Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (13 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Consideremos el dilema de un político electo que deba escoger entre un presupuesto de defensa «elevado» o «reducido». Éstas serían las posibilidades, en orden de preferencia:

Él elige elevado, su rival elige reducido. Nivel de seguridad: alto.

Él elige reducido, su rival elige reducido. Nivel de seguridad: medio.

Él elige elevado, su rival elige elevado. Nivel de seguridad: bajo.

Él elige reducido, su rival elige elevado. Nivel de seguridad: muy bajo.

Como sucede en el dilema del preso, el político puede elegir entre la opción primera y la segunda, o entre la tercera y la cuarta. Lo probable es que ambos opten por presupuestos elevados y acaben en la situación tercera. Es decir, habrán empleado una gran cantidad de dinero en obtener un nivel bajo de seguridad global.

Pero esto es sólo el principio del problema. Supongamos que el político elige un presupuesto elevado, pero se produce un cierto retraso antes de que su rival reaccione. Esto significa que, durante un breve lapso de tiempo, disfrutará de un alto nivel de seguridad (opción 1). Sin embargo, en cuanto su rival empiece a gastar dinero en armamento, se producirá un declive en la seguridad relativa. Llegado este punto, en vez de aceptar lo inevitable (opción 3), tendrá la tentación de incrementar la rivalidad gastando aún más. Esto convertirá el conflicto de acción colectiva en lo que se conoce como una «carrera hacia el abismo». Pese a que este resultado es peor, los adversarios redoblan sus esfuerzos, por lo que exacerban el problema que pretendían resolver (como cuando subimos el volumen de nuestro aparato de música para no oír la del vecino). Finalmente, el resultado es tan malo que los dos bandos acaban «enganchados» en el conflicto. No pueden abandonar, sencillamente porque han llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás.

De hecho, el incremento del gasto militar tiende claramente a desembocar en una carrera armamentista. Visto desde fuera, todo el proceso parece completamente irracional. Sin embargo, es frecuente que los gobernantes se enzarcen en este tipo de mecánica enfermiza, y aunque el armamentismo exige a la población un esfuerzo cada vez mayor, también resulta progresivamente más difícil abandonar la situación. Por eso son precisamente los países que menos pueden permitírselo los que gastan enormes cantidades de su PIB en arsenales militares. Eritrea y Etiopía, por ejemplo, llevan años metidos en una carrera armamentista por un conflicto fronterizo no resuelto. Pese a la hambruna generalizada y a la inexistencia de una mínima cobertura social, Eritrea gasta más del 25 por ciento de su PIB en armamento. Y cómo olvidar a la madre de todas las carreras armamentistas: la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La Unión Soviética se arruinó precisamente por lo desmesurado de sus presupuestos de defensa. En cuanto a Estados Unidos, una década después del desplome de la Unión Soviética sigue gastando cantidades astronómicas en armamento, el equivalente al resto de los países del mundo juntos.

Lo importante de este militarismo es que, visto desde fuera, parece irracional. En la década de 1960, cuando la guerra fría empezó en serio, nadie lograba entender estos conflictos. Parecía obvio que los políticos y los altos mandos de los ejércitos se habían vuelto bastante locos (o que el gobierno había sucumbido al «complejo militar-industrial» contra el que Eisenhower había prevenido al país). En este asunto influyeron considerablemente las teorías freudianas sobre este trastorno de la conducta. La carrera armamentista se presentó como un ejemplo de lo que sucede cuando nuestros instintos agresivos controlan nuestra capacidad racional. Una película de 1964,
Teléfono rojo, ¿ volamos hacia Moscú?
, proporcionó una interpretación clásica de la situación (con los típicos paralelismos entre represión sexual, fascismo alemán y armamentismo nuclear estadounidense). Fabricar armas era básicamente una forma de sublimar la agresividad. El aumento constante del tamaño y el presupuesto del equipamiento podía explicarse como una reacción neurótica ante la disciplina que imponía la escalada militar a la población. La exigencia de aumentar el número de armas implicaba una mayor disciplina laboral, una mayor satisfacción pospuesta. Este incremento de la represión psíquica producía una mayor agresividad que debía contrarrestarse con más sublimación (es decir, más armas). La realimentación entre ambos genera la lógica del incremento armamentista que habrá de culminar en un holocausto nuclear.

Desde esta perspectiva freudiana, el militarismo nos revela algo
sustancial
sobre la naturaleza humana. El hecho de que los seres humanos sientan la necesidad de fabricar armas nucleares de cien megatones demuestra lo terroríficos que son nuestros instintos. Si en nuestro más profundo fuero interno queremos usar esas armas unos contra otros, debemos de ser unas criaturas extraordinariamente violentas.

Por otra parte, la teoría de Hobbes niega que el armamentismo indique la existencia de instintos ocultos. Es posible que dos países se enzarcen en una carrera armamentista sin que ninguno de ellos tenga la menor intención de atacar al otro. A cada uno le basta con pensar que el otro puede atacarle. Es precisamente esta falta de confianza lo que desencadena la carrera al abismo. Uno de los países empieza a militarizarse para frenar una supuesta amenaza. El otro lo considera peligroso e inicia su propia escalada armamentista. El ciclo continúa y ambos interpretan cada maniobra defensiva del contrario como una ofensiva. Lo importante es que la situación funciona como el dilema del preso: no hay ninguna diferencia entre las dos opciones que se plantean. Pase lo que pase, el armamentismo continúa. Por eso tanto la Unión Soviética como Estados Unidos mantuvieron siempre, a lo largo de toda la guerra fría, que sus maniobras militares eran puramente defensivas. Pero como ninguno de los dos creía al otro, esa falta de intención bélica no sirvió para frenar la carrera armamentista.

Ahora que la guerra fría ha terminado, podemos volver la vista atrás y comprobar que, en esencia, la teoría de Hobbes era correcta. De haberse cumplido la hipótesis de Freud, la guerra fríajamás habría terminado (o no del modo que lo hizo). Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos estaban menos motivados por el odio mutuo que por el temor a la reacción del otro. Finalmente, el conflicto terminó cuando Mijaíl Gorbachov tomó la decisión unilateral de ponerle fin. Así quedó demostrado que, efectivamente, una carrera armamentista no es tanto un enfrentamiento entre dos países como sencillamente una desconfianza mutua.

¿Qué podemos concluir de todo esto? Freud decía que la civilización nos hace infelices porque reprime nuestros más poderosos instintos. ¿Cómo se demuestra que eso sea cierto? Basta con dar absoluta libertad de movimientos a un grupo de personas para ver cómo la situación degenera rápidamente hacia la violencia. Según Freud, esto demuestra que en esencia somos criaturas sanguinarias. Hobbes propone una explicación mucho más sencilla. Tratamos mal a los demás no por un deseo concreto de hacerles daño, sino para evitar que ellos nos hagan sufrir a nosotros. Es como esa pareja que se separa no porque hayan dejado de gustarse, sino porque temen ser abandonados y prefieren «dejar plantado» antes que «quedarse plantado». Una vez más, se trata de una desconfianza mutua.

Al cotejar la hipótesis de Hobbes con la de Freud se demuestra que las teorías psicológicas complicadas no son mejores en virtud de su complejidad. A veces un puro habano no es más que un puro habano. Ya veces un misil no es más que un misil. Los disparatados efectos de una carrera armamentista como la que se produjo durante la guerra fría pueden explicarse sin la existencia de un enloquecido yo infantil que quiere destruir todo cuanto toca. La militarización no es deseable, pero surge de una respuesta racional a una situación caracterizada por la desconfianza y la inseguridad. Para eliminar la «carrera hacia el abismo» y sustituir la destrucción mutua asegurada por una etapa de «cordura nuclear» no es necesaria la represión de nuestros instintos. Si una solución autoritaria consigue crear el nivel de confianza necesario, lo más probable es que todos los bandos la acepten con entusiasmo.

En suma, la teoría de Hobbes demuestra que no todas las normas son malas y que quienes obedecen las normas no son sólo unos conformistas reprimidos. Existe un término medio entre la neurótica obsesión del coronel Fitts con la «estructura» y el infantilismo con que Lester Burnham rechaza todas las normas sociales. Es posible ser un adulto equilibrado y normal que respeta las normas beneficiosas para la comunidad y se opone concienzudamente a las que considera injustas. Sin embargo, la contracultura ha ignorado cuidadosamente esta posibilidad.

*

A menudo olvidamos lo regulada que está nuestra vida diaria. La mayoría de nosotros estamos tan socializados que ni nos planteamos la posibilidad de violar alguna norma. Como no se nos pasa por la cabeza y a nuestro alrededor nadie lo hace tampoco, tendemos a olvidar el hecho de que nuestro mundo funciona a base de normas. Sin embargo, están muy presentes. Quien necesite refrescarse la memoria sólo tiene que intentar desobedecer alguna de ellas: subir a un autobús y sentarse encima de alguien, bajar a la tienda e intentar negociar el precio de la leche, ponerse cara al grupo en un ascensor abarrotado, saltarse la cola en el cine o mirar a los ojos de todas las personas que nos cruzamos por la calle. Estas actitudes no sólo sorprenderán, sino que producirán indignación. Este tipo de desviación social suele producir reacciones que van desde la desaprobación hasta la represalia.

El orden social, en otras palabras, es impuesto. Hasta los miembros más débiles e integrados en la sociedad acabarán rebelándose ante un incumplimiento descarado de las normas básicas del orden social. Esta idea se explota con mucha comicidad en la película
El club de la pelea
, cuando Tyler Durden manda a los nuevos reclutas de paseo para conseguir que les den una paliza. Eso sí, les pone como condición que no pueden dar ellos el primer golpe. A continuación vemos un montaje de imágenes que muestran a los miembros del club saltándose colas, quitando caramelos a los niños y apuntando con una manguera a un hombre trajeado de aspecto bobalicón. La primera reacción es siempre de sumisa confusión, seguida de un arrebato de furia y un estallido de violencia.

Las respuestas retratadas en
El club de la pelea
no son muy distintas de las obtenidas en una serie de experimentos sociológicos llevados a cabo durante la década de 1960. En aquel entonces se daba mucha importancia a los métodos empleados para hacer cumplir las normas sociales. Algunas de las investigaciones más polémicas las dirigió el sociólogo californiano Harold Garfinkel, que hacía lo que él llamaba «experimentos rompedores». Pedía a sus discípulos que trastocaran una serie de situaciones convencionales y tomaran nota de la respuesta obtenida. Se trataba, por ejemplo, de fingir ser huéspedes de hotel en su propia casa. Durante entre quince minutos y una hora tenían que «eludir los temas íntimos, portarse con un distanciamiento formal y hablar sólo para responder a preguntas concretas», pero siempre con «prudencia y buena educación». En un porcentaje pequeño de casos, los miembros de la familia se tomaron la conducta anómala como una «broma». En el resto de los casos, el experimento produjo una grave alteración de las relaciones sociales. Muchos miembros de la familia reaccionaron con clara hostilidad ante esta desviación de la pauta «normal» de comportamiento:

Los familiares hacían un esfuerzo desmedido para racionalizar la extraña conducta y regresar a una situación normal. Los informes mencionaban reacciones iniciales de asombro, desconcierto, susto, ansiedad, vergüenza y furia. A continuación, al estudiante se le tachaba de antipático, desconsiderado, egoísta, malintencionado y grosero. Los familiares exigían una explicación: ¿Qué te pasa? ¿A qué cuento viene esto? ¿Te han echado del trabajo? ¿Estás enfermo? ¿Por qué te haces el interesante? ¿Porqué te has enfadado? ¿Te has vuelto loco o es que eres tonto? […] Una de las madres, indignada al comprobar que su hija sólo hablaba si era para responder a alguna pregunta, empezó a gritar histéricamente, llamándola maleducada y desobediente, sin atender a las palabras tranquilizadoras de la hermana de la protagonista. Un padre acusó a su hija de no tener en cuenta a los demás y de portarse como una niñata consentida.

Garfinkel concluyó que «ser normal» no es sencillamente una característica individual, sino un estatus que todos procuramos adquirir y conservar. Además, esperamos que los demás se porten de una manera normal. Consideramos a cada individuo responsable de su comportamiento y si éste se aparta de la normalidad, exigimos una explicación. En caso de que no se nos proporcione, rompemos nuestra relación con la persona en cuestión o intentamos aplicarle algún tipo de castigo.

Lo más importante de «ser normal» es que reduce considerablemente la presión cognitiva que ejercemos sobre los demás. En una situación social típica (como andar por la calle de una ciudad) suceden demasiadas cosas como para poder fijarse bien en todas las posibilidades. Normalmente, los coches van por la calle y la gente por la acera. Los peatones suelen guardar una distancia prudente entre sí (sin acercarse demasiado unos a otros ni hablar con personas desconocidas, etcétera). En principio, cualquiera de estas normas podría violarse en un momento dado. Pero lo normal es ignorar esta posibilidad. Al estar de pie en la acera, es frecuente que un autobús nos pase por delante a escasos centímetros de distancia. ¡Imaginemos estar en el campo y que un autobús nos pasase así de cerca! En ese caso, sería obvio el enorme peligro físico que representa el vehículo para el peatón. Pero en una ciudad lo ignoramos diariamente. Damos por hecho que el conductor de autobús hará lo que suelen hacer los conductores «normales», es decir, no atropellar a los transeúntes. Sólo cuando un vehículo gira bruscamente se rompen nuestros esquemas y pasamos a preocuparnos por nuestra seguridad.

Por eso el desfase cultural que muchas personas experimentan en entornos sociales nuevos o desconocidos es un fenómeno tan constante y bien documentado. En esencia, se trata de una acumulación de ansiedad y frustración causada por la pérdida de las pautas sociales habituales. Una gran parte de esta tensión se debe a no saber distinguir lo «normal» de lo «anormal». Aunque en principio un ambiente ajeno pueda resultar nuevo y emocionante, lo difícil que resulta hacer hasta las cosas más sencillas acaba produciendo un desgaste inevitable. La incapacidad de entender y practicar las costumbres sociales —saber si los precios del supermercado son razonables; si la gente habla en serio o en broma, con educación o descortesía; si un tema de conversación es adecuado o no; si una persona se ríe amablemente o irónicamente— hace a estos «aprendices» sentirse infantiles e incompetentes. En principio, la buena intención suele bastar para superar estas dificultades, pero al final todos quieren volver a una cotidianidad «normal», que exija un menor esfuerzo.

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