que he dicho. Ha sido una discusión estúpida. Perdóname. Te quiero. Vamos a olvidarlo todo.

—Debíamos habernos quedado en Italia —dijo—. No teníamos que haber venido a Manderley. ¡Qué necio! ¡Qué necio he sido volviendo!

Continuó apartando las ramas violentamente, dando grandes zancadas, mayores que antes, y para no quedarme atrás tuve que echar a correr, tratando de contenerme, a punto de llorar, tirando del pobre Jasper.

Al fin, llegamos a la cima de la cuesta, y vi el sendero que conducía al Valle Feliz. Habíamos subido por el camino que había querido tomar Jasper antes aquella tarde. Entonces comprendí por qué quiso ir por allí. Llevaba a la playa que le era más conocida, y a la casita. Lo hizo siguiendo una costumbre.

Salimos a las praderas de césped y las cruzamos en dirección a la casa, sin hablar. Maxim tenía una expresión dura, apagada. Entró en el vestíbulo y dijo a Frith, que estaba allí:

—Queremos el té inmediatamente.

Y entró en la biblioteca cerrando la puerta tras él.

Luché por contener las lágrimas. No quería que Frith las viera. Creería que habíamos tenido un disgusto y luego hubiera ido a los demás criados, diciendo: «La señora estaba llorando en el vestíbulo ahora mismo. Parece que las cosas no marchan bien». Le volví la espalda para que no me viera la cara. Sin embargo, vino hacia mí y comenzó a ayudarme con el impermeable.

—Pondré el impermeable en el cuarto de las flores, señora —dijo.

—Gracias, Frith —respondí, manteniendo la cara apartada.

—No ha hecho una tarde demasiado buena para pasear, señora.

—No, no estaba demasiado agradable.

—Su pañuelo, señora —dijo, recogiendo algo que había caído al suelo.

—Gracias —dije, y lo metí en el bolsillo.

No sabía si subir a mi cuarto o si seguir a Maxim y entrar en la biblioteca. Frith se llevó el impermeable al cuarto de las flores. Cuando volvió y me vio aún allí, indecisa, mordiéndome las uñas, me miró sorprendido, y me dijo:

—En la biblioteca hay un fuego muy bueno, señora.

Atravesé el vestíbulo despacio hacia la biblioteca. Abrí la puerta y entré. Maxim estaba sentado en un sillón, con Jasper a sus pies y la perra en el cesto. Aunque el periódico estaba sobre el brazo del sillón, Maxim no leía. Me arrodillé junto a él y apoyé la cara contra la suya.

—No estés enfadado conmigo —le dije.

Me cogió la cara con las dos manos y me miró con aquellos ojos cansados y tristes.

—No estoy enfadado contigo.

—Sí, sí lo estás. Te he hecho desgraciado, que es lo mismo que si te hubieras enfadado. Estás herido y sangrando por dentro. Y no puedo sufrir el verte así. ¡Te quiero tanto!

—¿De verdad? —dijo—. ¿De verdad?

Me abrazó con fuerza, mirándome con ojos de duda, con los ojos de un niño que sufre, de un niño que siente miedo.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Por qué me miras así, amor mío?

Antes de que pudiera contestar oí que se abría la puerta, y me senté sobre los talones, simulando que echaba un leño al fuego. Entró Frith, seguido de Robert, y comenzó el ritual del té.

Se repitió el ceremonial del día anterior: colocar la mesa, cubrirla con un mantel blanco como la nieve, los platos de dulces y bollitos, la tetera de plata para el agua caliente sobre su llamita de alcohol. Y Jasper, que movía el rabo con expectación, me miraba a la cara, con las orejas echadas hacia atrás.

Debieron de pasar cinco minutos hasta que nos encontrarnos solos otra vez, y cuando miré a Maxim vi que le había vuelto el color a la cara y había desaparecido en su mirada aquella tristeza sombría. En aquel momento cogía un emparedado.

—De todo tiene la culpa el haber tenido tanta gente a comer —dijo—. La pobre Beatrice me pone los nervios de punta. Cuando éramos pequeños, nos peleábamos como demonios. Y lo gracioso es que la quiero mucho. ¡Bendita sea! Pero es un descanso que no vivan más cerca. Lo que me recuerda que tenemos que ir a ver a la abuelita uno de estos días. Sírveme el té, niña bonita, y perdóname que me haya puesto así.

Todo había pasado. Había terminado el incidente. No teníamos que hablar más del asunto. Me sonrió por encima de su taza, y cogió el periódico que tenía en el brazo de su sillón. La sonrisa fue mi premio. Como un golpecito cariñoso que hubiera dado a Jasper. Me encontraba en el mismo lugar que antes, «descansa, perrito, buen chico, no me molestes más». Cogí un bollo y lo repartí entre los dos perros. Yo no tenía hambre. Ahora me encontraba cansada, muy cansada, agotada, exhausta. Miré a Maxim, pero estaba enfrascado en su periódico. Había vuelto la página. Yo tenía los dedos pringosos de la mantequilla del bollo y busqué el pañuelo en el bolsillo. Lo saqué. Era diminuto, bordado de encaje. Lo miré sorprendida, pues no era mío. Entonces evoqué a Frith recogiéndolo del embaldosado suelo del vestíbulo. Indudablemente se había caído del bolsillo del impermeable. Lo volví a mirar. Estaba sucio, y unas pelusillas del bolsillo del impermeable se le habían quedado pegadas. Seguramente había permanecido mucho tiempo en aquel bolsillo. Tenía bordado un monograma en la esquina: una «R», alta, inclinada, y las letras «de W» entrelazadas. La «R» empequeñecía las demás letras, y su rabo se adentraba por la batista, alejándose del encaje. Era un pañuelito insignificante, una verdadera miniatura. Hecho una bolita, lo metieron en el bolsillo del impermeable y luego se olvidaron de él. Debí de ser yo la primera persona que se pusiera aquel impermeable desde que se usara el pañuelo. La dueña del impermeable era alta, delgada. Más ancha de hombros que yo, pues a mí me estaba ancho y largo, y las mangas me habían llegado más abajo de las muñecas. Faltaban algunos botones, luego ella no se molestaba en abrochárselo, lo llevaría sobre los hombros, como una capa, o lo usaría abierto, con las manos metidas en los bolsillos.

El pañuelo tenía una mancha roja. Una mancha de carmín. Se había limpiado los labios con el pañuelo, luego hizo con éste una bolita y lo olvidó en el bolsillo. Me limpié los dedos con el pañuelo y, al hacerlo, noté que aún se desprendía de él un perfume desvaído. Era un perfume que reconocí, un perfume que no era nuevo para mí. Cerré los ojos tratando de hacer memoria. Era un perfume fugitivo, débil y fragante, pero no podía ponerle nombre. Sin embargo, sabía que lo había aspirado en otra ocasión, y hasta tocado…, ¡aquella misma tarde!

Entonces me di cuenta de que el suave perfume del pañuelo era el mismo de los blancos pétalos estrujados de las azaleas que florecían en el Valle Feliz.

Capítulo 11

T
ODA aquella semana llovió e hizo frío, como ocurre con frecuencia en el oeste de Inglaterra a principios de verano, y no volvimos a la playa. Yo veía el mar desde la terraza y desde las praderas de césped. Estaba plomizo y poco apetecible, alborotado por grandes olas, que llegaban arrolladoras hasta la bahía, después de pasar el faro del promontorio. Me las imaginaba hinchándose en el seno de la caleta, para luego romper estrepitosas contra la playa. Se oía desde la terraza el rumor del mar, allá abajo, bronco y amenazador. Un ruido apagado y tenaz, que nunca cesaba. Las gaviotas volaban tierra adentro, empujadas por el temporal. Se cernían en círculos por encima de la casa, girando y chillando, batiendo ruidosamente el aire con sus alas abiertas.

Comencé a comprender por qué hay gente que no puede aguantar el ruido del mar. Su música es triste y monótona, y su persistencia, su eterno atronar, retumbar y silbar, desarrolla una melodía atormentadora para los nervios. Me alegré de que nuestras habitaciones estuvieran orientadas al este, dando sobre la rosaleda, que se veía desde las ventanas. Algunas noches, desvelada, salía sigilosa de la cama en medio de la noche silenciosa; me iba a la ventana y me quedaba allí, acodada sobre el alféizar, respirando el aire agradable y tranquilo.

No podía oír el inquieto mar, y porque no lo oía eran mis pensamientos también apacibles. No vagaban por aquella senda escarpada que conducía a la plomiza caleta y a la casita abandonada. No quería pensar en aquella casita. Demasiadas veces la recordaba durante el día. Su recuerdo me importunaba siempre que veía el mar desde la terraza. Se presentaban de nuevo ante mí las manchitas azuladas de la vajilla, las telarañas, tejidas alrededor de los mástiles de los barquitos, y las mordeduras de las ratas en la tapicería del sofá. Volvía a escuchar el rumor de la lluvia sobre el tejado. Y me acordaba también de Ben, con sus ojillos estrechos y azulados, y su equívoca sonrisa de cretino. Todo ello me inquietaba. Todo me dejaba desasosegada. Quería borrarlo de mi memoria y, al mismo tiempo, quería averiguar por qué me intranquilizaba y me hacía desgraciada. Allá, en lo hondo de mis pensamientos, se movía lenta y solapadamente, aunque yo lo quisiera negar, haciéndome experimentar las vacilaciones y la ansiedad del niño a quien se le ha dicho: «De eso no se habla; está prohibido».

No podía olvidar aquella mirada de Maxim, vaga, perdida, el día que volvíamos por la sombría senda a través del bosque, ni sus palabras: «¡Qué necio! ¡Qué necio he sido en volver!». Yo tuve la culpa de todo, por haber ido a la otra caleta. Yo había abierto el camino que conducía al pasado otra vez. Y aunque Maxim se había recobrado, y, una vez más, estaba como antes, vivíamos juntos, comíamos, dormíamos, paseábamos, escribíamos cartas, íbamos al pueblo en coche…, pasando juntos todas las horas del día, yo sabía, no obstante, que se alzaba una barrera entre nosotros a causa de ello.

Al otro lado de aquel muro andaba él solo. Y yo no podía acompañarle. Llegó a apoderarse de mí un temor continuo de que una palabra dicha al azar, un giro, al parecer inofensivo, de cualquier charla, pudiera hacer volver a sus ojos aquella expresión. Rehuía toda mención del mar, pues del mar podíamos pasar a los barcos, a los náufragos, a la gente que se ahoga… Hasta Frank Crawley, que vino a comer un día, me hizo acongojarme temerosa cuando dijo algo de las regatas de Kerrith a cinco kilómetros de distancia. Miré fijamente mi plato sintiendo una punzada en el corazón; pero Maxim continuó hablando con naturalidad sin parecer dar importancia a la cosa, mientras yo permanecía inmóvil, sudando de angustia, temblando de inquietud ante los posibles rumbos que pudiera tomar la conversación.

Ocurrió cuando estábamos ya comiendo el queso; Frith se había marchado, y me acuerdo de que yo me levanté, fui al aparador y me serví otro pedazo de queso que no quería, por no quedarme sentada en la mesa con ellos, escuchándolos; me puse a canturrear bajito para no oírlos.

Claro que todo aquello era una tontería, morbosa y estúpida; era conducirse como una enferma neurótica y no como la persona contenta y feliz que yo era. Pero no lo podía remediar. No sabía qué hacer. Además, mi timidez y cortedad empeoraron, haciéndome callar estólida cuando venían visitas a casa. Así, pues, recuerdo que durante aquellas primeras mañanas estuvieron a vernos los conocidos que vivían en la comarca, y el recibirlos, el darles la mano y el esfuerzo de mantener la conversación durante media hora se convirtió en una prueba más dura de lo que en un principio me figuré, por ese miedo mío de que comenzasen a hablar de aquello que no se debía discutir. La agonía de oír las ruedas que se acercaban a la casa, el timbrazo de la puerta que me hacía salir huyendo instintivamente hacia mi cuarto. Me daba polvos de cualquier manera, me pasaba un peine deprisa y corriendo, y llegaba el momento inevitable de oír la llamada en mi puerta, y ver luego las tarjetas de visita sobre la bandeja de plata.

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