—Bastante mal.
—¡Ah! Eso no importa. La cosa es que juegues. Los que se niegan a aprender me sacan de quicio. ¿Qué demonios puedes hacer con gente así, desde la hora del té a la de la cena y después de cenar? No puede uno estarse sentado charla que te charla.
No comprendí por qué no, pero me pareció que lo más sencillo era callar.
—Ahora que Roger ya tiene una edad pasable, es muy entretenido. Convida a sus amigos a pasar unos días y nos divertimos de verdad. Tenías que haber estado en casa las Navidades pasadas. Jugamos a las charadas
[*]
. ¡Qué juerga! Giles estaba en la gloria, en su elemento. Le encanta vestirse de mamarracho, y en cuanto se toma dos copas de champaña es que te mueres de risa con él. Mucha gente le ha dicho que ha equivocado su carrera y que debió dedicarse al teatro.
Pensé en Giles, en su carota de luna, con sus gafas de concha. Y comprendí que verle haciendo gracia, después de cenar, con unas copas de champaña en el cuerpo, me resultaría algo violento.
—Giles y un amigo nuestro, al que queremos mucho, Lickie Marsh, se vistieron de mujer y cantaron un dúo. Nunca supimos qué tenía que ver con la palabra de la charada, pero eso fue lo de menos. El caso es que nos reímos como locos.
Sonreí amablemente, y dije:
—¡Figúrate! ¡Qué gracioso!
Me los imaginaba a todos riendo como locos en la sala de Beatrice. Toda aquella gente, que tan bien se conocía. Roger se parecería a Giles. Beatrice se estaba riendo al recordar la escena.
—No se me olvidará nunca cuando Dick cogió un sifón y se lo enchufó a Giles por el cogote. ¡Creí que nos moríamos!
Comencé a sentirme intranquila ante la posibilidad de que Beatrice nos pudiera convidar a pasar las Navidades en su casa. Siempre podía yo caer con la gripe…
—Te advierto que nunca hemos presumido de actores. Lo hacemos en confianza, para divertirnos. En Manderley… ¡ahí sí podría darse una función de veras! Se presta. Me acuerdo de una procesión histórica que se celebró allí hace años. Fue precioso. Vino mucha gente de Londres. Ahora, que esas cosas necesitan una organización tremenda.
—Sí, naturalmente.
Calló unos instantes mientras conducía. Luego dijo:
—¿Cómo está Maxim?
—Está bien, gracias.
—¿Animado y alegre?
—Sí, bastante.
Entramos por la angosta calle de un pueblo que exigió toda su atención. ¿Le diría algo de lo ocurrido con la señora Danvers y acerca de Favell? Lo único que temía era que fuera a cometer una imprudencia y contárselo a Maxim.
—Oye, Beatrice —dije, decidiéndome—. ¿Has oído hablar alguna vez de un tal Favell, Jack Favell?
—Jack Favell —repitió—. Sí, me suena el nombre. Espera un minuto. Jack Favell… ¡Ah! ¡Sí! ¡Completamente indeseable! Le conocí una vez, hace ya mucho tiempo.
—Vino ayer a Manderley a ver a la señora Danvers.
—¿Sí? Es natural, hasta cierto punto.
—¿Por qué?
—Tengo idea de que era primo de Rebeca.
Me sorprendió aquello. ¿Primo suyo? No era Favell la clase de pariente que me había imaginado que tendría Rebeca. Entonces…, Jack Favell era primo suyo.
—No lo sabía —dije.
—Seguramente solía ir a Manderley con frecuencia. No te sabría decir. Yo iba muy poco por allí.
Lo dijo algo bruscamente. Me dio la impresión de que no quería seguir hablando del asunto.
—No me gustó mucho —dije.
—No me extraña —respondió.
Callé, esperando, pero no añadió nada. Me pareció mejor no decirle que Favell me había pedido que no dijera nada de su visita. Podría complicar las cosas. Además, llegábamos en aquel momento a nuestro destino. Encontramos una verja, pintada de blanco, y un camino enarenado y bien cuidado.
—No olvides que la pobre vieja está casi ciega —dijo Beatrice—, y no le rige muy bien la cabeza. Pero ya he telefoneado a la enfermera diciendo que íbamos a venir, de manera que estará preparada.
La casa era grande, de ladrillo rojo, con aleros muy salientes. Supuse que era de finales de la época victoriana. No era bonita, pero una ojeada me bastó para ver que se trataba de una de esas mansiones archicuidadas por innumerables criados. Todo para una pobre anciana medio ciega.
Una doncella impecable nos abrió la puerta.
—Buenas tardes, Norah, ¿cómo estás? —preguntó Beatrice.
—Muy bien, gracias, señorita Beatrice. ¿Y la señorita, está bien?
—Todos estamos rebosantes de salud. ¿Cómo está la señora?
—Así, así, señorita. Tiene sus días buenos y sus días malos. No es que esté mal de salud, ¿sabe? Le gustará mucho verla a usted, señorita.
Me miró con curiosidad.
—Norah, ésta es la esposa del señorito Maxim.
—Mucho gusto, señorita —dijo Norah.
Pasamos por un recibidor estrecho y un salón que tenía demasiados muebles a una terracita sobre una extensión de césped bien cortada. En los escalones que bajaban al jardín había gran cantidad de alegres geranios en tiestos de piedra. En una esquina había una silla de ruedas, en la que estaba sentada la abuela de Beatrice, reclinada sobre varias almohadas y envuelta en chales y toquillas. Cuando nos acercamos, vi que se parecía mucho a Maxim. Era impresionante la semejanza. Cuando Maxim fuera muy viejo y ciego, sería exactamente como ella. La enfermera, que estaba sentada junto a ella, se levantó al acercarnos nosotras y puso una señal en el libro que estaba leyendo. Sonrió a Beatrice y dijo:
—¿Cómo está usted, señora?
Beatrice le dio la mano y me dijo:
—Parece que la abuelita está muy bien. No sé cómo se las arregla con sus ochenta y seis años —y luego, alzando la voz, siguió—. ¡Aquí nos tienes, abuelita! ¡Hemos llegado sin novedad!
Miró la anciana en nuestra dirección, y dijo:
—Hola, Be, hijita. Te agradezco mucho que hayas venido a verme. Aquí nos aburrimos mucho, no hay nada que hacer.
Se inclinó Beatrice para besarla.
—Te he traído —dijo— a la mujer de Maxim para que te conozca. Queríamos haber venido antes, pero tanto Maxim como ella han estado muy ocupados —me empujó ligeramente y me dijo—. Bésala.
Me incliné y la besé en una mejilla. La anciana me tocó la cara con los dedos.
—¡Qué guapa! Me alegro mucho de verte, hijita. Debías haber traído a Maxim.
—Maxim está en Londres —dije yo—. Volverá esta noche.
—Tienes que hacerle venir la próxima vez. Siéntate, hijita, siéntate donde yo pueda verte. Y tú, Be, ven aquí, al otro lado. ¿Cómo está ese pillo de Roger? Es un pícaro; no viene a verme nunca.
—Vendrá a verte en agosto. ¿Sabes que sale ahora de Eton y va a ir a Oxford?
—Estará hecho un hombre, ¿eh? No le voy a conocer.
—Está más alto que Giles —dijo Beatrice.
Continuó hablando con la anciana, contándole cosas de Giles, de Roger y de sus caballos y perros. Sacó la enfermera sus agujas de hacer punto, y se puso a tejer entrechocándolas vigorosamente. Se volvió hacia mí sonriente y cordial.
—¿Le gusta a usted Manderley, señora? —me preguntó.
—Me encanta, gracias.
—Es un sitio precioso, ¿no? —dijo, mientras las agujas se lanzaban furiosas estocadas—. ¡Claro! Ahora ya no vamos, no podría la señora. Y lo siento. Echo mucho de menos aquellos días de Manderley.
—Tiene usted que venir sola algún día.
—Muchas gracias. Me gustaría mucho. ¿Su marido está bien?
—Sí, muy bien.
—Pasaron ustedes la luna de miel en Italia, ¿verdad? Nos gustó mucho la postal que nos mandó su marido desde allí.
Se me ocurrió si usaría el «nos» como los reyes, o si quería indicar que la abuela de Maxim y ella eran una sola persona.
—¿Envió una? No me acordaba.
—¡Ya lo creo! Causó gran remolino. Esas cosas nos encantan. Tenemos un libro de recortes y pegamos en él todo lo que se relaciona con la familia, siempre que sea agradable, naturalmente.
—¡Qué buena idea! —dije.
De vez en cuando oía retazos de la conversación de Beatrice al otro lado de la silla.
—Sí, tuvimos que poner una inyección al pobre Marksman —decía—. ¿No te acuerdas de Marksman? ¡Nunca tendré un caballo que salte como él!
—Pero…, ¿quieres decir Marksman? —dijo la abuela.
—Sí; pobre. Se quedó completamente ciego.
—¡Pobre Marksman! —repitió la anciana.
No me pareció muy discreto hablarle de ceguera, y miré a la enfermera. Ésta continuaba muy atareada moviendo ruidosamente las agujas.
—¿Va usted a las cacerías de zorros? —dijo.
—No, me temo que no —respondí.
—Puede que le tome usted afición. Por estas comarcas las cacerías nos gustan a todos.
—Sí.
—Mi cuñada es muy aficionada al arte —dijo Beatrice a la enfermera—. Ya le he dicho que Manderley está lleno de lugares que harían cuadros muy bonitos.
—¡Vaya! —confirmó la enfermera. Dejó de hacer media durante un momento—. ¡Qué buena manera de pasar el rato! Yo tenía una amiga que dibujaba muy bien. Una vez fuimos a pasar las Pascuas a Provenza e hizo unos dibujos muy bonitos.
—¡Qué bien! —dije yo.
—Estamos hablando de dibujos —gritó Beatrice a su abuela—. ¿A que no sabías tú que tenías una pintora en la familia?
—¿Quién es esa pintora? —dijo la buena señora—. ¡No conozco a ninguna!
—Tu nueva nieta —dijo Beatrice—. Pregúntale el regalo de boda que le he hecho.
Sonreí, esperando la pregunta. Volvió la anciana la cabeza hacia mí, y dijo:
—¿De qué está hablando Be? No sabía que fueras pintora. Nunca hemos tenido pintores en la familia.
—Beatrice hablaba en broma. Yo no soy pintora. Dibujo un poco, por pasar el rato. Nunca he tomado lecciones. Beatrice me ha regalado unos libros preciosos.
—¡Ah! —dijo, algo confundida—. ¿Beatrice te ha regalado unos libros? ¡Es como llevar leña al monte! ¡Con los libros que hay en la biblioteca de Manderley!
Rió de buena gana, y todas le hicimos eco. Creí que quedaría ahí la cosa, pero Beatrice insistió:
—No comprendes, abuelita. No eran libros corrientes. Eran de arte. Cuatro tomos.
La enfermera se inclinó hacia delante, para contribuir con su granito de arena.
—Dice su nieta que a la señora de su nieto le gusta mucho dibujar, como pasatiempo. Por eso, como regalo de boda, le ha comprado una obra sobre pintura en cuatro tomos.
—¡Qué raro! —dijo la abuelita—. ¡Regalar libros como regalo de boda! Me parece una idea malísima. Cuando yo me casé, a nadie se le ocurrió regalarme libros. Y si lo hubiesen hecho, no los hubiera leído.
Volvió a reír. Beatrice se sintió ofendida y yo le dirigí una sonrisa de consuelo que no creo que viese. La enfermera comenzó otra vez a hacer punto.
—Quiero merendar —dijo la anciana, quejicosa—. ¿No son ya las cuatro y media? ¿Por qué no trae Norah el té?
—Pero ¡cómo! ¿Ya tenemos hambre, con todo lo que hemos comido? —dijo la enfermera, levantándose de la silla y sonriendo cariñosamente.
Me encontraba cansada y me pregunté, escandalizada de mi cruel pensamiento, por qué los viejos tienen que ser tan insoportables. Son peores que los niños o que los perros pequeños, pues hay que portarse correctamente con ellos. Continué sentada, con las manos sobre la falda, dispuesta a expresar mi acuerdo con la primera que dijera algo. La enfermera estaba mullendo las almohadas y arreglando las toquillas.
La abuela de Maxim lo toleró todo con paciencia. Cerró los ojos, como si estuviera demasiado cansada, y se acentuó su parecido con Maxim. Me la imaginaba de joven, alta, guapa, recorriendo las cuadras de Manderley, bien provistos de azúcar los bolsillos, recogiéndose la cola de la falda para no arrastrarla por el barro. La veía con su cintura muy encorsetada y el cuello muy alto. La escuché pidiendo el coche para las dos en punto. Todo aquello había acabado para ella. Ya hacía cuarenta años que estaba viuda, y quince que había muerto su hijo. Ahora tenía que vivir en aquella casa alegre, roja, de aleros salientes, acompañada de su enfermera, hasta que le llegase la hora de morir. ¡Qué poco sabemos de lo que piensan los viejos! Entendemos a los niños, sus miedos, sus esperanzas, porque lo hemos sido. Sólo ayer, yo era aún niña. No lo había olvidado. Pero ¿que sentía, en qué pensaba la abuela de Maxim, sentada allí, envuelta en toquillas? ¿Se daba cuenta de que Beatrice estaba reprimiendo un bostezo y mirando el reloj? ¿Comprendía que si habíamos ido a verla era porque creíamos que teníamos que hacerlo, que era un deber? ¿Que cuando llegáramos a casa Beatrice probablemente me diría: «Ya tengo la conciencia tranquila para tres meses»?
¿Pensaba alguna vez en Manderley? ¿Se acordaba de haber estado sentada, como yo lo hacía ahora, a la cabecera de la mesa del comedor? ¿Acostumbraría ella también a tomar el té bajo el castaño? ¿O lo habría ya olvidado todo, lo habría puesto a un lado y no quedaría nada tras aquella cara serena, pálida, sino pequeños dolores, molestias nimias, una gratitud vaga cuando brillaba el sol y un ligero enfado cuando soplaba viento frío?
Hubiera querido poner mis manos en su cara y borrar los años. Hubiera querido poder verla joven, con las mejillas rosadas y el pelo castaño, despierta y activa como lo estaba Beatrice a su lado, hablando de caza, de sabuesos y de caballos; no sentada allí con los ojos cerrados mientras la enfermera le arreglaba las almohadas.
—¡Hoy tenemos sorpresa! —dijo la enfermera—. ¡Emparedados de berros! Cómo nos gustan los emparedados de berros, ¿verdad?
—¿Hay berros hoy? —preguntó la abuela de Maxim, levantando la cabeza de la almohada y mirando hacia la puerta—. No me lo habías dicho. ¿Por qué no trae Norah el té?
—No querría su puesto aunque me pagasen mil libras diarias —dijo Beatrice a la enfermera, en voz baja.
—Ya estoy acostumbrada —dijo la enfermera, sonriendo—. Y no lo paso mal. Claro es que tenemos nuestros días malos, pero peores podrían ser. Es muy fácil de llevar; no como otros enfermos. Y los criados me ayudan mucho, y eso es una gran cosa. Aquí viene Norah.
Salió la criada trayendo una mesita de patas muy separadas para poderla acercar a la silla de ruedas, y colocó sobre aquélla un mantel blanco como la nieve.
—¡Cuánto has tardado, Norah! —dijo, refunfuñando, la anciana.
—Acaban de dar las cuatro y media, señora —dijo Norah, con una voz especial, alegre y risueña, como la de la enfermera.
¿Se daría cuenta la abuela de Maxim de que la gente le hablaba así? ¿No lo habría notado la primera vez que lo hicieron? Tal vez se dijo a sí misma: «Se creen que me hago vieja. ¡Qué ridiculez!». Y luego, poquito a poco, se habría ido acostumbrando hasta que ya le parecía que siempre le habían hablado así, y ya no le extrañaría. Pero…, ¿qué había sido de aquella mujer joven, de pelo castaño y cintura delgada, que daba azúcar a los caballos?