Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (17 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Esta observación es básica en la crítica del consumismo que hacíalThorstein Veblenla finales del siglo xrx. En muchos aspectos, su teoría supera a las que irían surgiendo durante el siglo XX. Según Veblen, el problema fundamental de la sociedad de consumo no es que nuestras necesidades sean artificiales, sino que los bienes de consumo se valoran menos por sus propiedades intrínsecas que como símbolos de un éxito relativo. Cuando una sociedad es muy pobre, un incremento de su capacidad productiva suele implicar la elaboración casi exclusiva de bienes de primera necesidad: agua potable, comida sana, viviendas aceptables, etcétera. Es decir, en un principio el auge económico genera una mejora constante de la satisfacción individual. Sin embargo, una vez satisfechas estas necesidades más elementales, los bienes empiezan avalorarse exclusivamente por sus propiedades «distintivas». La ropa se hace más recargada, las casas se agrandan, la elaboración de alimentos se complica y empiezan a aparecer las joyas. Todos estos bienes son símbolos de estatus social.

Sin embargo, aunque un mayor número de bienes materiales puede producir una mayor felicidad generalizada, el estatus es un juego intrínsecamente competitivo. Si una persona gana, otra pierde. Ascender significa perjudicar a otro (o a todos los demás). Por tanto, el tiempo y el dinero que se invierten en crear productos de lujo es, según Veblen, un «desperdicio». Pero este autor también señala que esto «no implica una censura de los motivos o fines del consumidor». Es un desperdicio porque cuando lo practica todo el mundo a la vez, se acaba volviendo al punto de partida. El gasto de tiempo y energía no mejora «el bie nestar de la humanidad en general».

Esta actitud no es puritana. Según Veblen, el consumismo es esencialmente un conflicto de acción colectiva, es decir, un dilema del preso. Para entenderlo mejor, veamos el caso de dos médicos que acuden cada uno a su trabajo en un modesto coche Honda familiar. Supongamos que ambos creen esa teoría de Buddv Kane (el rey de las inmobiliarias de
American Beauty
) sobre la ne cesidad de «proyectar una imagen de éxito a todas horas». Saben que los pacientes no se fían de un médico que no tenga un BMW como poco. Por supuesto, también saben que deberían estar preparando su jubilación. Pero eso todavía parece muy lejano. Además, comprar un coche nuevo mejoraría su situación actual, aumentando las posibilidades de ahorrar para el futuro.

Por tanto, a los dos médicos les resulta fácil convencerse a sí mismos de que les conviene comprar el BMW. Pero ¿la estrategia les proporcionará más clientes? Solo si no hacen lo mismo todos los demás. Si todos los médicos salen corriendo a comprarse un BMW, entonces los pacientes no tendrán modo de distinguir a un médico de otro. La situación será la misma que cuando todos tenían un Honda, con la diferencia de que todos ahorrarán menos y gastarán más en pagar los plazos de su coche. Al final, el BMW será tan sólo el coche mínimo que pueda tener un médico. Llegados a esta situación, la única manera de mejorar de estatus será comprarse un Mercedes o un Jaguar. Pero esto obligaría a los demás a hacer lo mismo para no perder puntos. Una vez más, todos vuelven al punto de partida y no se produce un incremento general de la felicidad.

En resumen, conforme se generaliza la riqueza de una sociedad, el consumismo se va pareciendo cada vez más a una carrera armamentista. Es como subir el volumen de nuestro aparato de música para no oír la música del vecino. Al principio, la situación mejora claramente, porque se deja de oír el ruido de la casa de al lado. El problema viene cuando el vecino reacciona poniendo su música todavía más alta. Este mismo principio se aplica a los consumidores. Su afán consumista no les hace más felices a largo plazo, pero esto no implica que sean imbéciles, irracionales o víctimas de un lavado de cerebro. Sólo significa que se han involucrado en un problema de acción colectiva,

Sin embargo, esta competencia no sólo afecta a los ambiciosos y arribistas. Las personas que no tienen demasiado interés en superar a sus vecinos, pero quieren mantener un nivel de vida «respetable», acaban teniendo que gastar más y más cada año. Lo suyo podría denominarse «consumo defensivo», ya que sólo pretenden evitar la humillación. Es decir, han acabado queriendo «estar a la altura del vecino». Pero como hemos visto en el caso de la carrera armamentista, no importa si el armamento se compra con fines defensivos u ofensivos, porque las consecuencias serán las mismas. Cuando una persona intenta alcanzar un nivel de vida respetable, obliga a los demás a gastar más para adquirir un estatus superior. En conclusión, los hábitos de consumo tienden a propagarse de arriba abzyo en la escala social, al irlos adoptando sucesivamente los miembros de las clases inferiores.

*

A la hora de explicar la naturaleza del consumismo moderno, Veblen da en el clavo. Sus predicciones se han cumplido de manera casi sobrenatural. No sólo es certero su diagnóstico del problema, sino que además sugiere una serie de soluciones prácticas para reducir sus perniciosos efectos. Pese a ello, la izquierda progresista ha pasado casi todo el siglo xx oponiéndose a las ideas de Veblen. La crítica de la sociedad industrial es, hasta cierto punto, una defensa del marxismo contra las teorías de Veblen.

¿Por qué produce este autor tanta animadversión? En opinión de la izquierda, comete un pecado capital: afirma que los culpables del consumismo
son los consumistas
. Concretamente, argumenta que la jerarquización actual procede de la competencia consumista existente entre
todas las clases sociales
. Por tanto, el consumismo no lo impone la intrigante burguesía desde arriba, sino que la clase trabajadora se empeña activamente en practicarlo, aunque colectivamente no le reporte ningún beneficio. Si las clases trabajadoras hubieran querido deshancar a los empresarios capitalistas, podían haberlo hecho fácilmente con tan sólo ahorrar una fracción de los aumentos salariales que han recibido a lo largo de los años. Pero han optado por maximizar su dinero empleándolo en artículos de consumo.

De hecho, si nuestra tendencia a gastar hoy en vez de ahorrar para mañana constata la gravedad de nuestro consumismo, entonces el problema afecta mucho más a los pobres que a los ricos. Las clases altas son mucho más ahorradoras que la clase media con un nivel alto de ingresos. Veblen razona esto con elegancia. El estatus social, como todo lo demás, está sujeto a lo que los economistas llaman la «ley de la utilidad marginal decreciente», es decir, cuanto menos tengamos de una mercancía, más estaremos dispuestos a pagar para conseguirla. En otras palabras, las clases sociales de menor estatus están dispuestas a dedicar un mayor porcentaje de sus ingresos al consumo competitivo que las clases de alto estatus. Los miembros de las clases altas ya tienen un estatus tan alto que no están dispuestos sacrificarse para aumentarlo. En cambio las clases bajas sí están dispuestas a intentarlo.

Ésta es una idea incendiaria que ha tenido enconadas críticas. La estrategia fundamental para rebatir a Veblen es una variante de la teoría del consumismo como lavado de cerebro. En su versión más ingenua, mantiene que compramos coches caros porque la publicidad nos programa para querer tenerlos. Según Veblen, esto se debe a que tendemos a competir con otros consumidores. La versión más avanzada del consumismo como lavado de cerebro también reconoce esta idea, pero afirma que los consumidores entran en competición porque la publicidad les programa para ello. Es decir, la publicidad
creae
1 consumo competitivo al estimular la envidia o favorecer una obsesión malsana por el estatus social. El arribismo se considera una necesidad artificial que el «sistema» inculca a los consumidores.

Esta teoría también plantea la inútil sugerencia de que para abandonar el consumismo competitivo basta con no dar demasiada importancia al estatus. Si ignoramos a nuestros vecinos, estaremos marcando un tanto contra el consumismo. Por desgracia, las cosas no son así de sencillas. Incluso aunque la envidia y la obsesión social fuesen un mero instrumento del sistema capitalista {cosa muy improbable), «abandonar» no siempre resulta fácil. Al hablar de consumismo'competitivo, la mayoría de la gente piensa en estrategias «ofensivas». Pensemos en una persona que se pasa de la raya y compra a todos los miembros de la familia un regalo de Navidad mucho más caro de lo normal. Esto la hará parecer más generosa y atenta, pero a costa de todos los demás, que parecerán todo lo contrario. Ante esta estrategia ofensiva hay que tomar medidas defensivas. Al año siguiente, es posible que todos los miembros de la familia tengan que hacer regalos más caros. No lo harán para imponerse a los demás, sino para recuperar la posición que tenían antes (esta «carrera armamentista» puede seguir avanzando hasta que sea necesario llegar a un pacto de no proliferación, algo parecido a esas ruedas navideñas de «amigo secreto» que se organizan en las oficinas).

Sólo hace falta una persona, un acto de consumismo «ofensivo», para desencadenar un episodio semejante. Los demás miembros de la familia no están obsesionados con el estatus. Simplemente no quieren parecer tacaños. Pero, según Veblen, los motivos que generan el consumismo competitivo en la sociedad suelen ser igual de inocentes. El nivel medio de consumismo sirve como punto de referencia para determinar lo que Veblen llamaba «la cota pecuniaria de la decencia», es decir, el gasto mínimo por debajo del cual se entra en la categoría de «necesitado». Durante más de treinta años, los sociólogos han registrado la ciña que la gente considera el «mínimo absoluto» necesario para tener una vida decente. La cifra ha ido subiendo a un ritmo constante, reflejando fielmente la tasa de crecimiento económico. Esto implica que hasta los muy pobres tienen una meta volante.

Por otra parte, existen formas de consumismo defensivo que no tienen nada que ver con el estatus. Podemos vernos obligados a practicarlo para defendernos de las molestias creadas por el consumismo ajeno. En muchas zonas de Norteamérica, por ejemplo, hay tantos coches monovolumen que la gente se lo piensa dos veces antes de comprarse un coche pequeño. Cuando se pro duce una colisión mortal entre un monovolumen y un vehículo normal, en un 80 por ciento de los casos muere el conductor del segundo. Las carreteras se han vuelto tan peligrosas que muchos usuarios se plantean comprarse un monovolumen sólo para protegerse.

Por eso no es razonable pensar que el consumismo competitivo se pueda abandonar voluntariamente. Sale demasiado caro desde el punto de vista individual. Los coches monovolumen son un claro ejemplo de una «carrera hacia el abismo». En caso de accidente, lo mejor es ir en el vehículo más grande. Como consecuencia se venden coches cada vez más grandes, ha aumentado su tamaño medio y las carreteras son cada vez más peligrosas para todos. Está muy bien decir que habría que acabar con esta competitividad, mientras el monovolumen sigue campando a sus anchas por nuestras carreteras. Pero ¿estamos dispuestos a poner en peligro la vida de nuestros hijos por comprar un coche pequeño?

El hecho de que una parte importante del consumismo competitivo sea defensivo parece justificarlo, evitando así que la gente se sienta culpable de practicarlo. Por desgracia, todos los participantes contribuyen por igual en su consolidación, independientemente de las intenciones que tengan. Sea cual sea la razón por la que compramos el monovolumen —para intimidar a otros conductores o para proteger a nuestros hijos—, al hacerlo impedimos a los demás conductores que abandonen la carrera armamentista del automóvil. En lo referente a consumismo, las intenciones son irrelevantes. Lo que importa son las consecuencias.

*

Es un tópico decir que el precio de una propiedad inmobiliaria depende de la zona donde esté, pero es mucho más cierto de lo que parece. Mi casa del centro de Toronto tiene más de cien años de antigüedad, poco más de cinco metros de ancho y unos cuatrocientos metros cuadrados de superficie. Es un adosado de tres pisos prácticamente idéntico a otros veintidós que forman una hilera. Como el mercado inmobiliario está en pleno auge, las casas como la mía se están vendiendo por cuatrocientos mil dólares. Por supuesto que la misma casa en otro barrio no valdría tanto. De hecho, no muy lejos, en la ciudad de Hamilton, en Ontario, se puede comprar una casa idéntica en un solar del mismo tamaño por unos sesenta mil dólares.

Obviamente, el precio de una propiedad céntrica tiene muy poco que ver con el material empleado en su construcción. Lo determina el número de personas dispuestas a comprarla. Esto salta a la vista al comprar una casa en el centro de una ciudad, porque a menudo se producen otras ofertas simultáneas. Pero aunque las inmobiliarias reaccionen ante la subida de precios construyendo más casas, lo que no pueden aumentar es la cantidad de barrios atractivos. Las casas céntricas son las más solicitadas porque son escasas (de no ser así, no estarían en el centro urbano). Por eso buscar un buen barrio se parece a la lucha por adquirir un buen estatus social. Ambos son juegos intrínsecamente competitivos. En Estados Unidos es aún peor, porque la calidad de los colegios privados depende del barrio y los compradores compiten por vivir en un barrio con un buen colegio. Al final, los que consiguen comprar una casa en un barrio atractivo acaban obligando a marcharse a los que no pueden o no quieren pagar la subida de precio. Por lo tanto, el acceso a una buena propiedad inmobiliaria viene determinado por una capacidad adquisitiva
relativa
. Siempre que hay un ganador, tiene que haber un perdedor. ¿Y esto no es consumismo competitivo?

Pero este proceso no afecta sólo a los centros urbanos. Normalmente, las personas que compran casas en el extrarradio buscan un fácil acceso a la ciudad combinado con el aire fresco y la calidad de vida asociada al campo. Pero como esto sólo se encuentra en el último perímetro de la ciudad, cada nueva zona residencial se aleja del cogollo ya existente, dando lugar a la típica estructura urbana concéntrica. En otras palabras, la expansión metropolitana es una carrera hacia el abismo motivada por la búsqueda de un buen emplazamiento (incluso los que intentan «huir de todo» son competitivos: cada persona que acota un pedazo de naturaleza salvaje o un terreno aislado en mitad del campo impide a los demás hacer lo mismo; es como querer conducir por una carretera sin acabar).

Lo que demuestran estos ejemplos es que el consumismo competitivo puede no tener nada que ver con los motivos de las personas; a menudo lo impone la propia naturaleza de los bienes que se quieren tener. En
The Social Limits to Growth
[Las barreras sociales del crecimiento económico], Fred Hirsch afirma que deberíamos distinguir los bienes «materiales» de los bienes «posicionales». Determinados artículos como el papel, la vivienda, la gasolina y el trigo —bienes materiales— son escasos sólo porque producirlos requiere tiempo, energía y conocimientos técnicos. En la medida en que estemos dispuestos a invertir estos tres elementos, los produciremos en mayor cantidad. Otros bienes, sin embargo, son intrínsecamente escasos, es decir, no podríamos producirlos en mayor número por mucho que quisiéramos. Como la cantidad es fija, el acceso a estos bienes posicionales siempre dependerá de la capacidad adquisitiva de cada individuo. Un ejemplo de bien posicional es el estatus. Otro, la propiedad privada.

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