Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (22 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Las publicaciones de Disinformation Company suelen ser como un cajón de sastre del «pensamiento alternativo». Esta categoría incluye todo lo que se oponga al «pensamiento convencional», desde la sociología radical hasta los delirios de una tropa de chalados. Así sucede que autores como Noam Chomsky y Arianna Huffington (que, pese a su estridencia, son serios) comparten espacio con un revoltijo de artículos sobre la supuesta existencia de la clonación humana, la toxicidad de los edulcorantes, los pigmeos que poblaban la primitiva Norteamérica y la certidumbre de que el universo es consciente. Obviamente, toda idea válida se pierde entre tanta morralla.

Este coleccionismo de lo estrafalario se dispara en el programa de televisión
Disinformation
, producido por Metzger y emitido en el Reino Unido. En la actualidad, el espacio consiste en una celebración de la rareza en estado puro combinada con una fascinación al estilo de la cadena Fox por la «conducta patológica televisada». Se ofrecen «imágenes transgresoras» de tipos quemándose entre sí a lo bonzo, una mujer a la que le cosen los labios vaginales, una entrevista con un miembro de la CIA adicto al control mental, debates con el inventor de una máquina del tiempo, etcétera. Por supuesto, también se incluye la vaca sagrada del negocio de la Disinformation Company: el mundo extraterrestre. La fascinación que produce el tema de los ovnis ha generado tanto dinero en el negocio de la cultura alternativa que el asunto está llegando a oídos del público convencional.

Las imágenes de
Disinformation
son igual de raras o asquerosas que las de la televisión convencional, donde es normal ver a un concursante comerse un ciempiés vivo o meterse en una urna llena de cucarachas y donde las abducciones alienígenas son ya un tema tan trillado como el de la prostitución de lujo. Pero, en contraste con los
reality shows
, la Disinformation Company se toma a sí misma muy en serio. Creen estar haciendo una labor política sin límites, con el fin de plantear un reto a la sociedad convencional y trastocar el sistema. Sus productos se reciben también con la máxima seriedad. En un artículo titulado «Disinformation: The Interviews» (Desinformación: las entrevistas), la publicación
LA Weekly
insistía en que, pese al despligue de tipos chalados y bichos raros, el programa tiene una intención seria: «El énfasis en la alteración mágica de la realidad por pura fuerza de voluntad puede parecer caprichoso a primera vista, pero nos pone en contacto con un elemento esencial de la estructura de la desinformación. Si el análisis de la publicidad y la investigación de teorías alternativas ponen al individuo en contacto con la red de falsedades que le rodea, la aproximación a una serie de personajes gamberros y grotescos les permite incorporar y contrastar sus propias ficciones. Al más puro estilo de Burroughs, aprovechan la tecnología que resulte más útil pará imponer el bloqueo cultural, la publicidad kamikaze o el pirateo informático en el actual consenso social».

Aquí es inevitable ver una conexión con Guy Debord y Jean Baudrillard. Vivimos en la sociedad del espectáculo, un mundo donde todo es una mera representación, una ilusión. La «red
Matrix
» es real; nos rodea por todas partes. ¿A quién le importa la diferencia entre lo verdadero y lo falso? En esta lucha de poder, el ganador será quien defina la realidad.

El problema es que este tipo de «subversión» existe desde hace cuarenta años sin haber logrado producir ningún resultado aparente. A la hora de la verdad, nada de lo que haya salido en
Disinformation
es más extraño que la oferta habitual de la televisión por cable. Y lo que ayer era «alternativo», hoy es mayoritario. Dicho esto, conviene señalar que el mundo del
fanzine
—la gran cantera donde se nutre
Disinformation
— lleva desde comienzos de la década de 1960 dando documentación gratuita al mundo literario. Y desde su nacimiento ha hecho gala de una rebeldía que también pretende atacar al «actual consenso social». En 1968, Douglas Blazek escribía que «la literatura es una rueda de fuego con una impronta cada vez mayor, sobre todo en la gente joven que sabe mejor lo que es un campo de concentración que un parque de atracciones». Después hacía un repaso de los
fanzines
más importantes: «"Entrails" [Entrañas] […] es un arsenal de demencia, lucha contra el aburrumiento y charlatanería. Temas tratados: un nuevo proceso de identificación criminal llamado "huella de la polla"; un juez que condenó a un tío a pasar entre 1 y 3 años cantando en Sing Sing; una monja que se atreve a decir "joder"; un repaso al catálogo primavera-verano de los grandes almacenes Sears».

¿Cuántas veces se puede atacar el sistema sin producir ningún resultado evidente antes de que empecemos a plantearnos la eficacia del ataque? Si es cierto que la demencia repite una y otra vez lo mismo con la intención de obtener un resultado diferente, entonces debe de ser una locura pensar que todo este radicalismo pueda minar el sistema. ¿Cuántas décadas tienen que pasar para que nos demos cuenta de que una monja que dice «joder» no es rebeldía, sino puro espectáculo?

*

Ésta es una breve lista de las cosas que a lo largo de los últimos cincuenta años se han considerado tremendamente subversivas: fumar, dejarse el pelo largo un hombre, llevar el pelo corto una mujer, dejarse barba, la minifalda, el biquini, la heroína, la música jazz, el rock, la música punk, la música reggae, el rap, los tatuajes, dejarse crecer el pelo de las axilas, el grafiti, el surf, el monopatín, el piercing, las corbatas estrechas, no llevar sujetador, la homosexualidad, la marihuana, la ropa rota, la gomina, el pelo cortado en cresta, el pelo afro, tomar «la pildora», el posmodernismo, los pantalones de cuadros, las verduras orgánicas, el calzado militar, el sexo interracial. Hoy en día, todos los elementos de esta lista salen en el típico vídeo de Britney Spears (con la posible excepción del pelo bajo las axilas y las verduras orgánicas).

Los rebeldes contraculturales han acabado siendo como esos agoreros del día del juicio final, que se ven constantemente obligados a retrasar la fecha vaticinada, conforme van pasando los días uno detrás de otro. Cada vez que el sistema «asimila» un símbolo de rebeldía, los muchachos de la contracultura se ven obligados a avanzar un paso más para establecer esa pureza de su credo alternativo que les permite diferenciarse de las odiadas masas. Al principio, los punks se agujereaban las orejas de arriba abajo. Cuando eso se popularizó, empezaron a perforarse la nariz, la lengua y el ombligo. Cuando las colegialas empezaron a imitarles, se pasaron a los estilos llamados «primitivos», como los pendientes incrustados en la oreja o los
piercing ampallang
genitales.

Huelga decir que esta autotransformación radical es característica de los movimientos contraculturales. El problema fundamental es que la rebeldía contra la estética y la vestimenta tradicional no es verdaderamente subversiva. El hecho de que la población decida llevar
piercings
, se vista de una manera determinada o escuche un. estilo de música concreto carece de importancia para el sistema capitalista. Los gobiernos tienen una actitud esencialmente neutra ante los trajes de franela gris y las cazadoras de ciclista. Sea cual sea el estilo, siempre habrá fabricantes dispuestos a producirlo y venderlo. Todas las modas rebeldes tienen un elemento de distinción que automáticamente atrae a los imitadores. Como en realidad no conllevan una verdadera subversión, el gran público puede imitar el estilo sin problemas. Cualquiera puede ponerse un
piercing
o dejarse el pelo largo. De este modo, todo lo que sea «alternativo» o tenga un «toque especial» se «popularizará» inmediatamente.

Esto al rebelde le plantea un problema. Las modas que en tiempos fueron un símbolo de distinción han perdido todo su significado. Por eso tiene que elegir entre dos opciones: aceptar lo inevitable y dejarse engullir por la gran masa o resistir un poco más hasta encontrar un estilo nuevo, radical, que no tenga tantos imitadores y pueda servirle como símbolo de distinción. Lo que el rebelde busca, en realidad, es una subcultura no asimilable por el sistema. Como le sucede a ese jugador del que habla Leonard Cohen en una de sus canciones, quiere que le salga una carta tan alta como para no tener que seguir jugando. El rebelde contracultural busca un camino cerrado a todos los demás transeúntes, una senda que la gran masa nunca consiga pisar.

El problema es que cuando desaparecen los imitadores, suele ser por un buen motivo. Pongamos como ejemplo la música. Ahora está de moda ir a escuchar unos grupos «alternativos» estupendos. Hal Niedzviecki se lamenta largamente de este asunto, diciendo que «todos queremos liberarnos de las ataduras de la televisión, o la comida rápida, o los alimentos envasados y la ropa obligatoria». Pero «en el mediocre mundo de las radiofórmulas de bazofia musical, en nuestro universo de productos hechos en Taiwán […] al individuo prácticamente no le queda más remedio que convertirse en un consumidor». Y para rebelarnos contra la tiranía de la máquina, buscamos la originalidad y la expresividad, luchando contra una «economía de mercado rígida y obsesionada con los beneficios, capaz de convertir toda la capacidad creativa en tonterías alineadas sobre la cinta de una cadena de montaje».

Niedzviecki parece pasar por alto que aunque todos queramos rebelarnos así, no todos podemos hacerlo. Si todos abandonamos las «radiofórmulas de bazofia musical» y empezamos a escuchar música alternativa, entonces la música alternativa se convertirá en la última lista de éxitos radiofónicos. Eso fue lo que le pasó a Nirvana. Además, dada la estructura del negocio musical, donde cuesta mucho producir un disco, pero muy poco hacer copias, esto sería enormemente rentable para los músicos que tengan más éxito. La noción de que el negocio de la música es rígido o produce «cualquier cosa» sólo encaja, con mucho empeño, en una teoría preconcebida. ¿Es que Niedzviecki nunca ha oído hablar de la compañía Death Row Records
[25]
? ¿Nunca ha visto el vídeo «Dirrty» de Christina Aguilera? ¿Quién está llamando tonto a quién?

Impávido, Niedzviecki emprende una cruzada en pos del santo grial de la música alternativa: un sonido que sea imposible de «asimilar». Lo encuentra, al menos temporalmente, en un grupo de Toronto llamado Braino. Se convierten en los héroes de la narración, con su «lamento de sorda rebeldía», su «elegía melancólica que deja entrever una profunda desesperación». Claramente satisfecho, nos describe la actuación del grupo en la fiesta de lanzamiento de su disco, donde sus «ráfagas de claroscuro desconciertan a los idiotas charlatanes y asustan a los profanos».

Sin embargo, al leer entre líneas el texto de Niedzviecki, por fin logramos entender el motivo por el que Braino nunca será asimilado por el sistema. Está claro que jamás se populizarán, sencillamente porque
son un asco
. Hacen una música imposible. Esto lo sospechamos ya desde el principio, cuando Niedzviecki describe el sonido como «una mezcla tímida e irónica de jazz vanguardista, rock, punk, banda sonora y música de peluquería». Francamente, no es un buen augurio. Después nos cuenta que el grupo produce un «estruendo insólito y doloroso». Al final ya confiesa que «es una música indignante. Dan ganas de marcharse».

Así son las cosas. Al intentar evitar la tiranía de la sociedad de masas, el rebelde acaba en un bar medio vacío oyendo una música que él mismo considera «indignante» y sintiéndose superior a los imbéciles (la presencia de los imbéciles es fundamental en el relato de Niedzviecki: el buen gusto tiene que ver con la distinción, que a su vez implica separarnos a «nosotros» —los enterados— de ellos —los que nos sirven como objeto de mofa y befa—. Para los enterados, los imbéciles son el equivalente a los judíos o negros que intentaban «integrarse» en la década de 1950).

Lo peor de Niedzviecki es su incapacidad para reconocer que lo suyo ya está muy visto. El disco más alternativo de la historia salió allá por 1975. Se llama
Metal Machine Musicy
es un álbum doble de Lou Reed que consiste en sonidos de guitarra y zumbidos como los de una interferencia radiofónica (el indignante toque final es que la cara B del segundo disco tiene un surco cerrado, de forma que la última secuencia se repite indefinidamente, hasta que alguien se tome la molestia de levantar la aguja del vinilo). La mayoría de la gente que lo compró exigió que le devolvieran el dinero y muchos críticos musicales lo siguen considerando el peor disco de todos los tiempos. Sin embargo, existe una elite de críticos y fans que lo encuentran «fascinante», una «explosión contenida de murmullos altisonantes cargados de energía sobre trémolos sordos y profusos punteos sinuosos de textura líquida» y, quizá más sinceramente, «un placer difícil».

Quien ande buscando música verdaderamente alternativa, ahí lo tiene. A su lado, todo lo demás suena a gloria.

Tras examinar todas estas tendencias contraculturales, quizá resulte más sencillo entender cómo una persona puede acabar viviendo en mitad del monte en una cabaña sin electricidad. La mayoría de las medidas que se venden como «anticonsumistas» son inútiles. Es más, a menudo producen el efecto contrario de fomentar el consumo competitivo. La industria panadera es un buen ejemplo de ello. En la década de 1960, se puso de moda el pan hecho en casa, como reacción frente a la uniformidad alienante que había producido la empresa Wonder, el gran líder del sector. Sin embargo, es lógico que a lo largo de la historia la gente haya comprado el pan en las panaderías. Preparar y cocinar pan en pequeñas cantidades es improductivo, caro y laborioso (además de nocivo para el medioambiente). En otras palabras, preparar y hornear el pan en casa es una actividad necesariamente reservada para una minoría privilegiada (personas con abundante dinero y tiempo libre). Como consecuencia de ello, nació una demanda de pan «casero», con los correspondientes fabricantes dispuestos a proporcionarlo. La caída de ventas del pan blanco coincidió con el auge de las llamadas panaderías artesanales y la implantación de poderosas franquicias como la Great Harvest Bread Company. Estas empresas no empleaban técnicas de fabricación en serie, de modo que su pan era mucho más caro que el de la marca Wonder. Pero no faltaban consumidores dispuestos a pagar un alto precio para evitar caer en las garras del consumismo y la masificación. Una vez más, la contracultura marcaba las tendencias consumistas.

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