Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (21 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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La nefasta influencia de la teoría de las raíces individuales como explicación de la conducta delictiva queda clara en el documental
Bowling for Columbine
, por el que Michael Moore ganó un Oscar. La matanza del instituto Columbine fue un acto delictivo al menos en un sentido. Todos los adolescentes que no logran integrarse en el instituto han soñado con poner una bomba y matar a unos cuantos deportistas cachas. A todos nos divirtió la escena de la película
La escuela
en que el personaje que interpreta Christian Slater mata a dos jugadores de fútbol de su instituto y, cuando su novia se escandaliza, le explica que, al haber terminado la temporada deportiva, ninguno de los dos «tenía nada que ofrecer más que violaciones y chistes sobre el sida». La diferencia entre los autores de la masacre de Columbine y los demás estudiantes que están en su misma situación no es haber tenido esas fantasías violentas, sino haberlas llevado a cabo. En esto se parecen a todos los demás delincuentes, que lo que hacen es poner en práctica lo que la mayoría de nosotros sólo soñamos con hacer.

Sin embargo, para Moore la matanza de Columbine no fue simplemente un acto delictivo, sino una denuncia de toda la estructura social y la historia de Estados Unidos. El documental empieza de una manera bastante previsible, mostrando las armas que usaron Klebold y Harris, y explicando lo fáciles que son de conseguir en este país. Pero, lentamente, el argumento da un extraño giro. La inexistencia de unas leyes que regulen la adquisición de armas, según parece, tiene sólo una importancia superficial. Según Moore, los canadienses pueden adquirir una enorme cantidad de armas, pero apenas cometen crímenes con armas de fuego. Por tanto, tenemos que bucear a mayor profundidad para hallar las «raíces» del problema. La explicación, nos dice Moore, está en la «cultura del miedo» que afecta a la población estadounidense.

Al llegar a este punto, el director cree necesario repasar toda la historia de Estados Unidos, desde los peregrinos del Mayflower hasta la actualidad. Nos cuenta la historia de la esclavitud, los linchamientos de Ku Klux Klan, la guerra contra España, los golpes de Estado organizados por la CIA en Hispanoamérica, la invasión de la isla de Granada y no para hasta llegar a las tropas de la OTAN en Serbia. Al final resulta que la «cultura del miedo» procede del profundo temor de los estadounidenses a la población negra, que es un reflejo del miedo que tenía el terrateniente secesionista a una rebeldía de sus esclavos, ampliado por el complejo militar-industrial, el empeño paranoide de lograr la hegemonía nuclear estadounidense y los programas televisivos de entrevistas con un sesgo conservador. Todo ello, además, guarda una relación con el desempleo y la pobreza.

Finalmente, Moore dice estar
contra
el control de la venta de armas. Lo considera demasiado superficial. Es lo que Roszak llamaría una solución «meramente institucional» para el problema de los crímenes cometidos con armas de fuego en Estados Unidos. No busca las verdaderas raíces del problema. Moore exige una transformación total de la cultura y la conciencia estadounidense, y no se conforma con menos. Y aquí es donde comete el pecado capital de la contracultura. Descarta una solución perfectamente aplicable al problema que tiene entre manos —una solución que mejoraría claramente las vidas de sus compatriotas—, por no ser suficientemente radical o «profunda». No sólo insiste en una transformación revolucionaria de la cultura, sino que
rechaza cualquier otra alternativa
. Es un caso prototípico de rebeldía radical.

Analizado con mayor detenimiento, el argumento de Moore contra el control de la venta de armas es totalmente engañoso. La violencia cometida con armas de fuego es un ejemplo clásico de la «carrera hacia el abismo» de Hobbes. Un individuo puede comprar una pistola para aumentar su seguridad personal, pero hacerlo también implica convertirse en un peligro potencial para los vecinos. El efecto global es colectivamente contraproducente, porque todos corren un mayor peligro y al final disminuye el nivel medio de seguridad personal. Cuando hay varios individuos implicados, debe aplicarse la misma solución que en una carrera armamentista. Habrá que llegar a un pacto de no proliferación para mitigar la competencia. Esto es precisamente lo que hace la legislación que regula la venta de armas.

Moore afirma que esta regulación no es importante, porque en Canadá existen millones de armas y casi no se cometen delitos con ellas. Este argumento es falaz, por no decir deshonesto. Moore no menciona que en Canadá la venta de armas está sometida a un control legal muy estricto. Podrá haber ocho millones de armas de fuego en el país, pero la mayoría son rifles y escopetas manuales guardados bajo llave en las cabañas de los cotos de caza. Hay muy pocas pistolas, ningún arma semiautomática y absolutamente ningún fusil de asalto. Las pistolas TEC 9 empleadas en la matanza de Columbine no se pueden comprar en Canadá. Está terminantemente prohibido llevar un arma cargada en cualquiera de las ciudades del país. Moore muestra imágenes de un campo de tiro en Sarnia, en la provincia de Ontario, pero omite el dato de que las armas sólo pueden usarse dentro del recinto.

Es decir, la desigualdad fundamental entre Canadá y Estados Unidos no es cultural, sino institucional. Las diferencias culturales, en caso de existir, son una
consecuencia de
las diferencias legales e institucionales. Los canadienses se han librado de la «cultura del miedo» no gracias a ver programas de televisión distintos ni a carecer de un pasado esclavista, sino gracias a no estar siempre pensando que les van a pegar un tiro.

*

Si la teoría contracultural ha pecado de una cierta ingenuidad en lo referente a la conducta delictiva, ha fomentado una idealización casi desmesurada de la enfermedad mental. Desde
Alguien voló sobre el nido del cuco
hasta la
Historia de la locura
de Michel Foucault, pasando por
La política de la experiencia
de R. D. Laing, los teóricos de la rebeldía nos repiten una y otra vez que los locos en realidad no están locos, sino que son diferentes. No están enfermos, sino que son unos inconformistas a los que se ha drogado y encarcelado para impedirles hacer demasiadas preguntas.

Norman Mailer ya hablaba de esta idea en 1957, con el argumento de que el
hipster
,
[23]
con su desprecio de los convencionalismos sociales, era de hecho una especie de psicópata. En el mundo de hoy, la aceleración de la vida diaria ha creado una situación en la que «el sistema nervioso está tan tenso que no consigue aceptar los compromisos habituales como la sublimación». En consecuencia, conforme el sistema de control social va perdiendo poder sobre el individuo, esta represión neurótica de la energía instintiva dará lugar a una psicopatología. La única diferencia entre el
hipstery
el psicópata común es que el primero «extrapola desde su condición particular con la certeza interna de que su rebeldía es justa y le proporciona una visión radical del universo que le aparta de la ignorancia general, los prejuicios reaccionarios y la inseguridad del psicópata más convencional».

La conexión que ve Mailer entre la rebeldía contracultural y la locura procede directamente de las premisas básicas de la teoría contracultural. Todas las normas son restricciones represivas que limitan la libertad y creatividad del individuo, pero la racionalidad es también un sistema de normas. Para Mailer sólo existen dos tipos de personas: los Auténticos («rebeldes») y los Carcas («conformistas»). No sorprende, por tanto, que la racionalidad acabe asignada a los Carcas. ¿Qué es la coherencia más que una norma social que modera nuestra libertad de expresión? ¿Qué son los datos científicos más que creencias con el sello de aprobación de la burocracia oficial? ¿Qué es el significado lingüístico sino la mano muerta de los prejuicios y las convenciones que nos lastran, coartando cuanto pensamos y decimos? ¿Qué es la gramática, también, más que una camisa de fuerza que limita nuestra espontaneidad, creatividad y libertad?

Todo esto lo vemos en la obra de aquellos artistas que, para poder expresarse verdaderamente, desobedecen voluntariamente todas estas normas. Pero si la racionalidad no es más que un sistema de normas y la libertad depende de la espontaneidad de la expresión individual, entonces la libertad debe de ser una especie de irracionalidad. Si la razón es Apolo, entonces la demencia debe de ser Dionisos. Como escribió Foucault, la locura «gobierna todo cuanto hay de sencillo, feliz y frivolo en el mundo. Es la locura, el desatino, lo que hace a la humanidad retozar y disfrutar».

Para que la razón establezca su hegemonía, primero deberá «subyugar a la no razón». Tendrá que eliminar la locura para poder establecer el orden y el control. En la Edad Media, la Iglesia quemaba a los herejes en la hoguera para conseguir controlar los corazones y las mentes de las personas. En estos tiempos laicos, la razón ha sustituido a la religión como sistema hegemónico cultural. Por eso son los lunáticos, no los herejes, quienes suponen un mayor peligro para el sistema.

Foucault afirma que la era moderna empezó con lo que él llama «el gran encierro», que reunía a los inadaptados sociales de todos los pelajes para distribuirlos por cárceles, manicomios, talleres y hospitales. En su opinión, estas instituciones se convirtieron en los pilares básicos de la sociedad moderna. Sin embargo, prisiones y manicomios tendrían una función análoga: las prisiones castigan a quienes se niegan
a portarse como
los demás; los manicomios controlan a quienes se niegan a
pensar
como los demás. La sociedad represiva que George Orwell imaginó en su libro
1984
, donde la «policía mental» controla a quienes cometen «crímenes mentales», ya ha llegado, en opinión de este autor. Pero no nos damos cuenta porque las cárceles se llaman «hospitales» y los policías se llaman «médicos».

Conviene recordar que en la Unión Soviética se encerraba sistemáticamente a los disidentes políticos en instituciones psiquiátricas, igual que el gobierno comunista chino envió a un elevado número de personas a «colonias de reeducación». Además, hasta hace bien poco, la psiquiatría occidental contenía una serie de diagnósticos muy poco fiables (por ejemplo, la clasificación de la homosexualidad como enfermedad mental). Pero esto no justifica la conclusión de que los manicomios sean simplemente prisiones bajo un nombre distinto. Hay una enorme diferencia entre no aceptar que la homosexualidad sea una enfermedad mental y no aceptar que lo sea la esquizofrenia. Sin embargo, en los años sesenta fue precisamente lo que empezaron a hacer muchos intelectuales prominentes. En su popular libro de 1967 titulado
La política de la experiencia
, Laing afirmaba que los esquizofrénicos habían emprendido un «viaje iniciático» para anular todas las estructuras normalizadoras impuestas por la socialización. No negaba que el viaje pudiera ser muy doloroso, pero creía que los esquizofrénicos acabarían por descubrir su yo más humano. Si cualquier proceso de socialización es esencialmente represivo, entonces la libertad debe anular todos sus efectos. Esto implica un rechazo de la diferenciación social entre el yo interno y el mundo externo, el presente y el pasado, lo real y lo imaginario, el bien y el mal. La sociedad «normal» percibe esto como una alteración mental precisamente porque establece una ruptura con el orden social convencional. Pero lo que realmente revela es la imposibilidad de conseguir una libertad auténtica dentro de los límites de una sociedad «normal».

La teoría de la antipsiquiatría fue acogida con entusiasmo por los hippies y demás rebeldes contraculturales. Aparece reflejada en
Alguien voló sobre el nido del cuco
y se expone claramente en una película de 1972 llamada
La clase dirigente
, donde Peter O'Toole interpreta a Jack, el decimocuarto conde de Gurney, un lunático que cree ser Jesucristo. Al protagonista le dejan salir del manicomio cuando hereda la fortuna familiar, pero tortura a sus parientes con la predicación del amor fraternal y la amenaza de donar sus bienes a los pobres. La familia contrata a un curandero que tras aplicar una serie de tratamientos poco ortodoxos como el electrochoque, consigue reorientar el delirio del conde, que a partir de entonces se creerá Jack el Destripador. Pero con su nueva personalidad, Jack se integra plenamente en la sociedad inglesa. Cuando consigue un escaño en la Cámara de los Lores, su locura pasará inadvertida.

El mensaje de la película está claro: la locura está en la mirada de quien la ve. ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que es verdad y lo que no, o lo que está bien y lo que no? Si Jesucristo llegara al mundo en nuestros tiempos, le internarían. Sin embargo, un maniaco homicida puede codearse sin problemas con los más poderosos. Los científicos, los burócratas y las compañías farmacéuticas conspiran entre sí para controlar a la población valiéndose de ungüentos y pociones. Engatusados por la falsedad y el artificio de la vida moderna, los individuos consumirán todo tipo de productos. Si eso falla, siempre les queda el Prozac para evitar el sufrimiento. Y quienes no consigan disfrutar ni entender el significado de la vida, pueden probar el Haloperidol
[24]
. Siempre hemos admirado en secreto al paciente que finge tragarse la pastilla y al cabo de unos minutos se la saca de la boca, donde la había ocultado cuidadosamente bajo la lengua (por eso nos escandalizó ligeramente que en
Inocencia interrumpida
el personaje de Angelina Jolie resulte ser una auténtica «sociópata», en vez de una mujer indomable oprimida por una sociedad patriarcal).

En resumen, la idea de que la locura es una forma de subversión ha calado hondo, y las ideas locas, sea cual sea su contenido, se consideran subversivas. Del mismo modo que un psicoanalista interpreta la furia y el rechazo de un paciente como una señal de que la terapia «funciona», el sociólogo decide que si le llaman loco es porque sus preguntas y teorías han sacado a la luz ciertas verdades desagradables. La reacción adecuada sería ahondar más en esos mismos temas, en vez de dejarse achantar.

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Para comprobar hasta qué punto la idealización de la locura es una parte importante del pensamiento contracultural, basta con ojear algunas de las publicaciones de Disinformation Company, un clásico ejemplo de empresa contracultural que podría definirse como una distribuidora al por mayor de la cultura alternativa. Un informe reciente describe a Richard Metzger, el fundador de la empresa, como un hombre que «quiere llegar lejos en el mundo empresarial: el Ted Turner del periodismo alternativo y contracultural». Además, «se gana la vida vendiendo contracultura o, mejor dicho, vendiendo la emoción deslumbrante que algunas personas sienten cuando presencian un ataque frontal contra los tabúes de nuestra sociedad». El objetivo de Metzger es nada menos que vender el concepto de subversión etiquetado con una marca comercial.

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