Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (14 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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De sus experimentos Garfinkel concluyó que la tupida red de normas que gobierna nuestra vida diaria es el «terreno de juego» donde se llevan a cabo nuestras actividades de todos los días. Su función más importante es mantener y reproducir un sistema de confianza generalizada. A la hora de la verdad, para desarrollar nuestra actividad social tenemos que fiarnos forzosamente de los demás. Damos por hecho que los conductores no van a intentar atrepellarnos, que los cocineros no van a intentar envenenarnos, etcétera. Pero normalmente no tenemos manera de confirmarlo, sobre todo en una ciudad grande donde no conocemos a la mayor parte de las personas con quienes nos relacionamos a diario. Por tanto, ¿cómo evitamos la ansiedad que nos producen estas interacciones? No nos queda más remedio que confiar en que los demás van a obedecer las normas.

Para demostrarnos que es de fiar y que está dispuesto a respetar las normas, un individuo puede hacer pequeños gestos simbólicos. Esta es la función principal de la cortesía y la buena educación. Existen una serie de pautas (saludar amablemente, ceder el paso, usar el tenedor de ensalada adecuado, tener una actitud amable) útiles para establecer que no se van a producir sorpresas desagradables, es decir, que la interacción se va a producir tal y como se esperaba. Por tanto, todas esas pequeñas normas que cumplimos a diario, en vez de coartar nuestra individualidad, libertad y expresividad, realmente cumplen una importante función. Cada pequeño gesto es una señal que indica a los demás lo que probablemente suceda a continuación.

Esta forma de ganarse la confianza de los demás es la que emplean los mejores artistas y psicópatas, que invariablemente son cordiales y educados. Emiten un falso mensaje para dejar ver que si están dispuestos a respetar las normas pequeñas, también respetarán las grandes. Los timadores jamás cumplen la segunda parte del comunicado. Pero ¿implica esto que en ningún caso debamos creernos el mensaje completo o que jamás debamos confiar en los demás? Si así fuera, prácticamente toda nuestra vida social sería imposible. En otras palabras, vivir sin cultura implica un estado de permanente desfase cultural.

En conclusión, ¿qué podemos decir de la imposición de una serie de normas sociales? ¿Es una tiranía de la mayoría? ¿Es una masificación o un intento de subyugar al individuo y eliminar su personalidad o creatividad? En absoluto. La contracultura decidió que las normas sociales son una imposición y concluyó que la cultura entera es un sistema autoritario. Se quiso trazar un paralelismo entre Adolf Hider y Emily Post
[12]
, considerados ambos unos fascistas que pretendían imponer sus normas para eliminar el placer individual. Por lo tanto, rebelarse contra todas y cada una de las normas sociales era lo que había que hacer. Pero la consecuencia fundamental de esta teoría ha sido un espectacular descenso de la cordialidad, sobre todo en Estados Unidos (donde al darlas gracias recibimos un «hmm» por toda respuesta). La situación da que pensar. Esta progresiva desaparición de la educación, en vez de liberarnos, parece conectar directamente con los grupos más antisociales (y con los movimientos políticos).

*

Cualquiera que haya chapoteado en la subcultura sabrá que existen maneras muy sutiles de imponer las costumbres sociales. Mi experiencia como ex músico punk de provincias avala esta teoría. Yo me metí en la cultura punk más bien por casualidad. En general, era un chico tímido. Durante los primeros años de instituto no saqué los pies del tiesto y pasaba bastante tiempo en el aula de informáticajugando a «Calabozos y dragones». Aún no existían el
ciberpunk
ni los piratas informáticos, así que los adictos al ordenador sólo eran unos simplones sin delirios de grandeza ni expectativas de glamour.

Mi instituto estaba en un mal barrio y era donde iban los estudiantes con problemas de disciplina, es decir, la última oportunidad antes del reformatorio. Un día llegó una chica con un corte de pelo punk totalmente alucinante: un lado teñido de blanco y el otro de negro. Nadie hablaba de otra cosa. El director le echó la vista encima y le pidió que se pusiera el pelo de un color «normal» si no quería que la expulsaran. Ella no obedeció y se acabó lo que se daba. Nunca volvimos a saber de ella. A mí toda la historia me pareció un poco excesiva, así que, en señal de solidaridad, aparecí un par de días después con el pelo teñido exactamente igual. Quería saber si el director sería capaz de echar a uno de sus mejores alumnos por teñirse el pelo o si sólo echaba a la gente que no le caía bien.

El director no hizo nada más que mirarme indignado. Pero algunas cosas sí cambiaron. Aunque en aquel momento los punks eran una minoría aborrecida —recibían palizas continuas por su manera de vestir—, también estaba claro que gustaban muchísimo. El hecho de que les persiguieran contribuía a su leyenda. Y de repente, con mi nuevo corte de pelo, entré en un circuito social al que jamás habría tenido acceso. Me hice amigo de personas quejamás me habían dirigido la palabra, descubrí mucha música buena, me empezaron invitar a fiestas Fantásticas y. sobre todo, logré ligarme a chicas que antes estaban completamente fuera de mi alcance.

También noté que la gente empezaba a tratarme de una manera distinta, sobre todo los desconocidos en los lugares públicos. Las señoras mayores me miraban mal por la calle, los pendencieros me gritaban burradas al pasar en coche, los vigilantes de seguridad me seguían sin ningún disimulo por todo el supermercado y los testigos dejehová se empeñaban en darme un ejemplar de su revista. Es decir, la gente tenía reacciones exageradas. Ya mí me daba la sensación de estar haciendo algo verdaderamente radical, de estar poniendo a prueba a la gente, abriéndoles la mente, sacando a las masas de su letargo conformista. Yo era sólo el filo de la navaja, el comienzo de una gran revolución, la señal más obvia del inminente derrumbe de la civilización occidental.

Recuerdo haber contado esto alguna vez a una amiga de mi madre, una hippie recalcitrante (por aquel entonces, en torno a 1984, seguía llamando «bofia» a la policía y es la persona que más repetía la palabra «joder» que he conocido nunca). Esta mujer me dijo: «Te entiendo muy bien. Cuando yo tenía tu edad me pasaba exactamente lo mismo. La gente nos llamaba «hippies asquerosos», nos echaban del autobús y se negaban a atendernos en los restaurantes. Yahora, les trae sin cuidado».

Esto no era lo que yo esperaba oír. Y me hizo plantearme algunas preguntas incómodas. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces podemos sacar a la gente de su letargo conformista sin plantearnos la posibilidad de que quizá no estén sumidos en ningún letargo conformista? Según John Ralston Saúl vivimos en una «civilización inconsciente», sometidos al conformismo y la terapia de grupo. Tenemos que abrir los ojos, ponernos las pilas y empezar a portarnos como personas auténticas. Pero miles de personas leen su libro sin darse cuenta de que son ellos los que salen retratados en él. Inconscientes serán los demás, inconsciente será el tío de al lado o el vecino que vive al final de la calle. Pero si todos pensamos que los demás son unos inconscientes, quizá no sea por estar aletargados, sino bien despiertos. Puede que llamemos inconscientes a los demás para ocultar el hecho de que
cada uno piensa una cosa distinta
.

Durante mucho tiempo acepté la teoría contracultural de que el sistema tiene una capacidad inagotable para integrar a los disidentes mediante la apropiación. Pero al ir pasando los años, cada vez era más difícil negar lo obvio. En un principio, las personas responden a las conductas sociales extrañas con desaprobación. Así es como funciona la cultura humana. También es una respuesta perfectamente comprensible. Cuando vemos subir a nuestro vagón de metro a una persona claramente trastornada, nadie corre a sentarse a su lado. Esto no se debe tanto al miedo en sí como al hecho de que no se sabe lo que puede ocurrir y nadie quiere meterse en líos. Sin embargo, la rebeldía contra-cultural no es algo casual, sino que responde a unos esquemas muy claros. Por eso los hippies o los punks pueden «hacerse notar» con su forma de vestir sin que nadie les considere unos lunáticos. En otras palabras, las normas alternativas de la subcultura la identifican como un movimiento de
disensión
y no como una simple desviación social. Pero precisamente debido a ello, la gente acaba acostumbrándose. Es «normal» ver a un grupillo de punks en el centro comercial. Y al final la gente ya no reacciona con indignación, porque ya sabe en qué consiste el asunto. Así es como se transforma la cultura. No consiste en una apropiación, sino en un mecanismo de adaptación.

Creo que éste es el error básico del pensamiento contracultural: interpretar el hecho de que las normas sociales acaben imponiéndose como una señal de que el orden social en su conjunto es un sistema represivo. Además, juzga la resistencia a la infracción como una confirmación de su teoría. A menudo se trata de un simple embellecimiento de la conducta antisocial, es decir, transgredir por el simple hecho de transgredir. Esta mentalidad en la vida diaria suele ser inofensiva, pero políticamente puede resultar desastrosa. Lleva a los activistas contraculturales no sólo a rechazar las instituciones sociales existentes sino cualquier otra alternativa que se proponga, aduciendo que al final se institucionalizará e impondrá por la fuerza. Por eso la contracultura rechaza la política izquierdista tradicional, que cataloga de «institucional».

Esta tendencia a rechazar soluciones institucionales para los problemas sociales nos lleva directamente al pecado capital de la contracultura. Siempre rechazan las soluciones sencillas para los problemas sociales concretos, abogando por alternativas más «profundas» o «radicales» que jamás se podrían aplicar eficazmente Como se demuestra en los siguientes capítulos, este pecado capital contamina todas las parcelas de la política contracultural. Afecta a los kamikazes culturales y al movimiento anticonsumista, a los críticos del sistema educativo, a las organizaciones medioambientales, a los grupos antiglobalización y feministas, así como a los partidarios de las religiones englobadas en el «New Age». Ai rechazar cualquier propuesta que no implique una transformación total de la conciencia y la cultura de la humanidad, los activistas de la contracultura suelen acabar agravando precisamente los problemas que pretendían solucionar.

4.
Me odio a mí mismo y quiero comprar
[13]

¿O
dias el consumismo? ¿Te indigna todo el tema del marketing? ¿No puedes soportar que pongan tantos anuncios? ¿Te preocupa la calidad del «medioambiente mental»? Pues no eres muy original. El anticonsumismo es uno de los movimientos culturales más importantes en la Norteamérica del nuevo milenio, que abarca todas las clases sociales y etnias. De acuerdo, como sociedad puede que gastemos cantidades desaforadas de dinero en productos de consumo, viajes, ropa de marca y aparatos domésticos. Pero fijémonos en las listas de libros más vendidos. Los ensayos más populares son muy críticos con el consumismo:
No Logo, CultureJam, LuxuryFever, Fast Food Nation
[14]
. Ahora se vende la revista
Adbusters
en las tiendas locales de ropa o música. En la última década, dos de las películas con mayor éxito de público y crítica han sido
El club de la pelea
y
American Beauty
, que son críticas casi idénticas de la moderna sociedad de consumo.

¿Qué podemos concluir de todo esto? Para empezar, es verdad que el mercado ha respondido con una abundante oferta de productos y libros anticonsumistas. Pero ¿tiene sentido esta denuncia generalizada si vamos a seguir instalados en una sociedad consumista?

La respuesta es sencilla. Lo que vemos en películas como
American Beauty
o leemos en libros como
No Logo
no es realmente una crítica al consumismo; es sólo una reafirmación de la vieja crítica de la sociedad de masas. Y son dos cosas muy distintas. De hecho, la crítica de la masificación ha sido uno de los pilares del consumismo durante las cuatro últimas décadas.

Merece la pena detenerse en esta última frase. Suena tan disparatada, tan completamente opuesta a la lógica, que parece imposible de entender. Pero, simplificando, la idea es la siguiente: los libros como
No Logo
, las revistas como
Adbusters
y las películas como
American Beauty
no debilitan el consumismo, sino que lo fortalecen. Y no se trata de qiie los escritores, editores o directores de cine sean unos hipócritas. Simplemente no han entendido la verdadera naturaleza de la sociedad de consumo. Identifican el consumismo con el conformismo. Por eso no se dan cuenta de que es la rebeldía, y no el conformismo, lo que controla el funcionamiento del mercado desde hace décadas.

Durante la segunda mitad del siglo pasado, hemos visto triunfar el consumismo a la vez que hemos visto instalarse al pensamiento contracultural en la cima del «mercado de las ideas». ¿Es una casualidad? A los teóricos contraculturales les gustaría que su rebeldía fuera tan sólo una
reacción
frente a la maldad de la sociedad de consumo. Pero ¿qué sucedería si la rebeldía contra-cultural, en vez de una consecuencia, fuese de hecho una causa del aumento de consumismo? Sería irónico, ¿no?

Dicen que el dinero no da la felicidad. Puede que sea verdad, pero la pobreza tampoco parece una buena solución. La mayoría de las personas opina, con mucha sensatez, que la prosperidad material y la felicidad tienen cierta relación entre sí, por sutil que sea. Además, numerosos estudios apoyan esta teoría. La población de los países ricos e industrializados es, en general, mucho más feliz que la de los países pobres. Los motivos parecen bastante obvios. Con una mayor riqueza tendremos más posibilidades de satisfacer nuestros deseos, necesidades y proyectos vitales.

De todo esto podría deducirse que él crecimiento económico es un factor positivo. Por desgracia, en nuestra historia ha sucedido algo inesperado. Aunque está demostrado que el desarrollo económico aumenta el nivel medio de felicidad, al alcanzar un cierto grado de desarrollo el efecto desaparece por completo. Por norma general, a partir de un PIB de diez mil dólares per cápita, el crecimiento económico deja de afectar al grado medio de felicidad. En Norteamérica hace tiempo que llegamos a esa cifra. Por tanto, pese al espectacular desarrollo económico que hemos experimentado desde la II Guerra Mundial, los niveles de felicidad no han aumentado. Según algunas fuentes, incluso han disminuido.

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