—Lo llamamos el Valle Feliz —dijo.
Allí estuvimos callados, contemplando la blanca pureza de las flores más cercanas. Maxim se agachó, cogió un pétalo caído y me lo dio. Estaba ajado y magullado, ya pardusco en sus rizados bordes, pero cuando me froté con él la mano, subió hasta mí su perfume penetrante y, sin embargo, suave, tan lleno de vida como el árbol vivo del que cayera.
Y entonces comenzaron a cantar los pájaros. Primero, un mirlo cuyas notas límpidas y frescas se elevaron por encima del rumor de las aguas; luego, su compañero le contestó a espaldas nuestras, escondido en el bosque, y al poco tiempo vibraba el aire con trinos y gorjeos que nos siguieron mientras descendíamos lentamente al valle, como también nos acompañó la fragancia de los blancos pétalos. Era un lugar inquietante, se diría que encantado. No había imaginado tanta belleza.
El cielo, ahora nublado y triste, tan distinto del de aquella tarde, y la llovizna pertinaz e insistente, no podían alterar la suave tranquilidad del valle. Lluvia y riachuelo mezclaban sus aguas y las notas líquidas del mirlo caían sobre el aire húmedo, en armonía con ambos. Crecían las azaleas tan cerca, en la margen del sendero, que al pasar me acariciaban con sus corolas mojadas. Caían en mis manos gotitas de agua desde los pétalos. También había pétalos bajo mis pies, pétalos pardos y empapados, pero aún fragantes, con cuyo perfume se combinaba otro más añoso y maduro que se desprendía del musgo oscuro, de la tierra acre, de los tallos de los helechos y de las retorcidas y enterradas raíces de los árboles. Retuve la mano de Maxim en la mía sin decir palabra. El encanto del Valle Feliz me embriagaba. Éste era el corazón de Manderley, del Manderley que aprendería a conocer y amar. Había olvidado ya la llegada en coche, el bosque sombrío y espeso, los lujuriosos rododendros, brillantes y soberbios. Y la gran mansión, el silencio lleno de ecos del vestíbulo, la quietud amenazadora del ala oeste, envuelta en fundas. Allí yo era una intrusa que vagaba por aposentos que no me conocían, que me sentaba en una silla que no me pertenecía, ante un escritorio que no era mío. Aquí era distinto. El Valle Feliz no sabía de intrusos. Llegamos al final del sendero, donde las flores formaban un arco por encima de nuestras cabezas. Hubimos de agacharnos para pasar, y cuando de nuevo me erguí y me sacudía las gotas de lluvia que se me prendieron en el pelo, vi que habíamos dejado el valle a nuestra espalda, y con él las azaleas y el arbolado. Tal como Maxim me había descrito en Montecarlo, ya hacía muchas semanas, nos hallábamos pisando guijas duras y blancas, ante una ensenada estrecha y larga. Más allá, el oleaje rompía contra la costa.
Maxim me sonrió al ver la sorpresa reflejada en mi rostro.
—Te ha sorprendido, ¿verdad? Nadie se lo espera. El contraste es demasiado brusco. Casi hace daño.
Cogió una piedra y la tiró lejos, a la playa, para que Jasper la trajese.
—¡Búscala!
Y Jasper salió como una exhalación a coger la piedra, agitando al viento sus largas orejas negras.
Había cesado el encanto; el hechizo se había roto. Volvimos a ser dos mortales, dos personas jugando en la playa. Tiramos más piedras, fuimos hasta la orilla, hicimos saltar las guijas sobre el agua y jugamos a pescar los maderos que traían las olas. La marea había comenzado a subir y ascendía por la bahía. Las rocas bajas estaban cubiertas. Otras aparecían llenas de algas. No sin esfuerzo conseguimos rescatar del agua un tablón que flotaba sobre las olas, y lo llevamos hasta más arriba de las huellas dejadas por la pleamar. Maxim se volvió hacia mí, riendo, echándose para atrás el pelo que se le metía en los ojos, y yo me bajé las mangas del impermeable, salpicado por las olas. De repente, miramos y vimos que Jasper había desaparecido. Le llamamos y le silbamos, pero no vino. Miré intranquila hacia la boca de la caleta, donde las olas se estrellaban contra la escollera.
—No —dijo Maxim—; no puede haberse caído al agua; le hubiéramos visto. ¡Jasper! ¡¡Jasper!! ¿Dónde te has metido? ¡¡¡Jasper!!!
—¿Se habrá vuelto hacia el Valle Feliz?
—Hace un minuto estaba junto a esa roca, oliendo una gaviota muerta —dijo Maxim.
Volvimos a recorrer la playa en dirección al Valle Feliz.
—¡Jasper! ¡Jasper! —gritaba Maxim.
A lo lejos, más allá de las rocas que se alzaban a nuestra derecha, oí un ladrido débil y agudo.
—¿Has oído? —pregunté—. Se ha subido por ahí.
Y comencé a trepar por las escurridizas lajas hacia el punto donde había oído el ladrido.
—¡Ven aquí! —dijo Maxim secamente—. No quiero ir por ahí. Que se las arregle el muy majadero.
Vacilé y le miré desde lo alto de las rocas.
—Puede que se haya caído —dije—. ¡Pobre animalito! Déjame que vaya a buscarlo.
Volvió Jasper a ladrar, y esta vez parecía sonar más lejos.
—¡Escucha! Tengo que ir a ayudarle —insistí—. No hay peligro, ¿verdad? ¿Crees que le habrá aislado la marea?
—No le pasa nada —dijo Maxim irritado—. Déjale en paz, él sabe el camino de la casa.
Hice como que no le oía y continué trepando hacia Jasper. Grandes rocas de perfil irregular y cortante obstruían la vista, y yo continué, escurriéndome, tropezando, como pude, por las rocas mojadas hacia el lugar en donde sonaron los ladridos de Jasper. Me pareció una crueldad por parte de Maxim querer abandonar a Jasper, y no lo comprendía. Además, la marea se acercaba. Llegué al gran peñasco que me había tapado la vista y miré al otro lado. Vi sorprendida otra caleta muy parecida a la que acababa de dejar, pero más ancha y redonda. La cruzaba un pequeño malecón de piedra y más allá la bahía formaba un diminuto fondeadero natural. Vi una boya, pero no había ninguna embarcación. La playa era también de guijo blanco, como la que quedaba a mi espalda, pero mas escarpada, adentrándose en el mar en un ángulo más pronunciado. Llegaban los árboles casi hasta los revoltijos de algas que marcaban la pleamar, casi hasta las mismas rocas. Junto al lindero del bosque había una casa, baja y larga, medio chalé, medio cobertizo para embarcaciones, construida con la misma piedra que sirvió para el malecón.
Había en la playa un hombre, tal vez un pescador, con botas de agua y un sombrero de hule como los que usan los pescadores. Jasper estaba también allí, ladrando al hombre, corriendo en círculos a su alrededor y tratando de morderle las botas de vez en cuando. El pescador no le hacía ningún caso. Estaba inclinado y escarbando entre las guijas.
—¡Jasper! ¡Jasper! ¡Ven aquí! —grité.
Me miró el perro, movió el rabo, pero no me obedeció, sino que continuó ladrando a la solitaria figura de la playa.
Volví la cabeza, pero no vi a Maxim. Bajé hasta la playa, saltando por las rocas. Crujieron las guijas al pisarlas, y el hombre, que notó el ruido, alzó la cabeza. Vi los ojillos rasgados de un idiota, de boca roja y húmeda. Se sonrió, enseñando las desdentadas encías.
—Buenos días —dijo—. Mal tiempo hace, ¿eh?
—Buenas tardes —respondí—. Sí, no hace demasiado buen tiempo.
Me miraba con curiosidad, sin dejar de sonreír.
—Buscando conchitas. Aquí no hay conchitas. Buscando desde mediodía.
—Vaya, hombre, pues siento que no haya encontrado ninguna.
—¡Eso, eso! —dijo—. ¡Ninguna! Aquí no hay conchitas.
—Vamos, Jasper —dije yo—, se hace tarde. Vamos, muchacho.
Pero Jasper estaba desquiciado. No sé si la brisa del mar se le había subido a la cabeza, pero se mantenía fuera de mi alcance, ladrándome estúpidamente, y luego se puso a dar locas carreras por la playa, persiguiendo algo imaginario. Comprendí que no me seguiría, y no había traído la correa. Me volví hacia el hombre, que había vuelto a su inútil ocupación, y le dije:
—¿Tendría usted una cuerda?
—Aquí no hay conchitas… Buscando desde mediodía.
Agachó la cabeza y se restregó los ojos, azul pálido y lacrimosos.
—Quiero algo para atar al perro —dije—, porque no quiere seguirme.
—¿Eh? —dijo, poniendo aquella sonrisa de pobre idiota.
Me miró vacilante, y juego se inclinó hacia delante, y me dio con el dedo en el pecho.
—Yo conozco a ese perro —dijo—. Es de la casona.
—Sí —dije—, y quiero que ahora venga conmigo.
—Ese perro no es suyo.
—Es del señor de Winter —dije suavemente—, y quiero llevarlo a casa.
—¿Eh? —dijo.
—Nada, no importa.
Volví a llamar a Jasper; pero en aquel momento estaba persiguiendo una pluma que volaba empujada por el viento. Pensé que quizá encontrase una cuerda en la casita, y me dirigí hacia ella. En otros tiempos debió de tener un jardincillo, pero ahora estaba invadido de hierbajos y ortigas. Las ventanas estaban clavadas. La puerta estaría, sin duda, cerrada con llave, y levanté el pestillo sin grandes esperanzas. Pero, con gran sorpresa mía, la puerta cedió al primer empujón y entré, inclinándome, pues era muy baja. Había creído encontrar el acostumbrado desorden de una caseta para barcas, sucia y polvorienta de no usarse, con estacas, trozos de madera y remos tirados en el suelo. En efecto, había polvo y en algunos lugares suciedad, pero ni remos ni cuerdas. La habitación estaba amueblada y abarcaba toda la casa. Había un escritorio en una esquina, una mesa, sillas y una cama turca pegada contra la pared. También había un aparador con tazas y vajilla. Y librerías con sus libros y modelos de barco encima. Pensé por un momento que estaba habitada, quizá por el hombre de la playa; pero luego miré más despacio y vi que no había señales de que últimamente hubiera habido gente allí. El hogar de la chimenea estaba herrumbroso y con señales de no haber tenido fuego hacía mucho tiempo. Sobre el suelo, cubierto de polvo, no se veían pisadas, y la vajilla del aparador mostraba unas manchas azuladas de humedad. Se notaba un desagradable olor a moho. De las jarcias de los barquitos colgaban las telarañas, como aparejos de pesadilla. Allí no vivía nadie. Ni nadie visitaba aquel lugar. La puerta había crujido al abrirla yo. Tamborileaba la lluvia sobre el tejado con un ruido que sonaba a hueco, y llamaba a las ventanas con sus golpecitos. La tapicería del sofá estaba mordida por ratas o ratones y pude ver los boquetes deshilachados y los bordes raídos. Dentro de la casa había una humedad fría. La oscuridad sobrecogía. Me encontraba a disgusto y deseando salir de allí. El rumor sordo de las gotas de lluvia sobre el tejado parecía resonar dentro de la misma casa. El agua entraba por la chimenea, goteando ruidosamente en el hogar.
Busqué con la mirada una cuerda. Pero no había allí nada que me sirviera; nada en absoluto. En un extremo de la habitación había otra puerta. Llegué hasta ella y la abrí con algo de recelo, con algo de miedo, pues sentía un vago presentimiento de que, cuando menos lo esperase, podía encontrarme con algo que no hubiera querido ver, con algo que podía causarme un daño horrible.
Claro que eran tonterías, y abrí la puerta. Y resultó ser un cuartito lleno de las estachas y cosas de mar que esperé ver en un principio. Dos o tres velas, latas de pintura, una pequeña batea y todos esos objetos y utensilios que usan los marineros. Sobre una repisa vi un ovillo de cuerda, y junto a él una oxidada navaja de muelles. Aquello era lo que buscaba para sujetar a Jasper. Abrí la navaja, corté un trozo de cuerda y volví al cuarto grande. La lluvia continuaba su acompasado ruido sobre el tejado y el hogar de la chimenea. Salí de la casita deprisa, sin volver la cabeza, tratando de no ver el roto sofá y la vajilla con sus manchitas de moho, ni las telarañas de los barquitos. Pasé por la puerta, que volvió a rechinar, y salí a la blanca playa.
El hombre había dejado de escarbar en el suelo, y ahora me miraba, con Jasper a su lado.
—Vamos, Jasper —dije—, sé bueno.
Me agaché y esta vez me dejó que lo cogiera del collar y que le atara la cuerda.
—He encontrado cuerda en la casita —dije. No me respondió, y terminé de atar la cuerda al collar—. Buenas tardes —dije, tirando de Jasper.
El hombre balanceó la cabeza, mirándome con sus ojillos de idiota.
—La he visto entrar allí… —dijo.
—Sí —respondí—; pero es igual. Al señor de Winter no le importará.
—Ya no viene ella —dijo.
—No, ahora no —respondí.
—Se fue al mar, ¿verdad? Ya no volverá, ¿eh?
—No, ya no volverá.
—Que yo…, que yo no he dicho nada, ¿eh?
—No, no, claro que no; no tenga cuidado.
Se agachó y comenzó a escarbar de nuevo, farfullando algo para sí. Eché a andar por las guijas y vi a Maxim que me esperaba, junto a las peñas, con las manos en los bolsillos.
—Perdóname —le dije—. Jasper no quería seguirme y he tenido que buscar una cuerda.
Dio media vuelta bruscamente, y echó a andar hacia el bosque.
—¿No vamos a ir por las rocas? —pregunté.
—No, ¿para qué? Ya estamos aquí —respondió secamente.
Pasamos por la casita y tomamos un sendero que se adentraba en el bosque.
—Perdóname si he tardado. Jasper tuvo la culpa —le dije—. No dejaba de ladrar a ese hombre. ¿Quién es?
—Es Ben —dijo Maxim—; un pobre diablo inofensivo. Su padre era uno de los guardas de la finca. Viven cerca de la alquería. ¿De dónde has sacado esa cuerda?
—La encontré en la casita de la playa.
—¿Estaba abierta la puerta?
—Sí, no tuve más que empujarla. Encontré la cuerda en el cuartito de dentro, donde están las velas y la barca.
—¡Ah! —dijo, con la misma sequedad—. Comprendo —y pasados algunos momentos, añadió—. La puerta debería estar cerrada con llave. No tiene por qué estar abierta.
Me callé, pues no era asunto que me incumbiera.
—¿Te dijo Ben que estaba abierta la puerta? —preguntó.
—No; no parecía entender nada de lo que le preguntaba.
—Se hace pasar por más tonto de lo que es —dijo Maxim—; pero cuando quiere, puede hablar con sentido. Lo que ocurre es que habrá entrado una docena de veces en la casita y no quería que te enterases.
—No creo —respondí—; la casita parecía abandonada, y no creo que la hayan tocado. Estaba llena de polvo, y no he visto ninguna pisada. Hay una humedad terrible dentro. Todos aquellos libros se van a estropear, y las sillas, y el sofá. Y hay ratas; se han comido el tapizado.
Maxim no dijo nada. Iba andando a un paso tremendo, y la cuesta era muy pronunciada. Era muy distinto aquello del Valle Feliz. Los árboles crecían espesos y estaba muy oscuro. Allí no había azaleas que acariciaran el sendero. De las enmarañadas ramas caían goterones de lluvia. Una gota me cayó en el cuello y se me escurrió por la espalda. Me estremecí, como si un dedo helado me tocase. Me dolían las piernas, pues no estaba acostumbrada a trepar por las rocas. Jasper me seguía reacio, cansado de sus locas carreras, con la lengua fuera.