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O se oía ni un ruido en la biblioteca, excepto el que hacía Jasper lamiéndose una pata. Seguramente se había clavado una espina, pues no dejaba de lamerse la pata. Luego oí el reloj de Maxim, pegado a mi oído. Ruidos corrientes, ruidos iguales que los de cualquier otro día, que no sé por qué me trajeron a la cabeza un estúpido refrán de mis tiempos de colegio, que decía: «Tiempo y mareas, a nadie esperan». Pero sus palabras se repetían dentro de mi cabeza, una y otra vez: «Tiempo y mareas, a nadie esperan». Éstos eran los únicos ruidos que se oían en la biblioteca; el tictac del reloj de Maxim, y Jasper que se lamía una pata tumbado en el suelo junto a mí.
He oído decir que cuando se recibe un golpe violento, una herida mortal, o cuando nos arrancan un miembro, al principio no se nota nada. Si le cortan a uno una mano, no se entera durante algunos minutos de que la ha perdido, y sigue creyendo notar los dedos. Crees estirar la mano, teclear con los dedos y estirarlos uno a uno, y sigue uno sin darse cuenta de que ya no tiene ni mano ni dedos. Yo estaba de rodillas, junto a Maxim, mi cuerpo contra su cuerpo, mis manos sobre sus hombros, sin notar nasa en absoluto, ni miedo, ni horror. Nada. Estaba pensando en que tenía que sacarle la espina a Jasper y preguntándome si vendría Robert pronto a llevarse el servicio del té. A mí misma me pareció extraordinario estar pensando en tales cosas: la pata de Jasper, el reloj de Maxim, Robert y el té, y me avergonzó no sentir emoción y la absoluta ausencia de preocupaciones. Pero a poco, me dije, acaso dentro de un rato, me volverán los sentidos y lo comprenderé todo. Lo que me acababa de decir y cuanto había ocurrido, cada cosa se colocaría en su sitio, como las piezas de un rompecabezas, para formar un cuadro comprensible. Pero, por el momento, era como si no tuviera corazón, ni cabeza, ni sentidos. Como si fuese un muñeco de madera que Maxim tuviera en sus brazos. En esto comenzó Maxim a darme besos y más besos. Nunca me había besado así. Me sujetó la cabeza con las manos y cerré los ojos.
—¡Te quiero tanto! —murmuró—. ¡Tanto!
Día tras día, noche tras noche, había estado yo esperando oírle decir eso. Y, ahora, ¡al fin!, me lo estaba diciendo. Había esperado que me lo dijera en Montecarlo, en Italia, en Manderley. Pero lo estaba diciendo ahora. Entreabrí los ojos y vi un pedacito de cortina por encima de su cabeza. Continuó besándome, con locura, con desesperación, repitiendo mi nombre. Seguía mirando el mismo pedacito de cortina, y noté que estaba más pálido que la pieza de arriba, por haberlo descolorido el sol. «¡Qué tranquila estoy! —me dije—. ¡Qué serena! ¡Estoy mirando un pedazo de cortina, mientras Maxim me besa y me dice, por primera vez, que me quiere!».
De repente, dejó de besarme, me apartó de sí y se levantó del banco.
—¿Ves? Tenía yo razón —me dijo—. Es demasiado tarde. Ya no me quieres. ¿A santo de qué ibas a quererme ahora?
Se alejó, quedándose de pie delante de la chimenea. Luego continuó hablando:
—Olvidemos lo ocurrido ahora mismo. No volveré a besarte.
Una ola de comprensión me inundó al punto, y me saltó el corazón en el pecho, presa de un terror pánico repentino:
—¡No! ¡No! ¡No es tarde! —dije rápidamente, y levantándome fui hacia él y le eché los brazos al cuello—. ¡No lo digas! No comprendes. Te quiero más que a nada en el mundo. Pero cuando me besaste perdí la cabeza. Me quedé… aturdida, atontada. No sentía nada. No pude comprender lo que me pasaba. Me quedé como si hubiese perdido los sentidos.
—No me quieres. Por eso no sentiste nada. Lo sé y lo comprendo. He llegado demasiado tarde para ti, ¿verdad?
—¡No!
—Esto tenía que haber ocurrido hace cuatro meses. Debí suponerlo. Las mujeres no sois como los hombres.
—Maxim, ¡bésame! ¡Quiero que me des más besos!
—No; ya es inútil.
—Pero…, ¡ahora no podemos separarnos ya! ¡Ahora estaremos siempre unidos, juntos, sin secretos, sin fantasmas! ¡Anda! ¡Te lo pido!
—Ya no hay tiempo. Puede que sólo nos queden unas horas, o unos días. ¿Cómo vamos a estar juntos después de lo que ha pasado? ¿No te he dicho que han descubierto el yate, que han encontrado a Rebeca?
Le miré como una estúpida, sin comprender.
—¿Qué van a hacer? —le pregunté.
—Identificarán el cadáver. No les será difícil. Encontrarán su ropa, sus zapatos, sus sortijas en los dedos… Eso es lo que harán: identificar el cadáver. Luego se acordaran de la otra, de la que está enterrada en el panteón.
—¿Qué vas a hacer? —dije en voz baja.
—¡No lo sé! ¡No lo sé!
Poco a poco me fueron volviendo los sentidos, como había supuesto. Ya no tenía las manos frías, sino pegajosas y calientes. Sentí cómo una oleada de sangre me afluía a la cara y a la garganta. Me ardían las mejillas. Pensé en Searle, en el buzo, en el agente de Lloyd’s y en todos los marineros del barco encallado, asomados a la borda, mirando al agua. Pensé en los de las tiendas de Kerrith, en los chicos de los recados, que siempre iban silbando, en el párroco cuando salía de la iglesia, en lady Crowan cortando flores de su jardín, en la mujer del traje rosa a rayas y en su hijo jugando en las peñas. Pronto todos sabrían lo ocurrido. Dentro de unas horas. Mañana mismo, a la hora del desayuno. «Han encontrado el yate de los Winter, y dicen que en el camarote han descubierto un cadáver». Un cadáver en el camarote. Allí estaba Rebeca, tirada en el suelo del camarote. No estaba en el panteón. La que estaba en el panteón era otra. Rebeca no se había ahogado. Maxim la había matado. Le había disparado un tiro cuando estaban en la casita junto al bosque. Había llevado luego el cadáver al yate, y había hundido este. ¡Aquella casita gris y callada, donde el agua tamborileaba sobre el tejado! Todas estas piezas del rompecabezas fueron quedando colocadas en su sitio. Pero otras cosas, sin ilación, cruzaban como centellas por mi pobre cabeza aturdida. Maxim, sentado en el coche, a mi lado, que me decía allá en el sur de Francia: «Hace casi un año me ocurrió una cosa que cambió toda mi vida. Y he tenido que comenzar a vivir de nuevo». Los silencios de Maxim y sus malos humores. Por eso no hablaba nunca de Rebeca. Por eso ni mencionaba su nombre. Y el odio que tenía a la casita de piedra, y a la playa, ¡claro! «Si tuvieras mis recuerdos, tampoco irías allí». Por eso subió el sendero de aquella manera, sin volver la cabeza. Y sus paseos de un lado a otro en la biblioteca, cuando murió Rebeca. Arriba y abajo. Arriba y abajo. «Ha sido un viaje muy precipitado», o algo así, le dijo a la señora Van Hopper, con un surco en la frente fino como un hilillo de araña. «Dicen que no puede olvidar la muerte de su mujer». El baile de disfraces. ¡Y yo bajé vestida con el traje de Rebeca! «Yo la maté. Le disparé un tiro estando en la casita de abajo», me dijo Maxim. Y…, ahora el buzo la había encontrado tirada en el suelo del camarote.
—¿Qué vamos a hacer? —dije—. ¿Qué es lo que vamos a decir?
No respondió. Estaba en pie, delante de la chimenea, mirando con los ojos muy abiertos al vacío, sin ver nada.
—¿Lo sabe alguien?
Sacudió la cabeza y respondió:
—No.
—¿Nadie? ¿Nadie, más que tú y yo?
—Tú y yo nada más.
—Frank —dije de repente—. ¿Estás seguro de que Frank no lo sabe?
—¿Cómo lo va a saber? Yo estaba completamente solo. Era noche cerrada.
Se calló y, sentándose en una silla, apoyó la cabeza sobre una mano. Fui junto a él y me arrodillé a su lado. Le separé las manos de la cara y busqué sus ojos con los míos.
—Te quiero —susurré—. Te quiero. ¿Me creerás ahora?
Me besó la cara y las manos. Me cogió luego éstas, apretándolas mucho, como un niño que así busca valor.
—Creí que iba a volverme loco, sentado aquí un día y otro día, esperando a que sucediera algo. Sentado en el escritorio, contestando a aquellas terribles cartas de pésame. Luego, las gacetillas en los periódicos, los reporteros, las entrevistas, todas esas mil cosas que ocurren cuando muere alguien. Tratando de conservar la cabeza, comiendo, bebiendo, la presencia de Frith, de los criados, de la señora Danvers, a quien no me atrevía a despedir porque, conociendo como conocía a Rebeca, podría haber adivinado o sospechado algo…; y Frank, siempre junto a mí, discreto, comprensivo. «¿Por qué no te vas? —me decía—. Ya me las arreglaré yo sin ti»; y Giles y Be, la inoportuna de Be: «Tienes muy mala cara. ¿Por qué no te vas a que te vea un médico?». Tuve que hacer frente a todos, sabiendo que cada palabra que pronunciaba era una mentira.
Continué apretándole las manos entre las mías, muy cerca de él, muy cerca.
—Una vez estuve a punto de decírtelo todo —continuó—. Fue el día que Jasper se escapó a esa playa y tú entraste en la casita a buscar una cuerda. Estábamos aquí sentados, y cuando casi estaba decidido a hablar, entraron Frith y Robert con la merienda.
—Sí, me acuerdo. ¿Por qué no me lo contaste todo entonces? ¡El tiempo que hemos perdido de estar juntos, todos estos días, todas estas semanas…!
—¡Te notaba tan lejos de mí! —dijo Maxim—. ¡Marchándote continuamente al jardín, por tu cuenta, sólo acompañada por Jasper! ¡Nunca viniste a mí, como ahora!
—¿Por qué no me lo contaste todo? ¿Por qué? ¡Dios mío! —murmuré.
—Creí que te aburrías y que no eras feliz, ¡Te llevo tantos años! ¡Me parecía que hasta con Frank te encontrabas más a gusto y hablabas con más confianza! Conmigo siempre estabas retraída, rara, como tímida.
—¿Cómo iba a acercarme a ti, si sabía que siempre estabas pensando en Rebeca? —le dije—. ¿Cómo iba a pedirte que me quisieras, si comprendía que aún querías a Rebeca?
Me acercó aún más a él y me miró fijamente a los ojos.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir? —me preguntó.
Aún de rodillas, me enderecé y le contesté:
—Si alguna vez me tocabas, me parecía que me estabas comparando con Rebeca. Cuando me hablabas, cuando me mirabas o salías conmigo a dar un paseo por el jardín, notaba que me estabas diciendo: «Esto es lo que hacía con Rebeca, y esto, y esto…».
Se quedó mirándome asombrado, como si no comprendiera mis palabras.
—¿No era eso lo que sentías? —le pregunté.
—¡Dios mío! —dijo, y luego se levantó y comenzó a pasear agitadísimo por la habitación.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? —le pregunté.
Se volvió rápidamente hacía mí, mirándome desde lo alto, según estaba yo acurrucada en el suelo.
—Entonces… ¿crees que yo estaba enamorado de Rebeca? ¿Crees que la maté porque la quería? ¡La odiaba, te digo que la odiaba! Nuestro matrimonio fue una farsa desde el primer momento. Rebeca era un ser vicioso, corrompido, despreciable en todos los sentidos, absolutamente en todos. Nunca nos quisimos, ni jamás gozamos juntos un instante de felicidad. Era incapaz de querer a nadie, incapaz de sentir la más mínima ternura o de tener un gesto de nobleza. ¡Ni siquiera era normal!
Continué sentada en el suelo, abrazándome las rodillas, mirándole estupefacta.
—Eso sí, era lista —continuó—; endiabladamente lista. Nadie hubiera sospechado, al conocerla por primera vez, que no fuese la más buena, la más generosa, la más admirable entre todas las mujeres del mundo. Sabía perfectamente lo que tenía que decir a cada uno, y ponerse a tono con cualquiera. Si te hubiera conocido a ti, te habría llevado al jardín, muy cogida de tu brazo, llamando a Jasper, y charlando de flores, de música, de pintura, de lo que adivinara ser tu ocupación predilecta; y te habría engatusado, como hacía con todo el mundo. Hubieses caído a sus pies, conquistada, dispuesta a adorarla.
Maxim siguió paseando por la biblioteca, de un lado al otro, sin poder parar.
—Cuando me casé con ella, todos me dijeron que podía considerarme el hombre más feliz de la tierra. ¡Era tan bonita, tan divertida, tan encantadora! Hasta la abuelita, que en aquellos tiempos era la persona más difícil de conquistar, cayó en sus redes desde el primer momento: «Tiene las tres cosas que importan en una mujer —me dijo un día—: sangre limpia, inteligencia y belleza». Y yo lo creí o me obligué a creerlo. Pero desde un principio nació en mí una ligerísima sospecha. Tenía algo en los ojos…
Una vez más, las piezas del rompecabezas se iban ordenando ante mis ojos, y la auténtica Rebeca se fue perfilando ante mí, salida del mundo de las sombras, como el retrato que, desprendiéndose de la tela del cuadro, bajase desde la pared para convertirse en un ser vivo. Rebeca, fustigando airada a los caballos; Rebeca, dispuesta a apurar la copa de la vida; Rebeca, triunfadora, asomada a la galería de los trovadores con una sonrisa en los labios…
Me vi en la playa, junto al pobre y asustado Ben, que decía: «Usted es buena, usted no es como la otra. No me mandará al asilo, ¿verdad?». Por los bosques de Manderley vagaba una mujer, alta y esbelta, una mujer que daba la sensación de ser una serpiente.
Pero Maxim, sin dejar de pasear, estaba hablando:
—Pronto me enteré de la clase de persona que era: a los cinco días de casados. ¿Te acuerdas de aquella vez que te llevé en coche a la cima de una de las montañas de Montecarlo? Fui allá porque quise visitar otra vez aquel lugar para recordar. Allí fue donde, sentada, riendo, con el pelo suelto al viento, me dijo cosas acerca de ella misma que jamás podré repetir a un ser humano. Entonces comprendí lo que había hecho y con quién me había casado. «Sangre limpia, inteligencia y belleza». ¡Dios!
Se interrumpió bruscamente y se quedo parado junto a la ventana que miraba a la pradera. Y se puso a reír, a reír… No pude soportar aquellas terribles carcajadas, que me aterraban, y grité: