Acercamos las sillas a la mesita, y comenzamos a comer los emparedados de berros. La enfermera preparaba especialmente los que comía la enferma.
—¡Qué! ¿Nos gusta la sorpresa? —dijo.
Vi dibujarse lentamente una sonrisa en aquella cara tranquila y plácida.
—Me gustan los días de emparedados de berros —respondió.
El té estaba hirviendo, imposible de tomar. La enfermera le fue dando diminutos sorbitos.
—Hoy han hervido el agua —dijo la enfermera dirigiéndose a Beatrice moviendo la cabeza—. Siempre pasa lo mismo. Se empeñan en dejar reposar el té demasiado tiempo y se amarga. ¡Cuidado que se lo tengo dicho! Pero no hacen caso.
—Todas son iguales —dijo Beatrice—. Yo ya las he dejado por imposibles.
La anciana estaba moviendo su té con la cucharilla, la mirada perdida y remota. Me hubiera gustado saber en qué pensaba.
—¿Les hizo buen tiempo en Italia? —dijo la enfermera.
—Sí; mucho calor —respondí.
Beatrice se volvió hacia su abuela.
—Dice que les hizo muy buen tiempo en Italia durante la luna de miel. Maxim vino muy moreno.
—¿Por qué no ha venido Maxim?
—Ya te lo hemos dicho, abuelita; Maxim ha tenido que ir a Londres, para no sé qué banquete. Giles también ha ido.
—¡Ah! Entonces… ¿por qué decías que Maxim estaba en Italia?
—Estuvo en Italia, abuelita. En abril. Pero ya están en Manderley —explicó Beatrice y, volviéndose hacia la enfermera, se encogió de hombros.
—Sus nietos ya están en Manderley —confirmó la enfermera.
—Este último mes ha estado delicioso allí —intervine yo, acercándome a la abuela de Maxim—. Las rosas están en su apogeo. Me hubiera gustado traerle algunas.
—Sí; me gustan las rosas —dijo vagamente, y luego me miró desde más cerca con sus azules y empañados ojos, y añadió—. ¿Tú también estás pasando unos días en Manderley?
Sentí que algo me atenazaba la garganta. Hubo un momento de silencio que rompió Beatrice, con voz alta e impaciente.
—Abuela, sabes perfectamente que vive allí. Está casada con Maxim.
Noté que la enfermera miraba rápidamente a la anciana al tiempo que dejaba la taza de té sobre la mesa. Había descansado la cabeza sobre la almohada, estaba tirando de la toquilla y comenzó a temblarle la boca.
—Todos habláis demasiado. No os entiendo —me miró entonces, la cara contraída, como si quisiera comprender, y comenzó a agitar la cabeza—. ¿Quién eres, hijita? No te he visto nunca. No te conozco. No me acuerdo de haberte visto en Manderley. Be, ¿quién es esta niña? ¿Por qué no me ha traído Maxim a Rebeca? Yo quiero mucho a Rebeca. ¿Dónde está mi querida Rebeca?
Hubo una larga pausa, un momento de agonía. Noté que las mejillas se me ponían rojas como la grana. La enfermera se levantó rápidamente y se llegó hasta la silla de ruedas.
—Quiero que venga Rebeca —repitió la anciana—. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?
Beatrice se levantó torpemente haciendo sonar platos y tazas. También ella había enrojecido.
—Creo que sería mejor que se fueran ustedes —dijo la enfermera, algo azorada y violenta—. Está un poco cansada, y cuando se pone así algunas veces le dura varias horas. De tarde en tarde se excita, como hoy. Es una mala suerte que haya tenido que ocurrir hoy. Estoy segura de que usted se hará cargo —me dijo.
—¡Naturalmente! —respondí deprisa—. Yo también creo que es mejor que nos vayamos.
Beatrice y yo recogimos apresuradamente bolsos y guantes. La enfermera estaba de nuevo junto a su enferma.
—¡Vamos, vamos!, ¿qué es esto? ¿No quiere usted estos emparedados tan ricos de berros que yo misma le he preparado?
—¿Dónde está Rebeca? ¿Por qué no ha venido Rebeca con Maxim? —dijo la anciana con voz cansada, quejumbrosa.
Pasamos por la sala y el recibidor y nosotras mismas abrimos la puerta para salir. Beatrice puso en marcha el motor, sin decir una palabra. Seguimos por el bien cuidado camino y salimos por la verja blanca.
Yo tenía la mirada fija en la carretera. No me dolía lo ocurrido por mí. Si hubiese estado sola no le hubiera dado importancia. Lo sentía por Beatrice.
Cuando dejamos atrás el pueblo me dijo:
—No sabes lo que lo siento, querida mía; no sé qué decirte.
—No seas tonta, mujer —le dije sin vacilar—. No importa. No fue nada.
—No podía figurarme que se iba a poner así. No te hubiera traído de ninguna manera. Créeme que lo siento muy de veras.
—No vale la pena —dije—. No hablemos más del asunto.
—No lo comprendo. Sabía perfectamente quién eras. Le escribí y se lo dije. Y Maxim también. Se interesó mucho por vuestra boda en el extranjero.
—Olvidas los años que tiene. ¿Por qué se iba a acordar de esos detalles? No me relaciona con Maxim. Sólo piensa en Rebeca.
Continuamos calladas un rato. Era un descanso encontrarnos otra vez en el coche y no me importaban los traqueteos y los vaivenes de las curvas.
—Se me había olvidado cómo quería a Rebeca —dijo Beatrice lentamente—. He sido una majadera al no pensar que podía ocurrir algo así. Yo creo que nunca se ha llegado a enterar bien de lo del accidente. ¡Qué tardecita del demonio! Yo no sé qué estarás pensando de mí.
—Pero, ¡por Dios, Beatrice! Ya te he dicho que no me importa.
—Rebeca siempre estaba animándola y contemplándola. Solía convidarla a Manderley. Claro que la pobre abuelita estaba entonces mucho más normal. Rebeca la hacía reír y reír… Rebeca era muy divertida, y la pobre vieja lo pasaba divinamente con ella. Tenía el don, Rebeca quiero decir, de hacerse simpática a todo el mundo: hombres, mujeres, niños, perros… Supongo que la pobre señora no la ha olvidado nunca. No debes de estarme muy agradecida por esta tarde.
—No me importa, no me importa —repetí mecánicamente.
¡Si Beatrice pudiera olvidar el asunto de una vez! Me tenía sin cuidado. ¿Qué importaba? ¿Qué importaba nada?
—Giles se enfadará —dijo—. Dirá que la culpa es mía, por haberte llevado. Ya le estoy oyendo: «¡Qué estupidez la tuya, Be!». Buena bronca vamos a tener.
—No digas nada. Preferiría que se olvidase todo. Si no, sólo vas a conseguir que corra la voz, y Dios sabe qué tonterías acabarán por decir.
—Giles me notará en la cara que ha pasado algo. Jamás he conseguido ocultarle nada —dijo Beatrice.
Me callé. Ya me estaba imaginando cómo sus amigas comentarían lo ocurrido. Estaba viendo al grupito reunido para comer el domingo. Los ojos muy abiertos, las orejas despiertas y las exclamaciones de sorpresa.
—¡Qué barbaridad! ¿Y qué hiciste? —y luego—. Y ella, ¿cómo lo tomó? ¡Vaya una situación!
Pero a mí lo único que me interesaba era que no llegase el asunto a oídos de Maxim. Puede que yo se lo contase algún día a Frank Crawley, pero todavía no; hasta que pasase algún tiempo, no.
No tardamos en coronar la cuesta en donde se bifurca la carretera. Vi a lo lejos los grisáceos tejados de Kerrith; a la derecha, en una hondonada, los densos bosques de Manderley, y más allá, el mar.
—¿Tienes mucha prisa por llegar a casa? —me preguntó Beatrice.
—No, creo que no; ¿por qué?
—¿Te parecería mal que te dejase junto a la casa del guarda? Si me doy una prisa tremenda, y corro como un demonio, llegaré justo a tiempo de recoger a Giles, que viene de Londres en tren, y le ahorraré tener que tomar un taxi.
—¡Naturalmente, mujer! No me cuesta ningún trabajo ir andando desde allí.
—Te lo agradezco horrores —contestó afectuosa.
Me pareció que la tarde se le había hecho demasiado larga, y ya tenía ganas de quedarse sola. No le apetecía aguantar una merienda tardía en Manderley.
Bajé del coche, al llegar a la verja de la finca, y nos besamos, despidiéndonos.
—A ver si te las arreglas para engordar un poco antes de que nos volvamos a ver. No estás bien tan delgada. Dale un abrazo a Maxim, y perdona lo ocurrido hoy.
Desapareció en una nube de polvo, y yo tomé el camino de casa.
Iba pensando si habría cambiado mucho el camino desde que la abuela de Maxim solía recorrerlo a caballo. Entonces era ella joven y solía sonreír a la mujer del guarda, como yo misma lo acababa de hacer. Sin embargo, la mujer del guarda, en aquellos tiempos, la saludaría con una reverencia cortesana, barriendo el camino con su amplia falda. La mía no había hecho sino una ligera inclinación de cabeza, y luego llamó a su hijo, que estaba dando de comer a unos gatitos detrás de la casa. La abuela de Maxim habría ido por allí bajando la cabeza para evitar las ramas bajas, al trote por el mismo camino. Éste estaría en aquella época mejor cuidado, sería más ancho, y el bosque no lo invadiría insolente.
No pensaba en ella tal como estaba, reclinada sobre las almohadas, con aquel chal sobre los hombros. La veía como fue cuando era joven, y cuando Manderley era su hogar. La veía paseando por los jardines con un niño de la mano, el padre de Maxim, que jugaría ruidosamente, montado sobre un palo terminado en una cabeza de caballo hecha de cartón. El niño llevaría una chaqueta con trabilla y cuello blanco muy almidonado. Las meriendas en la playa contarían como largas excursiones, y sólo se celebrarían en días especiales. Tenía que haber alguna fotografía en algún sitio, en algún álbum antiguo probablemente, de toda la familia sentada, muy rígidos todos, alrededor de un mantel extendido sobre la playa, con los criados al fondo, junto a una enorme cesta de merienda. También me imaginaba a la abuela de Maxim, ya más vieja, hacía pocos años: iría por la terraza de Manderley, apoyada en un bastón, acompañada de alguien que reía mientras la llevaba del brazo. Ese alguien era alta, esbelta, hermosísima, y tenía el don —me había dicho Beatrice— de hacerse simpática a todo el mundo. Gustaba enseguida. Y pensé que acaso fuera igual de fácil llegar a amarla…
Cuando llegué al final del camino vi el coche de Maxim a la puerta de la casa. Me saltó alegre el corazón y entré corriendo en el vestíbulo. Vi sobre la mesa el sombrero y los guantes. Fui hasta la biblioteca, y al acercarme oí voces, una más alta que la otra, la voz de Maxim. La puerta estaba cerrada. Vacilé un momento antes de entrar.
—Puede usted escribirle y decirle, de mi parte, que en adelante no aparezca por Manderley. ¿Me oye? No importa quién me lo haya dicho, eso es lo de menos. Pero sé que ayer estuvo aquí su automóvil. Si usted quiere verle, lo hace fuera de Manderley. No quiero que pase la verja. ¿Se entera usted? Y, acuérdese, ésta es la última vez que la aviso.
Me escabullí corriendo hacia la escalera. Oí que se abría la puerta de la biblioteca y subí rápidamente, ocultándome en la galería. Vi salir a la señora Danvers, que cerró la puerta tras ella. Me agaché junto a la pared de la galería para que no me viese. Vi su cara un segundo. Estaba demudada de ira, desencajada, horrible.
Pasó, escalera arriba, rápida y silenciosa como una sombra, hasta desaparecer por la puerta que conducía al ala de poniente.
Esperé unos momentos y fui hacia la biblioteca. Abrí la puerta y entré. Maxim estaba de pie, junto a la ventana, con unas cartas en la mano, de espaldas a mí. Dudé un segundo si volver a salir calladamente, antes de que me viera, marcharme a mi cuarto y quedarme allí sentada. Pero debió de oírme, pues se volvió impaciente, diciendo:
—¿Quién anda ahí?
Sonreí y le tendí las manos, al mismo tiempo que le decía:
—¡Hola!
—¡Ah! ¿Eres tú?
Me di cuenta inmediatamente de que algo le había irritado sobremanera. Tenía la boca apretada, las facciones descompuestas y la tez demudada.
—¿Qué ha sido de ti? —me preguntó, dándome un beso en la cabeza y echándome un brazo por los hombros.
Me parecía que desde que se marchara, el día antes, había pasado un siglo.
—He ido a ver a tu abuela —respondí—. Me ha llevado Beatrice en coche.
—¿Qué tal anda la pobre?
—Bien.
—Y, ¿dónde está Be?
—Tuvo que volver a casa para recoger a Giles, que llega de Londres.
Nos sentamos juntos sobre el banco de la ventana. Le cogí la mano y le dije:
—No me ha gustado ni pizca estar sin ti. Te he echado de menos horrores.
—¿De verdad?
Estuvimos callados unos momentos, con su mano entre las mías.
—¿Hizo mucho calor en Londres?
—Sí, mucho. Me molesta aquello siempre.
¿Me iría a decir lo que le había ocurrido hace un rato con la señora Danvers? ¿Quién le habría dicho que había estado Favell?
—¿Estás preocupado por algo?
—Ha sido un día muy largo para mí. Ese doble viaje en veinticuatro horas agota a cualquiera.
Se levantó y encendió un cigarrillo. Entonces comprendí que no me iba a decir nada de la señora Danvers.
—Yo también estoy cansada. No sé… Hoy ha sido un día muy ajetreado —dije.
U
N domingo por la tarde tuvimos una verdadera invasión de visitas, y fue en aquella ocasión cuando se suscitó por primera vez el tema del baile de disfraces. Había venido a comer Frank Crawley y nos preparábamos los tres a pasar una tarde tranquila debajo del castaño cuando oímos que un automóvil se acercaba por el recodo del camino. Ya era demasiado tarde para avisar a Frith, pues en aquel momento se paró el coche ante la escalinata, sorprendiéndonos en la terraza con las manos llenas de periódicos y almohadones bajo el brazo.
Tuvimos que bajar y recibir a los inesperados visitantes. Como suele ocurrir en estos casos, no iban a ser los únicos que viniesen a vernos ese día. Una media hora más tarde llegó otro automóvil, y luego tres personas, que habían venido dando un paseo a pie desde Kerrith. Fracasaron nuestros planes de un día sosegado y tuvimos que atender a unos y a otros de aquellos conocidos de cumplido, conduciéndolos a dar el paseo de rigor por la finca: una vueltecita por la rosaleda, un paseo por la pradera y la obligada inspección del Valle Feliz.