Me acuerdo que el día siguiente, cuando Frith, después de comer, entró en la habitación con el café, esperó unos minutos, quedándose vacilando detrás del sillón de Maxim y, al fin, dijo:
—¿Podría hablar con el señor un momento?
—Sí, Frith, ¿qué pasa? —respondió Maxim, algo sorprendido.
Su cara tenía una expresión rígida, muy seria, los labios apretados. Enseguida pensé que su mujer se había muerto.
—Se trata de Robert, señor. Ha ocurrido un pequeño incidente entre él y la señora Danvers. Robert está muy molesto.
—¡Válgame Dios! —dijo Maxim, haciéndome una mueca.
Yo me incliné para acariciar a Jasper, recurso acostumbrado cuando me encontraba turbada.
—Verá el señor: parece que la señora Danvers ha acusado a Robert de haber… escondido un objeto de valor de los del gabinete. Es parte de las obligaciones de Robert llevar al gabinete las flores nuevas y colocar los floreros. La señora Danvers entró en el gabinete esta mañana una vez colocados los floreros, observó que faltaba uno de los objetos, y asegura que ayer estaba en su sitio. Ahora acusa a Robert de haberlo cogido o de haberlo roto y escondido luego los pedazos. Robert niega ambas cosas con gran energía. Casi ha llegado a llorar, señor. Acaso el señor haya observado que estaba muy nervioso durante la comida.
—Francamente, me extrañó que me ofreciera las chuletas antes de ponerme un plato —murmuró Maxim—. Vaya, hombre, no creí que Robert fuese tan susceptible. Bueno, supongo que lo habrá hecho otro. Puede que alguna de las criadas.
—No, señor; la señora Danvers entró en el gabinete antes que la criada fuese a limpiar. No ha entrado nadie en el gabinete desde que la señora estuvo allí ayer, a no ser Robert, cuando llevó las flores. Es muy desagradable para Robert, y para mí, señor.
—Sí, sí, claro. Bueno, supongo que lo mejor será que le digas a la señora Danvers que venga e intentaremos averiguar lo ocurrido. Y, ¿qué es lo que falta, si se puede saber?
—El cupido de porcelana del escritorio, señor.
—¡Aprieta! Ése es uno de los tesoros de la casa, ¿no? Tenemos que encontrarlo. Dile a la señora Danvers que venga ahora mismo.
—Está bien, señor.
Salió Frith y nos quedamos solos.
—¡Maldita lata! —dijo Maxim—. Ese cupido valía una fortuna. Y con lo que a mí me molestan los jaleos con los criados. No sé por qué me vienen a mí con estas cosas. Estas cosas son de su incumbencia, cariño.
Alcé la cara, roja como la grana.
—Oye —dije—, mira, ¿sabes…?, pensé decírtelo antes, pero se me olvidó. Ayer, cuando estaba en el gabinete… he sido yo la que ha roto el cupido.
—¿Que lo has roto? Pero…, ¿por qué demonios no lo has dicho cuando estaba aquí Frith?
—No sé. No me atreví, no fuera a pensar que soy una tonta.
—¡Pues ahora te va a creer aún mucho más tonta! Tendrás que explicar lo ocurrido a la señora Danvers y a Frith.
—¡Ay, no! ¡No, Maxim! Díselo tú. Déjame que me vaya arriba.
—No seas tontuela. Cualquiera diría que les tienes miedo.
—Y se lo tengo. Bueno, miedo… no, pero…
Se abrió la puerta y entraron Frith y la señora Danvers.
Miré a Maxim, suplicante. Él se encogió de hombros, medio divertido, medio enojado.
—Todo ha sido un error, señora Danvers. Parece ser que fue la señora quien rompió el cupido ayer y se le olvidó decirlo —dijo Maxim.
Me miraron todos. Era como si hubiera vuelto a la niñez. Notaba aún la cara sonrojada y ardiendo.
—Lo siento mucho —dije, observando a la señora Danvers—. No pensé que podían echar la culpa a Robert.
—¿Se podrá arreglar la porcelana, señora? —dijo la señora Danvers.
El saber que era yo la culpable no pareció sorprenderla. Me miraba con aquella cara pálida y cadavérica y con sus ojos oscuros. Me pareció que ya sabía ella que lo había roto yo, y si le echó la culpa a Robert fue tan sólo por ver si tendría yo valor para confesar.
—Me temo que no. Se hizo añicos —dije.
—¿Qué hiciste con los pedazos? —me preguntó Maxim.
Me sentía como un reo en el banquillo. ¡Qué despreciable, que ruin sonaba el relato de lo que había hecho, aun para mis propios oídos!
—Los metí en un sobre.
—Bueno. Y, ¿qué hiciste con el sobre? —dijo Maxim, encendiendo un cigarrillo con un tono entre divertido e impaciente.
—Lo metí en el fondo de uno de los cajones del escritorio —respondí.
—Parece que la señora pensó que iba usted a meterla en la cárcel, señora Danvers —dijo Maxim—. Busque usted los pedazos y mándelos a Londres. Si no se puede arreglar, ¡qué se le va a hacer! Bueno, Frith, ya puede decir a Robert que se enjugue las lágrimas.
Frith se marchó, pero la señora Danvers se quedó todavía unos momentos.
—Presentaré mis excusas a Robert, naturalmente; pero todos los indicios le acusaban. No se me pudo ocurrir que la señora misma lo hubiese roto. Tal vez me permita la señora rogarle que si ocurre algo parecido otra vez se sirva comunicármelo personalmente y yo me encargaré de todo. Eso nos evitaría molestias a todos.
—¡Claro que sí! —dijo Maxim, perdida la paciencia—. No entiendo por qué no lo dijo ayer mismo. Al entrar usted iba a decírselo.
—Tal vez la señora no sabía el gran valor de la porcelana rota —dijo la señora Danvers, volviéndose hacia mí.
—Sí —dije avergonzada—. Sí, me temí que valiese mucho. Por eso recogí los pedazos con tanto cuidado.
—Y luego…, los escondiste en el fondo de un cajón para que nadie los encontrase —dijo Maxim, riendo y encogiéndose de hombros—. ¿No es eso lo que hubiera hecho una segunda doncella, señora Danvers?
—La segunda doncella de Manderley, señor, se libraría muy bien de tocar ninguna de las cosas del gabinete —respondió la señora Danvers.
—Sí, me figuro que usted no toleraría tal sacrilegio.
—Es una lástima —dijo la señora Danvers—. Creo que ésta es la primera cosa de las del gabinete que se nos rompe. Siempre tenemos mucho cuidado. Yo misma he limpiado el polvo allí desde que…, desde el año pasado. No me he fiado de nadie. En vida de la señora, ella y yo nos encargábamos siempre de limpiar los objetos de valor para que no ocurriera ningún accidente.
—Bueno, ya no tiene remedio —dijo Maxim—. Está bien, señora Danvers.
Salió del cuarto, y yo me senté en el banco de la ventana, mirando hacia fuera. Maxim volvió a coger el periódico. Callamos los dos; pero, pasados unos momentos, dije:
—Perdóname, Maxim, lo siento mucho. Soy una descuidada. No comprendo cómo ocurrió. Estaba colocando esos libros en el escritorio, para ver si podían quedarse allí, y el cupido se cayó.
—Pero, ¡mujer! ¡No seas tontita! Olvídalo. ¿Qué importa?
—Sí que importa. Debí tener más cuidado. La señora Danvers debe de estar furiosa conmigo.
—Pero…, ¿por qué demonios tiene ella que ponerse furiosa? ¿Acaso era suya la porcelana?
—No… ¡pero está tan orgullosa de todo! Es terrible pensar que nunca se había roto nada en aquel cuarto. Tuve que ser yo.
—¡Más vale que fueses tú que no el pobre Robert!
—¡Hubiera preferido que fuese Robert! La señora Danvers no me lo perdonará nunca.
—¡Al diablo la señora Danvers! —dijo Maxim—. La señora Danvers no es ningún dios. Francamente, no te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso de que le tienes miedo?
—No, no es miedo precisamente. No la veo mucho. No te puedo explicar.
—Haces cosas rarísimas —dijo Maxim—. Debías haber llamado cuando se te rompió el cupido, y haberle dicho: «Tome, señora Danvers, mande arreglar esto». Ella lo hubiera comprendido. Pero no; tuviste que recoger los pedacitos, meterlos en un sobre y luego esconderlos en un cajón. Como te he dicho, eso lo hace una segunda doncella, pero no la señora de la casa.
—Yo soy como una segunda doncella —dije lentamente—. Sé que lo soy en muchas cosas. Por eso me entiendo tan bien con Clarice. Estamos a la misma altura. Y por eso me quiere ella. El otro día fui a ver a su madre. Y, ¿sabes lo que me dijo? Le pregunté si Clarice estaba contenta con nosotros, y me respondió: «Ya lo creo, señorita; Clarice está muy a gusto. Me dijo el otro día: “¿Sabe usted, madre? No es como estar con una señora. Es igual que estar con una como nosotras”». Maxim, ¿sería eso un piropo o no?
—¡Dios sabe! Por lo que yo me acuerdo de la madre de Clarice… más bien lo tomaría como un insulto. Tiene siempre su casita toda desordenada y huele a repollo cocido. Hubo una época en que tenía nueve hijos, y todos menores de once años. Se solía pasar el día trabajando en el jardín, descalza, y con una media en la cabeza. Casi tuvimos que decirle que dejara la casa. Cómo se las arreglaba Clarice para ir siempre tan arreglada y limpia, no lo sé.
—Ha estado viviendo con una tía —dije, algo desanimada—. Y ya sé que mi falda de franela tiene una mancha delante, pero yo nunca me he paseado descalza ni me he puesto una media en la cabeza —¡ahora comprendía por qué a Clarice no le parecía mi ropa interior tan mal como a Alice!—. Por eso —continué—, prefiero ir a ver a la madre de Clarice mejor que a la gente como la mujer del obispo. Ésta no me dijo que yo era como ella.
—Y si te pones esa falda sucia para visitarla, no me extraña.
—¡Claro que no fui a verla con la falda vieja! Llevé un vestido entero. Además, no pienso gran cosa de la gente que juzga a los demás por la ropa.
—No sé; pero me imagino que la mujer del obispo no le da valor a la ropa y los trapos —dijo Maxim—; pero, seguramente, se quedaría sorprendida si estuviste todo el tiempo sentada en el borde de la silla diciendo «sí» y «no», por todo hablar, como gallina en corral ajeno. Y eso es, precisamente, lo que hiciste la única vez que fuimos juntos a devolver una visita.
—Yo no puedo remediarlo si soy tímida.
—Ya lo sé, hija mía, ya lo sé. Pero es que ni siquiera tratas de dominar tu timidez.
—Eso es una injusticia. Lo procuro constantemente, siempre que voy a algún sitio o conozco a alguien. Siempre me estoy esforzando. Tú no puedes comprender. Para ti todo resulta muy fácil, porque estás acostumbrado. Yo no he sido educada en este ambiente.
—¡Bah! No es cuestión de educación, como tú dices. Es más bien un compromiso. No creerás que me divierte a mí ir de visitas. Me aburre horrores. Pero hay que hacerlo, por lo menos en estas tierras.
—No se trata de aburrirse o de divertirse —dije—. El aburrimiento no da miedo. Si solamente me aburriera, poco me importaría. Pero no puedo aguantar que me miren por todos lados, como si fuera una vaca premiada en una exposición.
—¿Quién te mira así?
—Aquí, todo el mundo. Todos.
—Bueno, ¿y qué si lo hacen? Les sirves de entretenimiento.
—Pero, ¿y por qué he de servirles yo de diversión y cargar con todas las críticas?
—Porque lo único que interesa a la gente de estos contornos es lo que ocurre en Manderley.
—Pues lo que es a mí, ¡bien poco interesante me encontrarán! —Maxim no respondió y continuó con su periódico—. Bien poco interesante me encontrarán —repetí—. Supongo que por eso te casaste conmigo. Sabías que yo era aburrida, tranquila y sin experiencia y, por lo tanto, la gente mal podría andar contando chismes de mí.
Tiró el periódico al suelo y se levantó del sillón.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Se le oscureció la cara, que tenía una expresión extraña. Su voz sonó ronca; no era su voz.
—No sé…, no sé… —dije, apoyándome contra la ventana—. No quise decir nada. ¿Por qué me miras así?
—¿Qué sabes tú de chismes? ¿Qué has oído? ¿Qué han dicho?
—Si no sé nada —dije, asustada del modo como me miraba—. Sólo lo he dicho por…, por…, pues…, ¡por decir algo! No me mires así. ¡Maxim! ¿Qué te ocurre? ¿Qué he dicho?
—¿Quién te ha venido con cuentos? —dijo muy despacio.
—Nadie. ¡Nadie en absoluto!
—¿Por qué dijiste eso?
—Ya te lo he dicho, no lo sé. Se me vino a la lengua. Estaba enfadada, molesta. No puedo con esas visitas. No lo puedo remediar. Y encima, me has criticado porque soy tímida. Pero te aseguro que lo dije sin pensar, Maxim, de veras, créeme. Te suplico que me creas.
—No fue una cosa muy bonita, ¿no te parece?
—No; ha sido horrible, odioso.
Se quedó mirándome, pensativo, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los talones y las puntas de los pies.
—No sé —dijo—. Puede que fuera un acto de gran egoísmo que me casara contigo —habló lentamente, pensativo.
Me quedé helada, y se apoderó de mí un súbito malestar.
—¿Qué quieres decir?
—No soy para ti un compañero demasiado bueno, ¿verdad? —dijo—. Hay demasiada diferencia de edades. Deberías haber esperado para casarte con un muchacho de tu edad. No con una persona como yo, que ya ha vivido la mitad de su vida.
—Pero… ¡qué ridiculez! —dije, deprisa—. Ya sabes que la edad no significa nada en el matrimonio. Y claro que somos buenos amigos.
—¿Tú crees? No sé.
Me arrodillé sobre el asiento de la ventana, y le eché los brazos al cuello.
—¿Por qué me dices esas cosas? —le pregunté—. Sabes que te quiero más que a nada en el mundo. Para mí no existe otra persona. Eres mi padre, mi hermano, mi hijo. Todo en uno.
—La culpa fue mía —dijo él, sin escucharme—. Te di demasiada prisa. No te dejé pensarlo.
—Pero si yo no quería pensarlo —le dije—. No tenía ninguna alternativa. Tú no entiendes, Maxim. Cuando se quiere de veras a otro…
—¿Eres feliz aquí? —me preguntó, evitando mis ojos, mirando por la ventana—. A veces lo dudo. Estás más delgada. Has perdido el color.
—¡Claro que soy feliz! —le respondí—. Me encanta Manderley, y el jardín, y todo. Ni me importa hacer visitas. Sólo lo dije por molestar. Si quieres, iré de visita todos los días. No me importa. Haré lo que sea. No me he arrepentido ni un solo momento de haberme casado contigo. Eso lo sabes, ¿verdad que sí?
Me dio unas palmaditas en la mejilla, con aquel aire terrible de ausencia, y luego me dio un beso en la cabeza.
—¡Pobrecilla! ¡Poco te diviertes! Y yo…, me temo que soy una persona con la cual no resulta demasiado fácil vivir.
—¡Qué vas a ser difícil! —le dije, anhelante—. Eres fácil, facilísimo, mucho más fácil de lo que me había esperado. Antes, yo solía pensar que casarse tenía que ser tremendo. Me imaginaba que mi marido sería un borracho, o que diría palabrotas, o que estaría siempre gruñendo si las tostadas estaban blandas en el desayuno, y que sería bastante poco atractivo. ¡Hasta que olería mal! Y tú…, ¡tú no haces nada de eso!