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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (11 page)

BOOK: Rebeca
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—Sólo tiene cuarenta y dos años, y yo soy mayor para la edad que tengo.

Rió y echó la ceniza del cigarrillo al suelo.

—¡Vaya que si lo eres!

Continuó mirándome como no la había visto hacerlo nunca. Parecía que me estaba valorando como el jurado de una exposición de ganado hace con las bestias. Sus feos ojos tenían una expresión desagradable, inquisitiva.

—Oye —dijo, con voz de intimidad, como de amiga a amiga—. ¿No será que has hecho algo que no debieras?

Me recordaba a Blaize, la modista que quiso darme una comisión del diez por ciento.

—No sé qué quiere usted decir…

Se echó a reír y se encogió de hombros.

—Déjalo, no importa. Pero yo siempre he dicho que las inglesas no os gusta daros a conocer pero sois de mucho cuidado. De manera que tendré que marcharme sola a París, dejándote aquí mientras tu novio arregla los papeles, ¿no? Ya, ya he notado que no me ha invitado a la boda, no creas.

—Es que no quiere invitar a nadie. Además, usted ya estará en alta mar cuando se celebre.

—Sí, sí —dijo, y sacó la polvera y se empolvó la nariz—. Supongo que tú sabes lo que quieres. Pero ten cuidado…, que todo lo habéis decidido demasiado deprisa. Me parece que él debe de ser algo difícil; tendrás que acostumbrarte a su manera de ser. Ten en cuenta que hasta ahora has llevado una vida muy tranquila, pues no dirás que yo te mataba a trabajar. Como señora de Manderley no te faltarán ocupaciones. Y si quieres que te sea franca, no sé cómo te las vas a arreglar.

Sus palabras parecían el eco de las mías una hora antes.

—Ni tienes experiencia —continuó—, ni conoces aquel ambiente. Apenas puedes decir dos frases seguidas en mis reuniones de bridge, y, ¿qué vas a decir a todos sus amigos? Las fiestas de Manderley eran famosas cuando ella vivía. Claro que él ya te habrá contado…

Dudé un momento; pero ella, gracias a Dios, continuó sin esperar mi contestación:

—Claro que te deseo que seas muy feliz y reconozco que él es una persona muy atractiva, pero…, en fin, perdona que te diga que creo que cometes un error, y que me temo que tendrás que arrepentirte.

Soltó la caja de polvos y me miró volviendo la cabeza por encima del hombro. Puede que hablara con sinceridad, por fin, pero podía habérsela ahorrado. No dije nada pero debí de hacer un gesto de desagrado, pues se encogió de hombros y se dirigió al espejo para arreglarse el ridículo sombrerito, que parecía un hongo otoñal. Me alegraba de que se marchara, de no verla más. Pensé, resentida, en los meses que había pasado en su compañía, a su servicio, a sueldo suyo, trotando a su lado como una sombra gris y muda. Ya sabía yo que me faltaba experiencia, que era una tonta tímida y demasiado joven. Ya sabía todo eso. No hacía falta que me lo dijera ella. Me decía todo eso a propósito, pues por esas envidias raras que sienten las mujeres le dolía mi boda, y su escala de valores había recibido un duro golpe.

Me importaba poco; pronto la olvidaría a ella, lo mismo que sus punzantes palabras. Cuando quemé aquella página y esparcí sus cenizas, nació en mí una confianza nueva. No existía para nosotros el pasado. Íbamos a comenzar una nueva vida, él y yo. El viento se había llevado todo lo pasado, como se llevó las cenizas del cesto de los papeles. Yo iba a ser la señora de Winter e iba a vivir en Manderley.

Dentro de un rato, ella se habría marchado, sola con el traqueteo del tren, sin mí. Y, mientras, él y yo estaríamos en el comedor del hotel, comiendo sentados a la misma mesa, haciendo planes para el porvenir, asomados a la orilla de una gran aventura. Tal vez, cuando ella se hubiera marchado, el me hablaría de su amor por mí, de su felicidad. Hasta entonces no había tenido tiempo, y, además, esas cosas no salen así como así; hay que esperar a que llegue un momento oportuno. Alcé la vista y vi la imagen de ella en el espejo. Me estaba mirando con una ligera sonrisa de conmiseración dibujada en la cara. Creí por un momento que, al fin, iba a tener un rasgo de generosidad, que me iba a alargar la mano y a desearme felicidad, a darme ánimos, a decirme que no me preocupara. Pero continuó sonriendo, y mientras se arreglaba un mechón revoltoso que se había escapado del sombrero, dijo:

—Claro que comprenderás por qué se casa contigo, ¿no? ¿No te habrás hecho la ilusión de que se ha enamorado de ti? La verdad es que aquella casa vacía le ataca los nervios y casi lo ha vuelto loco. Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en el cuarto. No puede seguir viviendo solo…

Capítulo 7

L
LEGAMOS a Manderley a principios de mayo, con las primeras golondrinas y las primeras campánulas como dijo Maxim. Sería la mejor época, antes del rigor del verano; en el valle, las azaleas prodigan en esa época su fragancia y los rododendros dan sus flores, rojas como la sangre. Fuimos en automóvil, desde Londres, de donde salimos por la mañana temprano en medio de un chaparrón, y llegamos a Manderley a las cinco, todavía a tiempo de tomar el té. Aún hoy parece que me estoy viendo, mal vestida, como de costumbre, aunque ya llevábamos siete semanas de casados, con un traje de punto; al cuello una pequeña piel de imitación de marta, y encima un impermeable demasiado grande que me llegaba hasta los tobillos. Lo llevaba en parte por el mal tiempo y en parte porque me hacía parecer algo más alta. En la mano llevaba un par de guantes de manopla y un enorme bolso de piel.

—Ésta es la lluvia de Londres —dijo Maxim—; pero ya verás cómo cuando lleguemos a Manderley estará brillando el sol en tu honor.

Y tenía razón, pues al llegar a Exeter desaparecieron las nubes, quedando amontonadas detrás de nosotros, dejando un cielo azul y delante la blanca carretera.

Me gustó ver el sol, porque, algo supersticiosa, me parecía la lluvia un mal augurio, y el cielo plomizo de Londres me había entristecido.

—¿Te encuentras mejor? —dijo Maxim.

Yo le sonreí y le cogí una mano, pensando lo fácil que resultaba todo para él, volver a su casa, entrar en el vestíbulo, coger el correo, llamar al timbre para que le sirvieran el té; pero me pregunté si se daba cuenta de lo nerviosa que estaba yo y si su pregunta: «¿Te encuentras mejor?», indicaba que lo comprendía.

—Tranquilízate —dijo—; pronto llegaremos. Estarás deseando tomar una taza de té.

Y me soltó la mano, porque venía una curva y tuvo que frenar.

Comprendí que había creído que si yo callaba era por cansancio, y no se le había ocurrido pensar que tuviera miedo al llegar a Manderley, a pesar de haberlo deseado tanto. Ahora, cuando había llegado el momento, hubiera querido retrasarlo. Hubiera querido que parásemos en cualquier hotel del camino y haber entrado en él, para calentarnos junto a una chimenea anónima. Hubiera querido ser un viajero cualquiera, una recién casada enamorada de su marido; pero no, era la mujer de Maxim de Winter, que llegaba a Manderley por primera vez. Pasamos muchos simpáticos pueblecitos, donde las ventanas de las casas tenían un aspecto amable. Una mujer con un niño en brazos me sonrió al pasar, mientras un hombre cruzaba la carretera hacia el pozo, con un cubo en la mano.

Hubiera querido que nosotros fuéramos como ellos, acaso sus vecinos, y que Maxim, por las noches, se recostase contra la puerta de nuestra casita, fumando una pipa, orgulloso de lo que había crecido la enredadera plantada por él y, mientras tanto, yo estaría muy atareada en la cocina, que tendría limpia como una patena, poniendo la mesa para cenar. Encima del aparador habría un despertador de estrepitoso tictac y una fila de platos relucientes. Después de la cena, Maxim leería el periódico, con los pies arrimados a la lumbre, y yo sacaría el montón de ropa por repasar que había guardado en un cajón. ¡Qué modo de vivir tan sosegado y apacible, tan sencillo, tan feliz, libre de exigencias sociales!

—Sólo faltan tres kilómetros —dijo Maxim—. ¿Ves aquella mancha de árboles sobre la curva del cerro y el mar al fondo? Aquello es Manderley. Y allí está el bosque.

Traté de sonreír y no le contesté, sintiéndome aterrada, con un malestar imposible de dominar. Mi alegre expectación, mi feliz orgullo, habían desaparecido. Me sentía como el niño que se acerca a su primer colegio, o como una criadita palurda que va a buscar colocación por primera vez. El dominio que había adquirido sobre mí misma durante las siete semanas de matrimonio era ya un guiñapo ondulando al viento. Me parecía haber olvidado hasta las más elementales reglas de educación; no sabía decir a ciencia cierta cuál era mi mano derecha y cuál mi izquierda, ni si sentarme o quedarme de pie, ni qué tenedor ni qué cuchara usar durante la cena.

—Quítate el impermeable —dijo, mirándome—. Aquí no ha llovido. Y ponte derecha esa piel tan graciosa que llevas. Pobrecilla, te he obligado a venir con lo puesto; tendría que haberte dado tiempo para comprarte ropa en Londres.

—Si a ti no te importa, a mí tampoco.

—La mayoría de las mujeres no piensan más que en trapos —dijo distraídamente.

Torcimos al llegar a un cruce de caminos, donde comenzaba una tapia muy alta.

—Ya llegamos —dijo, con voz animada, y yo me agarré con fuerza al asiento de cuero del coche.

El camino hacía una curva. Delante de nosotros, a la izquierda, se elevaba una gran verja de dos hojas, junto a la caseta del guarda, que daba acceso al camino particular de la finca. Cuando pasamos vi varias caras que miraban curiosas desde las oscuras ventanas de la caseta, y un niño salió corriendo de detrás y se quedó mirándome. Me encogí contra el respaldo del asiento, con el corazón latiéndome violentamente, sabiendo por qué las ventanas estaban llenas de caras y por qué el niño se había quedado mirándome tan fijamente.

Querían saber cómo era yo. Me los imaginaba hablando muy excitados, riendo en la cocinita.

—Yo sólo vi un pedazo de sombrero —dirían—; ¡escondió la cara! ¡Bueno! ¡Mañana la veremos! Ya nos contarán los de la casa.

Tal vez Maxim notara entonces, por fin, mi temor, porque tomó mi mano, la beso y dijo:

—No tiene que importarte si notas algo de curiosidad. Todos querrán saber cómo eres. Es probable que no hayan hablado de otra cosa durante las últimas semanas. No tienes más que conducirte con naturalidad y todos te tomarán cariño enseguida. De la casa no tienes que preocuparte. La señora Danvers se encarga de todo. Tú déjala que haga. Al principio no me extrañaría que estuviera un poco ceremoniosa contigo. Es una mujer muy rara. Pero no te importe. Es que es así. ¿Ves esos arbustos? Cuando las hortensias están en flor forman aquí como un muro azul.

No dije nada, pues estaba pensando en aquella niña que hacía mucho tiempo compró una postal en la tiendecita de un pueblo y salió mirando encantada su compra a la luz del sol, diciéndose: «La voy a poner en mi álbum. Manderley. ¡Qué nombre más bonito!». Y era yo la que me encontraba aquí; era mi casa, y desde ella escribiría cartas a la gente, diciendo: «Estaremos en Manderley todo el verano. Tienen ustedes que venir a hacernos una visita». Me daría paseos por este camino ahora extraño para mí y del que conocería entonces cada recodo, cada curva, observando y aprobando el trabajo de los jardineros: allí habrían recortado el seto, más allá habrían podado aquellas ramas bajas; me llegaría a la caseta del guarda, junto a las verjas, para hacer una visita amable, diciendo a la vieja que viviría allí: «Bueno, abuela, y ¿cómo va hoy esa pierna?». Y la vieja, que ya no sentiría curiosidad por mí, me invitaría a pasar a la cocina. Miré a Maxim y le envidié su tranquilidad, su falta de preocupaciones y la sonrisa que jugaba en sus labios, indicando lo contento que estaba de volver a su casa.

¡Qué lejos, qué remoto me parecía el momento en que yo, ya tranquila, sonriera al llegar a Manderley! ¡Ojalá llegara ahora mismo! Hubiera querido hasta ser una viejecita de pelo canoso y andar vacilante, con tal de conocer la satisfacción de llevar ya muchos años allí, mejor que aquella personilla tímida, atontada, que yo me sentía.

Cuando cruzamos la verja las puertas se cerraron con estrépito tras nosotros. Quedó a nuestra espalda la polvorienta carretera pública, y me di cuenta de que el camino de la casa no era como yo me había imaginado. Yo había pensado en una avenida amplia y espaciosa, alisada a diario con el rastrillo y barrida de hojas, bordeada de césped bien cuidado.

Pero aquel camino se retorcía y revolvía como una serpiente, y en algunos sitios apenas si era más ancho que un sendero. Sobre nuestras cabezas entrelazaban sus ramas los numerosos árboles, formando una bóveda como la de una iglesia. Ni siquiera el sol del mediodía podría penetrar el verde entretejido de aquellas hojas. Brotaban entrelazadas, demasiado espesas, las unas junto a las otras, y sólo algunos rayos temblorosos de cálida luz llegaban en olas intermitentes a salpicar de oro el camino. Reinaba un gran silencio, una gran paz. Mientras veníamos por la carretera había soplado un alegre viento de poniente, que azotaba la cara y hacía danzar en armonía a las hierbecillas de la cuneta; pero aquí no hacía viento. Hasta el motor del coche estaba más callado. A medida que bajaba el camino hacia el valle los árboles crecían más cerca de nosotros: hayas copudas, de troncos blancos, suaves y encantadores, elevaban sus mil ramas a la vez, y otros árboles, cuyos nombres no sabría decir, se nos acercaban tanto que hubiera podido tocarlos con la mano. Seguimos por el camino, cruzamos un puentecillo que salvaba un arroyuelo, y aquel camino, que apenas lo era, continuó retorciéndose y revolviéndose como una serpentina encantada, penetrando cada vez más hondo en el corazón de la espesura, sin que por parte alguna se viera un claro donde pudiera alzarse una casa.

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