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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (34 page)

BOOK: Rebeca
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Comenzó la casa a adquirir un aire nuevo, de expectación. Llegaron unos hombres para poner el entarimado en el gran vestíbulo, y del salón se quitaron algunos muebles para poder colocar los largos bufés contra la pared. Comenzaron a montarse luces en la terraza y en la rosaleda, y adondequiera que se fuera se encontraban señales de los preparativos para el baile. Había obreros de la finca por todos lados, y Frank se quedaba a comer casi todos los días. Los criados no hablaban de otra cosa, y Frith se paseaba silencioso, como si la celebración de la fiesta dependiera exclusivamente de él. Robert se despistaba continuamente y no hacía más que olvidar cosas: las servilletas de la comida, el pasar las verduras… Se veía en su cara una expresión de agobio, como alguien que tiene que tomar un tren. Los perros estaban muy tristes. Jasper vagaba por el vestíbulo, con el rabo entre las patas, tirando malhumoradas dentelladas inofensivas a cuantos obreros cruzaban por allí, o se iba a la terraza a ladrar estúpidamente, para luego salir corriendo como un loco hacia la pradera y comenzar a comer hierba con una especie de ansia. La señora Danvers permanecía invisible, pero yo me daba cuenta de su presencia continuamente. Cuando vinieron a colocar las mesas en el salón, la voz que daba instrucciones era la suya, y también fue ella quien dirigió la colocación del entarimado en el vestíbulo. Siempre que yo aparecía en alguna parte, ella acababa de marcharse, y más de una vez vi durante un segundo su falda, que desaparecía rozando una puerta, o escuchaba sus pasos en la escalera. Yo no era sino un pasmarote inútil que no hacía más que estorbar.

De pronto oía la voz de un hombre que decía: «¿Me permite la señora?». Y pasaba él, sonriendo por haberme molestado, llevando las sillas a la espalda, con la cara chorreando de sudor.

—¡Perdóneme! —le decía yo, haciéndome a un lado rápidamente—. ¿Puedo ayudarle? ¿Qué le parece si pusiéramos esas sillas en la biblioteca?

El hombre ponía una expresión de duda, y decía:

—Las órdenes de la señora Danvers, señora, son que las llevemos a la parte de atrás de la casa para que no estorben.

—¡Ah!, pues ¡claro! —decía yo—; ¡qué tonta soy! Hágalo como haya dicho ella.

Y salía andando muy deprisa, murmurando algo acerca de un papel y un lápiz, tratando de hacerle creer que estaba muy atareada, mientras él continuaba su camino por el vestíbulo, pasmado, y yo comprendía que no le había engañado en absoluto.

Amaneció el fausto día encapotado y con neblina, pero el barómetro estaba alto y no nos preocupamos. La niebla era buena señal. A eso de las once se disipó, tal como predijera Maxim, y quedó un magnífico día de verano, tranquilo, sin una nube en el cielo azul. Durante toda la mañana estuvieron los jardineros entrando flores en la casa, las últimas lilas blancas, lupinos magníficos y soberbios
Delphiniums
de metro y medio de altura, centenares de rosas y lirios de todas clases.

Al fin se dejó ver la señora Danvers. Silenciosa, tranquilamente, dijo a los jardineros dónde tenían que poner las flores, y ella misma las fue arreglando, llenando los jarrones con sus dedos rápidos y ágiles. Yo la observaba fascinada, viendo cómo llenaba florero tras florero, llevándolos luego ella misma desde el cuarto de las flores al salón y a todos los rincones de la casa, arreglándolos con justeza en número y profusión, poniendo las notas de color donde el color era necesario, pero dejando las paredes desnudas donde convenía más la sobriedad.

Para no estorbar, Maxim y yo comimos con Frank en su casita de soltero, junto a las oficinas. Los tres estuvimos de ese buen humor animado y risueño de la gente que acaba de asistir a un entierro. Estuvimos gastándonos bromas, sin dejar de pensar un momento en las próximas horas. Yo me encontraba en un estado muy parecido al de la mañana de mi boda. Notaba la misma sensación agobiante de haber ido ya demasiado lejos para retroceder.

No había más remedio que someterse a la prueba de aquella noche. Gracias a Dios, la casa Voce había mandado a tiempo mi traje. Estaba delicioso, envuelto en abundante papel de seda. Y la peluca era una maravilla. Me la probé antes del desayuno y me quedé asombrada de la transformación. Me favorecía mucho, y con ella puesta parecía otra persona por completo. No era yo. Era alguien mucho más interesante, más llena de vida, Maxim y Frank continuaban preguntándome acerca del traje.

—No me vais a conocer —les dije—; los dos os vais a llevar la sorpresa más grande de vuestra vida.

—No te irás a vestir de payaso, ¿verdad? —dijo Maxim—. ¿No estarás tratando de gastarnos una broma tonta?

—No; nada de eso —contesté, llena de dignidad.

—Deberías haber hecho lo que te dije y haberte vestido de Alicia en el País de las Maravillas.

—O…, con ese pelo… de Juana de Arco —dijo Frank, tímidamente.

—¡Eso no se me había ocurrido! —dije, sin expresar por el tono lo que me parecía la idea; y Frank se puso colorado.

—Estoy seguro de que cualquier cosa que se ponga, me gustará —dijo, en el tono más pomposo de los frankianos.

—No le des alas, por Dios, Frank —dijo Maxim—. Está ya tan engreída con su dichoso traje, que no la podremos aguantar. El consuelo es que Be pronto te quitará los humos. Ya verás lo que tarda en decírtelo si no le gusta tu traje. La pobre Be siempre se las arregla para ponerse hecha un adefesio en estas ocasiones. Me acuerdo de una vez que se vistió de Madame Pompadour, y cuando entraba a cenar tropezó y se le cayó la peluca. Entonces, con ese tono brusco de voz que tiene dijo: «No hay quien soporte este demonio de chisme»; tiró la peluca encima de una silla y terminó la noche luciendo su propio pelo corto. No os podéis imaginar el efecto de aquella cabeza con el miriñaque de satén azul pálido, o lo que fuera. El pobre Giles tampoco tuvo mucho éxito aquel año. Vino de cocinero, pero pasó toda la noche sentado junto al bar. Creo que, en el fondo, le pareció que Be le había traicionado.

—No, no fue eso —dijo Frank—; es que había perdido todos los dientes de delante probando una yegua nueva, ¿no te acuerdas?, y por timidez no quería ni abrir la boca.

—¡Ah! ¿Fue eso? ¡Pobre Giles! En general, se divierte disfrazándose.

—Beatrice dice que le gusta mucho jugar a las charadas —dije yo—. Me contó que juegan todas las Navidades.

—Ya lo sé —contestó Maxim—. ¡Por eso no voy a pasar las Navidades con ella!

—¿Unos poquitos más de espárragos? ¿Más patatas?

—No, gracias, Frank; no tengo hambre.

—¡Los nervios! —dijo Maxim, sacudiendo la cabeza—. No te importe. Mañana, a estas horas, ya se habrá acabado todo.

—Así lo espero —dijo Frank, muy serio—. Iba a dar orden de que todos los coches estuvieran listos para las cinco de la mañana.

Empecé a reír como una tonta, mientras me brotaban las lágrimas.

—¡Ay! —dije—. Vamos a mandar telegramas a todos para que no vengan.

—¡Vamos! ¡Sé valiente! Afronta el peligro —dijo Maxim—. No tendremos que dar otro durante mucho tiempo. Frank, me parece que deberíamos ir acercándonos a la casa, ¿no crees?

Frank asintió, y yo los seguí de mala gana, dejando con disgusto el apretado y bastante incómodo comedorcillo, tan típico de la casa de soltero de Frank, que aquel día me parecía encerrar la auténtica esencia de la paz y de la tranquilidad. Cuando llegamos a casa nos encontramos con que ya estaba allí la orquesta, y los músicos aguardaban de pie en el vestíbulo, algo azorados e intranquilos, mientras Frith, más importante que nunca, les ofrecía algo de beber. Los músicos estaban invitados a pasar la noche, y cuando les hubimos dado la bienvenida, tras intercambiar algunas bromas alusivas a la ocasión, se marcharon hacia sus habitaciones, para después ser conducidos a dar un paseo por la finca.

La tarde se alargaba como esa última hora antes de emprender un viaje, cuando ya todo está en las maletas, cerradas con llave, y yo comencé a vagar por las habitaciones, tan perdida como Jasper, que me seguía con expresión de reproche.

Nada podía hacer para ayudar, y lo mejor y más sensato hubiera sido marcharse a dar un buen paseo con el perro. Al fin decidí hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Maxim y Frank estaban pidiendo el té, y cuando hubimos concluido de tomarlo llegaron Beatrice y Giles. La tarde se había acabado demasiado pronto.

—¡Parece que fue ayer! —dijo Beatrice, besando a Maxim y mirando alrededor—. Os felicito muy de veras por haberos acordado de todos los detalles. Las flores están preciosas. ¿Las has colocado tú? —preguntó, volviéndose hacia mí.

—No —dije algo avergonzada—. La señora Danvers es la responsable de todo.

—Bueno, después de todo… —Beatrice no terminó la frase, pues aceptando el fuego que Maxim le ofrecía para su cigarrillo, una vez que lo hubo encendido pareció haber olvidado lo que iba a decir.

—¿Sirve Mitchell la cena, como de costumbre? —preguntó Giles.

—Sí —respondió Maxim—. No creo que se haya cambiado nada, ¿verdad, Frank? Lo teníamos todo en los archivos de la oficina. No se ha olvidado nada, ni creo que se haya dejado de mandar una sola invitación.

—¡Qué descanso encontrarnos solos! —dijo Beatrice—. Me acuerdo de que una vez llegamos a esta hora y ya había aquí unas veinticinco personas. Todos para pasar aquí la noche.

—¿Y qué se va a poner todo el mundo? Supongo que Maxim, como de costumbre, «no juega».

—Como de costumbre —dijo Maxim.

—Haces mal. Resultaría todo mucho más animado si te disfrazaras.

—Pero ¿es que has conocido algún baile en Manderley que no haya estado animado?

—No, hijo, no. Los organizáis demasiado bien. Pero, a pesar de eso, el señor de la casa debería dar ejemplo.

—Creo que con que la señora de la casa haga lo que pueda, ya está bien —dijo Maxim—. ¿A santo de qué iba yo a aguantar el calor y la incomodidad, haciendo al mismo tiempo de majadero?

—¡Qué ridiculez! No tenías por qué hacer el majadero. Con tu tipo, estarías bien con cualquier cosa. Tú no tienes que preocuparte por tu línea, como el pobre Giles.

—¿Qué se va a poner Giles esta noche? —pregunté—. ¿O es secreto terrible?

—No, de ningún modo —dijo éste, resplandeciente—. Y no voy a estar nada mal. Voy a vestirme de jeque musulmán. El sastre del pueblo me lo ha hecho todo.

—¡Qué barbaridad! —dijo Maxim.

—Pues no está nada mal —dijo Beatrice con calor—. Se pintará la cara naturalmente, y se quitará las gafas. El turbante es auténtico. Nos lo ha prestado un amigo que vivía en Oriente. El sastre ha copiado de una revista lo demás. Le sienta muy bien.

—Y tú, ¿qué te vas a poner, Beatrice? —preguntó Frank.

—Yo no he hecho gran cosa. Me he arreglado algo oriental, para hacer pareja con Giles. Pero no tengo la pretensión de que sea muy exacto. Muchas sartas de cuentas, ¿sabes?, y, luego, un velo por la cara.

—Suena muy bonito —dije cortésmente.

—¡Bah!, no está mal. Por lo menos, tiene la ventaja de que es cómodo. Si hace demasiado calor me quitaré el velo. Y tú, ¿qué te vas a poner?

—No se lo preguntes —contestó Maxim—. No nos lo quiere decir a ninguno. Nunca se ha conocido un secreto tan intrigante. Creo que hasta lo encargó a Londres.

—Pero, mujer —dijo Beatrice, impresionada—. ¿No habrás echado la casa por la ventana para achicarnos a todos? El mío está hecho en casa.

—No te preocupes —dije, riendo—. No tiene nada de particular. Pero Maxim comenzó a tomarme el pelo y le he prometido darle la sorpresa más grande de su vida.

—Y muy bien hecho —dijo Giles—. Maxim se da demasiados aires. Lo que ocurre es que tiene envidia. Ahora quisiera disfrazarse como nosotros, pero no le gusta decirlo.

—¡Qué disparate! —exclamó el aludido.

—Y usted, Crawley, ¿qué se va a poner?

—He tenido tanto quehacer, que he dejado el disfraz para el último momento. Anoche busqué unos pantalones viejos y un jersey a rayas de cuando jugaba al fútbol. Me voy a poner un parche en un ojo y diré que soy un pirata.

—¡Pero, hombre! ¿Por qué no nos escribiste y te hubiéramos prestado algo? Tenemos un traje de holandés que se puso Roger el invierno pasado en Suiza. Te hubiera estado que ni pintado.

—Me niego a tolerar que mi administrador se presente vestido de holandés —dijo Maxim—. No volvería a cobrar la renta de los arrendatarios. Dejadle que se vista de pirata. Puede que asuste a algunos.

—¡Vaya un pirata! —me dijo Beatrice al oído.

Hice como que no la había entendido. Siempre la estaba tomando con él.

—¿Cuánto tiempo me llevará pintarme la cara? —preguntó Giles.

—Por lo menos dos horas —respondió Beatrice—. Yo ya empezaría a pensar en ello. ¿Cuántos seremos a la mesa?

—Dieciséis —respondió Maxim—, contándonos a nosotros. No habrá nadie desconocido. Todos son amigos tuyos.

—Me está entrando la fiebre de vestirme —dijo Beatrice—. Me alegro horrores de que decidierais dar esta fiesta otra vez, Maxim.

—A ella tienes que agradecérselo —respondió Maxim, señalándome con la cabeza.

—No es verdad —repuse—. Todo ha sido cosa de lady Crowan.

—¡Qué va a ser! —dijo Maxim, sonriendo—. No ocultes que estás tan excitada como el niño que va a su primera fiesta.

—No lo estoy.

—Tengo muchas ganas de ver tu traje —dijo Beatrice.

—Si no es nada de particular; de verdad —insistí.

—Dice que no la vamos a conocer —dijo Frank.

Me miraron sonrientes. Estaba contenta, animada y feliz. Todos estaban muy simpáticos. Todos me querían. De pronto, la idea del baile y la de ser la anfitriona se me antojaron divertidas.

Se daba el baile en mi honor, porque yo era la recién casada. Estaba sentada en la mesa de la biblioteca, moviendo las piernas que me colgaban, mientras todos los demás estaban de pie a mi alrededor. Me acometieron deseos, de repente, de subir corriendo las escaleras, ir a mi cuarto, ponerme el traje y la peluca delante del tocador, y mirarme desde todos lados en el espejo grande que quedaba detrás, en la pared. Aquella sensación de importancia, de estar rodeada por Giles y Beatrice, y Frank y Maxim, que discutían sobre mi vestido, era nueva y deliciosa. Todos estaban tratando de adivinar lo que me iba a poner. Pensé en el vestido, suave, blanco, envuelto en papel de seda, y en cómo mejoraría mi tipo de niña, sin desarrollar aún, mis hombros algo caídos. Pensé en mi pelo, lacio, cubierto de rizos sedosos y relucientes.

—¿Qué hora es? —pregunté con indiferencia, bostezando ligeramente, fingiendo que no me importaba—. ¿No deberíamos subir ya?

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