Rebeca (43 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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Entré en el vestíbulo y pasé al comedor. La mesa aún estaba puesta para mí, pero ya habían quitado el cubierto de Maxim. En el aparador me aguardaban algunos fiambres y una ensalada. Dudé un momento; pero luego hice sonar el timbre y apareció Robert detrás de la mampara.

—¿Ha venido el señor? —le pregunté.

—Sí, señora. Vino después de las dos, tomó algo ligero y se volvió a marchar. Preguntó por usted, y Frith contestó que la señora había bajado a ver el barco.

—¿No dijo cuándo volvería?

—No, señora.

—Puede que bajase a la playa por otro camino y se haya cruzado conmigo.

—Sí, señora.

Miré los fiambres y la ensalada. No tenía apetito. Me encontraba vacía, pero sin hambre. No me apetecía la carne fría.

—¿Va a comer la señora?

—No. Pero podría usted llevarme a la biblioteca un poco de té, sin pastas ni bizcochos. Nada más que un poco de pan con mantequilla.

Me fui a la biblioteca y me senté delante de la ventana, echando de menos a Jasper, que, supuse, se había marchado con Maxim. La perra estaba durmiendo en su cesto. Cogí el
Times
y comencé a pasar las hojas, sin leer nada. Era desagradable aquella sensación de estar esperando algo, como quien aguarda en la sala de espera de un dentista. Me sentí incapaz de ponerme a hacer punto o de leer un libro. Tenía que limitarme a esperar, a esperar algo imprevisto. El horror sentido aquella mañana, el naufragio luego y el no haber comido, todo se combinó para suscitar en mí una inquietud inusitada y que, en realidad, no acertaba a analizar. Era como si presintiera que había comenzado improvisadamente una nueva etapa de mi vida, completamente distinta de la anterior. Aquella chiquilla que se había vestido la noche antes para el baile de máscaras ya no existía. Aquello ocurrió hacía ya mucho tiempo. La que estaba ahora sentada ante la ventana era otra…

Robert sirvió el té y comencé a comer el pan y mantequilla, con hambre. Además del pan me había traído unos bollos, unos emparedados y un trozo de bizcocho. Supongo que le pareció denigrante servir solamente pan con mantequilla, cosa sin precedente en Manderley. Me comí con gusto los bollos y el bizcocho, recordando que únicamente había tomado, por todo desayuno, una taza de té frío a las once y media. Robert entró en el momento que terminaba mi tercera taza de té.

—Permítame la señora: ¿no ha vuelto el señor?

—No. ¿Pregunta alguien por él?

—Sí, señora; el capitán Searle, el jefe del puerto de Kerrith, está al teléfono. Pregunta si podría venir a hablar con el señor personalmente.

—No sé qué decirle. A lo mejor no vuelve hasta muy tarde.

—Sí, señora.

—Dígale que vuelva a llamar a las cinco.

Salió Robert del cuarto, pero a los pocos minutos volvió a entrar.

—Señora, el capitán Searle quisiera ver a la señora si no le es molestia —dijo Robert—. Dice que se trata de un asunto urgente. Ha llamado al señor Crawley, pero no ha contestado nadie al teléfono.

—¡Ah! Pues, desde luego, dígale que si el asunto es urgente que venga cuando quiera y le recibiré. ¿Tiene coche?

—Creo que sí, señora.

Salió Robert. ¿Qué le iba yo a decir a Searle? Seguro que vendría a hablar de algo relacionado con el barco encallado, pero no comprendía qué tendría Maxim que ver con eso. Si el barco hubiera encallado dentro de la cala, sería otra cosa, pues ésta pertenecía a Manderley. Quizá querían pedir permiso a Maxim para volar unas rocas o para lo que sea, que es lo que se hace cuando hay que poner un barco a flote. El pobre Searle no iba sino a perder el tiempo hablando conmigo.

Debió de subir a su coche en cuanto acabó de hablar con Robert, pues aún no había pasado un cuarto de hora cuando me lo anunciaron y entró en la biblioteca.

Iba todavía de uniforme, como yo le había visto por la tarde temprano, con los gemelos. Me levanté y le di la mano, diciéndole:

—Siento que no haya vuelto mi marido. Debe de haber bajado otra vez a la playa. Antes estuvo en Kerrith. No le he visto en todo el día.

—Sí, ya me he enterado de que estuvo en Kerrith, pero no hemos coincidido allí —dijo el jefe del puerto—. Supongo que volvió andando por la orilla mientras iba yo en la lancha hacia allá. Tampoco he podido dar con el señor Crawley.

—Esto del barco ha sacado de sus casillas a todo el mundo. Yo misma, por estarme en las peñas, me he quedado sin comer. El señor Crawley estuvo allí más temprano. ¿Qué van a hacer con el barco? ¿Podrán ponerlo a flote los remolcadores?

Searle trazó en el aire un gran círculo.

—Tiene un agujero así de grande en el casco. Ése no volverá ya más a Hamburgo. Pero dejemos el barco. Sus propietarios y el agente de Lloyd’s se encargarán de él. No he venido a hablarle acerca del barco, aunque indirectamente sea la causa de mi visita. Tengo una noticia para su marido, y la verdad es que no sé cómo… decírsela.

Y al decir esto fijó sobre mí sus ojos de color azul oscuro.

—¿Qué clase de noticia, capitán?

Sacó un gran pañuelo del bolsillo y se sonó las narices.

—Pues…, ¡tampoco me resulta muy agradable decírselo a usted! Créame que no quisiera por nada del mundo darles un disgusto a usted ni a su marido. Todos le queremos en Kerrith, pues su familia siempre ha hecho mucho bien allí. Es una mala suerte para usted y para él que no podamos dejar en paz el pasado. Pero no sé cómo lo podemos evitar, en vista de lo ocurrido.

Hizo una pausa, volvió a meter el pañuelo en el bolsillo, y continuó en voz baja, aunque estábamos solos en la habitación.

—Mandamos a un buzo que examinara el casco, y cuando estaba allá abajo, descubrió una cosa. Parece que encontró el agujero del casco, y cuando fue hacia el otro costado para ver qué averías había sufrido allí el barco, se encontró con el casco de un velero pequeño, tumbado de costado; pero, al parecer, en buen estado e intacto. Es un hombre de estos alrededores y reconoció enseguida el barquito que perteneció a la primera esposa del señor de Winter.

Lo primero que se me ocurrió fue dar gracias a Dios de que Maxim no estuviera allí para escuchar aquello. Este nuevo golpe, a continuación de mi mascarada de la noche anterior, hubiera sido sangriento y horrible.

—¡Cómo lo siento! —dije, hablando despacio—. ¡Quién se lo iba a figurar! Pero ¿hace falta decírselo a mi marido? ¿No podrían dejar el barquito donde está? Allí no hace daño a nadie, ¿verdad?

—Allí lo dejaríamos, señora, si no fuera por otra cosa. Jamás se me ocurriría a mí moverlo de allí. Y repito que daría cualquier cosa por ahorrar a su marido un disgusto. Pero es que no le he dicho todo aún. El buzo se puso a fisgar en el barquito y descubrió algo más importante. La puerta del camarote estaba cerrada, intacta, y las ventanillas también estaban cerradas. Rompió una con una piedra del fondo y miró en el camarote. Estaba lleno de agua, que entró, seguramente, por algún agujero en el casco, pero, por lo demás, parecía estar todo en orden. Y entonces fue cuando el buzo se llevó el susto más grande de su vida.

Calló Searle y miró hacia atrás, como si algún criado pudiera oírle. Luego dijo en voz baja:

—Vio un cadáver en el suelo del camarote. Claro que no quedaban más que los huesos. Pero no le cupo duda de que era una persona. Vio la cabeza y las extremidades. Entonces subió y me lo dijo inmediatamente. Y ahora comprenderá por qué tengo que ver a su marido.

Me quedé mirándole, primero sorprendida, y luego horrorizada y con un malestar indefinible.

—Pero, ¿no se dijo que iba sola? —dije en voz baja—. Por lo visto no fue así, y salió alguien con ella.

—Así parece.

—¿Quién sería? Los parientes de quien fuera… hubieran notado su desaparición… ¡Se habló tanto del asunto! ¡Todos los periódicos estaban llenos de referencias de lo ocurrido! Y, ¿cómo es posible que, habiendo alguien en el camarote, a ella se la encontrase a tanta distancia, pasados varios meses?

Searle sacudió la cabeza y dijo:

—Sé tanto como usted. Todo lo que podemos decir es que allí hay un cadáver, y que hay que comunicarlo. Y no sé cómo nos las vamos a arreglar para que no corra la voz. Es una mala suerte para usted y su marido. Están ustedes aquí tan tranquilos, deseando ser felices… y se les viene ahora esto encima.

Comprendí entonces el presentimiento que había tenido. Lo que lo suscitó no fue el barco encallado, ni la delgada y negra chimenea apuntando a tierra, ni los chillidos de las gaviotas, sino las aguas tranquilas y oscuras y las cosas desconocidas que descansaban bajo ellas, y el buzo bajando a aquellas profundidades frías y tranquilas para hallar el barco de Rebeca y al compañero, muerto, de ésta. Mientras el buzo tocaba el barco y miraba dentro del camarote, yo estaba allá, en las peñas, sin saber lo que pasaba.

—¡Si no tuviéramos que decírselo a mi marido! ¡Si pudiéramos ocultarle todo eso!

—Usted sabe que lo haría, si me fuera posible, señora, pero mis deseos personales no cuentan en un asunto así. Tengo que cumplir con mi deber y comunicar oficialmente el hallazgo del cadáver.

Se interrumpió de repente, pues en aquel momento se abrió la puerta y entró Maxim.

—¿Qué pasa? No sabía que estaba usted aquí, capitán; ¿ocurre algo?

No pude soportar más y salí del cuarto, cobardemente, cerrando la puerta detrás de mí. Ni siquiera miré a Maxim a la cara, pero me dio la impresión de que estaba cansado, con el pelo revuelto y sin sombrero.

Me fui a esperar junto a la puerta del vestíbulo. Jasper bebía ruidosamente en su cacharro, y cuando me acerqué movió alegre el rabo para luego continuar bebiendo. Cuando hubo terminado, se puso en dos patas, arañándome en la falda. Le di un beso en la cabeza y salí a sentarme en la terraza. Había llegado el momento crítico y no había más remedio que hacerle frente. Ahora tendría que conseguir dominar mis pasados miedos, la falta de seguridad en mí misma, mi timidez y aquella desesperante sensación de insignificancia. Si fracasaba en aquella ocasión, el fracaso sería definitivo. Nunca tendría otra oportunidad. Recé pidiendo valor; recé con desesperación, hincándome las uñas en las palmas de las manos. Allí estuve unos cinco minutos, contemplando la verde pradera y los floridos macetones de la terraza, hasta que oí el motor de un automóvil que arrancaba, y supuse que sería el de Searle. Ya se lo había dicho a Maxim, y ahora se iba. Me levanté y fui lentamente hacia la biblioteca, pasando por el vestíbulo, jugando con los caracoles que me había dado Ben, y que aún llevaba en el bolsillo, apretándolos fuertemente entre los dedos.

Maxim estaba de pie junto a la ventana, dándome la espalda. Me detuve junto a la puerta, pero no se volvió. Saqué las manos de los bolsillos y fui acercándome a él. Cuando estuve a su lado, le cogí una mano y la alcé, para apoyarla contra mi mejilla. No dijo nada ni se movió.

—Maxim —le dije en voz muy baja—. Maxim, no sabes lo que siento esto. Lo siento con toda el alma, con todo mi corazón.

No me contestó. Tenía la mano helada. Se la besé, primero en el dorso, luego en los dedos, uno por uno.

—No quiero que pases solo este mal rato. Quiero ayudarte y compartirlo contigo. He crecido en estas últimas veinticuatro horas. Ya he dejado de ser una niña.

Me abrazó, apretándome con fuerza contra su pecho, y entonces se disiparon, como por encanto, mi timidez y temor.

—Me has perdonado, ¿verdad? —le dije.

Por fin, habló:

—¿Perdonado? ¿Qué tengo yo que perdonarte?

—Lo de anoche. Creíste que lo había hecho adrede.

—¡Ah! ¡Eso! ¡Ni me acordaba ya! Me enfadé contigo, ¿no?

—Sí.

Volvió a callar, pero continuó apretándome contra él.

—Maxim, ¿no podemos comenzar de nuevo? ¿No podemos empezar hoy otra vez y hacer frente juntos, de hoy en adelante, a todo lo que haga falta? No voy a decirte que me quieras, porque no quiero pedirte imposibles; sólo quiero ser tu amiga, tu compañera, como si fuera un chico. No te pido más.

Me cogió la cara entre las manos y me miró. Noté entonces, por primera vez, que tenía la cara descompuesta, cansada, surcada de arrugas y ojerosa.

—¿Me quieres mucho? —me preguntó.

No pude contestar.

No pude hacer otra cosa sino continuar mirándole a los ojos, oscuros y atormentados; a la cara, pálida y desencajada.

—Es demasiado tarde —añadió, con una palabra cariñosa—. Hemos perdido las pocas probabilidades que teníamos de ser felices.

—No, no; Maxim, no.

—Sí; ya se acabó todo. Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.

—¿El qué?

—Lo que siempre he temido; lo que ha sido mi pesadilla un día y otro día, una noche y otra noche. No estaba escrito que tú y yo fuésemos felices.

Se sentó en el banco de la ventana, y yo me arrodillé delante de él, con mis manos sobre sus hombros.

—¿Qué quieres decir?

Puso sus manos sobre las mías, me miró fijamente y me dijo:

—Rebeca ha ganado.

Le miré angustiada, con el corazón latiéndome descompasadamente, mientras se me quedaban frías las manos bajo las suyas.

—Su sombra se interpuso entre nosotros —dijo—; su sombra maldita nos separa. ¿Cómo iba yo a poder abrazarte así, encanto mío, amor mío, mientras el miedo de que ocurriera lo que ha ocurrido no me dejaba vivir? Enseguida se me venía a la memoria la mirada que me lanzó antes de morir, y su sonrisa sarcástica y falsa. Ella sabía, incluso entonces, que esto ocurriría; sabía que, a fin de cuentas, ella ganaría la partida.

—¡Maxim! —le dije en voz baja—. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué es lo que quieres darme a entender?

—Su yate. Lo han encontrado. El buzo lo encontró esta tarde.

—Ya, ya lo sé, Searle vino a decírmelo. Estás pensando en el cadáver que el buzo vio en el camarote, ¿no?

—Sí.

—Eso quiere decir que no iba sola, que aquella noche Rebeca salió acompañada, y ahora tú tienes que averiguar quién era. ¿No es eso?

—No, no es eso. No comprendes.

—Sea lo que sea, Maxim, te quiero, y quiero ayudarte, quiero estar junto a ti para compartirlo todo.

—Rebeca estaba sola. No iba nadie con ella.

Continué de rodillas mirándole cara a cara, mirándole a los ojos.

—El cadáver que hay en el camarote —dijo— es el de Rebeca.

—¡No, no puede ser!

—Sí. La mujer enterrada en el panteón no es Rebeca. Es el cuerpo de una mujer desconocida que nadie reclamó, que nadie sabe de dónde salió. No hubo tal accidente. Rebeca no se ahogó. A Rebeca la maté yo de un tiro, estando en la casita de abajo. Llevé el cuerpo al camarote, salí al mar con el barquito y lo hundí allí, aquella noche, donde lo han encontrado hoy. La que está en el suelo del camarote es Rebeca. ¿Quieres mirarme ahora a los ojos y decirme que me quieres?

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