Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (24 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Qué ha sido de nuestro futuro a lo
Star Trek
?

*

Desde un punto de vista puramente práctico, la ropa sirve para cubrirnos. Nos resguarda del frío, del sol y de los insectos y, básicamente, protege las partes del cuerpo que más lo necesitan y nos facilita la vida todo lo posible. Esto resulta obvio. Pero también es obvio que la ropa es más que eso. La función protectora de la ropa a menudo se olvida, pero la ropa siempre se ha usado como medio de comunicación. La función simbólica de la ropa se parece mucho a un lenguaje, con una gramática o sintaxis que nos permite expresarnos. Y es un lenguaje tremendamente rico, con dialectos regionales y demográficos lo bastante flexibles como para poder incorporar chistes, bromas, expresiones en argot e incluso metáforas.

La ropa dice mucho. Revela nuestra edad, situación económica, educación y clase social; pero también nuestra manera de pensar, tendencia política, género e incluso orientación sexual. Por supuesto, es extraordinariamente importante a la hora de elegir pareja. Además, es un indicio muy preciso de la época en que vivimos. La vestimenta y el peinado son la manera más sencilla de fechar fotografías antiguas. En resumen, nuestra identidad está bien protegida por el envoltorio de nuestra ropa.

Nada de esto parecerá discutible, pero si la vestimenta es una forma de expresión, entonces estará sometida a niveles variables de libertad. Si controlar lo que una persona dice o escucha puede considerarse una manera de controlar lo que piensa, hacer lo mismo con su vestimenta sería poner cortapisas a su identidad. Por eso los uniformes están tan mal vistos en nuestra sociedad. El argumento es sencillo: una uniformidad externa acaba por producir inevitablemente una uniformidad interna. Si aceptamos que nos impongan una manera de vestir, estaremos aceptando una manera de ser condicionada desde el exterior. En
El lenguaje de la moda
, Alison Lurie resume la teoría contracultural sobre la uniformidad indumentaria; «Tanto si el uniforme es militar como civil o religioso —por ejemplo, los respectivos atuendos de un general, un cartero, una monja, un mayordomo, un jugador de fútbol o una camarera—, aceptar llevar estas libreas es renunciar a nuestro derecho a comportarnos como un individuo, lo que, llevado al terreno de la expresión, equivaldría a la censura parcial o total».

Esta mentalidad influye poderosamente en la hostilidad (iniciada con los hippies) que producen las organizaciones no sólo militares y policiales, sino prácticamente todas las burocráticas. Si todas las vestimentas de uso generalizado se consideran uniformes, es tentador equiparar a un empleado de traje gris con un miembro de la Guardia Nacional. El binomio capitalista del complejo militar-industrial lo revelaría el hecho de que todos los implicados lleven uno u otro tipo de uniforme. El cuerpo policial sería lo mismo que la masa de oficinistas trajeados que representan, en resumen, a la humanidad alienada. El uniforme se convierte en el hilo común que recorre todas estas instituciones y sirve para descodificarlas.

Pero, de todos los existentes, ninguno ha sufrido una crítica tan mordaz y prolongada como el uniforme de colegio. La explicación es sencilla. La clásica mentalidad contracultural mantiene que el propósito del Estado burocrático es «concienciar» al individuo, asignándole un papel o función que identifica el lugar que ocupa en el sistema. En
The Greening of America
, Charles Reich escribe que en dicha sociedad, el individuo «recorre los días de su vida como un autómata, anestesiado, atrapado por el engranaje de la máquina del mundo». El traje gris es un símbolo de la existencia unidimensional que lleva todo individuo en una tecnocracia. El sistema de educación se usa para adoctrinar a los estudiantes, que aprenderán a aceptar el papel que les corresponde. Al describir la educación como una manera de «adoctrinar a los presos» en una «prisión funcional», Reich revela su afición a las metáforas disciplinarias, pero su teoría de que la educación sólo pretende crear «niños preprogramados» cuenta con un buen número de partidarios.

Para toda una generación, el uniforme escolar representaba el carácter alienante de la sociedad contemporánea. Burlarse de él se convirtió en uno de los símbolos más poderosos de la rebeldía juvenil. Angus Young, el veterano guitarrista de AC/DC, sigue poniéndose su famoso uniforme escolar para dar conciertos. Esa fidelidad al espíritu anárquico del rock duro es mucho más eficaz que la terca iconoclasia de Madonna o Sinead O'Connor. En cualquier caso, el tema aparece constantemente en el mundo de la música pop. En la versión cinematográfica de
El muro
, un coro de niños uniformados canta el famoso tema de Pink Floyd (que denuncia/identifica la educación con el control mental) mientras avanzan lentamente hacia una trituradora de la que salen convertidos en hamburguesas. Previamente, el director del colegio se ha burlado de uno de los niños y le ha dado una paliza por haberse atrevido a escribir poemas en clase. ¡Qué se habrán creído! ¡Todos a la trituradora y se acabó! La imagen nos comunica un mensaje muy claro. El sistema quiere acabar con la creatividad y la imaginación a toda costa. Si no, ¿cómo iban a funcionar las fábricas?

Y, sin embargo, en la década de 1990 sucedió algo curioso cuando los hijos de los nacidos durante la explosión demográfica empezó a ir al colegio. Los grupos reaccionarios siempre han apoyado los uniformes porque refuerzan la disciplina y fomentan el respeto entre los estudiantes. Las academias militares y los colegios religiosos nunca dejaron de usarlo. Esto fomentó la teoría contracultural de que eliminar los uniformes sería liberador y traería una nueva época de creatividad y libertad. Pero las opiniones que surgieron en los años noventa fueron muy distintas. Un gran número de padres intranquilos, entre los que estaban muchos izquierdistas renegados, empezaron a sugerir tranquilamente que quizá… que posiblemente… los uniformes colegiales fuesen una opción razonable. Clinton —el primer presidente nacido durante la explosión demográfica— defendería públicamente los uniformes escolares, incluyendo una referencia a ello en un discurso sobre el estado de la Unión.

Al final resultó que la supresión del uniforme no produce problemas de disciplina, sino un desmesurado aumento del consumismo. La tremenda fijación que tienen los adolescentes con las marcas, la obsesión con la ropa, con las zapatillas de deporte, ¿dónde la aprenden? Hay algo indudable, y es que a los jóvenes que llevan uniforme no les matan para robarles la ropa. En palabras de Clinton, «si el uniforme impide que nuestros adolescentes se maten unos a otros para robarse las cazadoras de diseño, entonces los colegios públicos deberían exigir su uso obligatorio».

El inesperado regreso del uniforme escolar es como una fábula moderna. Contiene todos los elementos que fomentan y reproducen el mito de la contracultura. Una vez más, se hacen patentes sus fallos y las terribles consecuencias de la pseudorrebeldía que genera. Y en este terreno es más evidente que nunca la ineficacia de la teoría contracultural. Es decir, la historia del uniforme puede enseñarnos cuanto necesitamos saber de la cultura moderna. Pero primero conviene determinar las verdaderas causas de la importancia que ha llegado a tener.

*

Al comienzo de su libro
Uniforms
, Paul Fussell
[28]
intenta determinar las diferencias entre uniforme y disfraz. Según nos dice, «para que un atuendo pueda considerarse un uniforme, hace falta que lo lleven otras muchas personas». Pese a su apariencia razonable, esta afirmación cae por su propio peso. Si fuera verdad (como afirma Fussell) que los vaqueros también son un uniforme, la conclusión inmediata sería que todos vamos vestidos de uniforme, incluso la mayoría de los miembros de la contracultura. En ese caso, los únicos verdaderamente independientes serían los «sin techo», los locos y los ingleses excéntricos (y dada la afición que tienen estos últimos por el
tweed
, quizá habría que excluirlos). Esta definición podría dar lugar a la acusación superficial de que los rebeldes contraculturales no sean más que unos hipócritas, es decir, unos conformistas que siguen un conjunto de normas diferentes.

Sería útil hacer una serie de distinciones. Para empezar, tenemos que reconocer que el concepto tradicional de uniforme —como medio externo de asegurar un conformismo alienante cuyo prototipo sería el uniforme militar— es sólo una parte de un todo. Aparte de la indumentaria militar, existen los cuasiuniformes (la bata de un auxiliar médico, la chaqueta de un cartero), la ropa estandarizada (el mono de un mecánico), la vestimenta propia de cada sector profesional (el traje de franela gris del oficinista) y la ropa que marca la moda. Podemos decidir que todas estas personas visten «de uniforme», pero eso nos impedirá analizar la importante función de cada atuendo en relación con la organización o grupo al que pertenezca. Por otra parte, sería un error meterlo todo a saco en la categoría de uniforme, porque es un error equiparar la uniformidad de la indumentaria con la obligatoriedad del uniforme. Las túnicas rojas y los gorros de piel de oso que llevan dos soldados de la Guardia Real de Buckingham Palace

son un uniforme; los vestidos idénticos que llevan dos chicas por casualidad al baile de graduación
no
lo son.

La importancia del uniforme verdadero no reside tanto en la ropa en sí como en su importancia simbólica y social. El uniforme es el símbolo legítimo de la pertenencia a una organización, lo que le confiere una doble función. En primer lugar, distingue a los miembros de un determinado grupo de los integrantes del resto de los grupos y del resto de la sociedad en su conjunto. En segundo lugar, impone un conformismo corporativo que elimina todo símbolo externo de estatus, privilegio o posesión. Paradójicamente, el uniforme es tan democrático como elitista, ya que simultáneamente revela y oculta un determinado estatus. Al resto del mundo le comunica el estatus de una persona dentro de un determinado grupo, pero dentro de dicho grupo suprime todas las indicaciones externas de estatus o posesión.

En su versión más pura, el uniforme constituye una herramienta usada para imponer el orden y jerarquizar el control en las organizaciones burocráticas gubernamentales. Las personas uniformadas adquieren una identidad que Nathan Joseph denomina el «uniforme total» y que constituye una «categoría básica» a la que se subordinan todas las demás identidades. El individuo uniformado será un ser unidimensional sujeto a una serie única de normas institucionales primordiales. El ejército es un buen ejemplo del «uniforme total» y quizá la infantería de Marina de los Estados Unidos sea un ejemplo todavía mejor.

Los comandantes de ejército saben perfectamente que los soldados en realidad no luchan por Dios, ni por la Patria, ni por el Rey, ni tampoco por sus familias; luchan unos por otros y para defender la organización a la que pertenecen. Lo que lleva a un hombre a abalanzarse sobre una barricada o un nido de metralletas es su sentimiento fraternal, su lealtad hacia la organización que le enseñó a luchar junto al resto de los miembros. Por eso un comandante de ejército no pierde el tiempo en enseñar a los soldados los pormenores de la teoría política o la geopolítica. En cambio, hará todo lo posible por inculcarles una identidad colectiva. Lo primordial es lograr que el soldado prefiera morir antes que traicionar al grupo.

En un buen número de ejércitos, el núcleo de la lealtad colectiva es el regimiento. Por ejemplo, en el ejército canadiense los soldados de las unidades Princesa Patricia, Loyal Eddies y Van Doos reciben clases de historia y honor del regimiento. La infantería de Marina estadounidense, en cambio, valora el cuerpo en su conjunto. El lema de la Marina es
sernper fidelis
—«siempre fiel»— (que suelen abreviar como
semper fi)y
sus soldados tienen fama de mantener ese sentimiento fraternal mucho después de haber abandonado el cuerpo.

El análisis de esta poderosa mezcla de independencia y lealtad colectiva es la base de la primera mitad de la película de Stanley Kubrick
La chaqueta metálica
, estrenada en 1987. En la primera escena, los reclutas pierden literalmente su identidad conforme el peluquero del ejército les afeita la cabeza. A lo largo de su proceso de entrenamiento se muestra claramente la doble función del uniforme, empezando por una famosa escena en la que el sargento de artillería Hartman (interpretado por R. Lee Ermey, un instructor militar retirado) echa una buena bronca a los reclutas. Para resaltar la esencia democrática del cuerpo, Hartman les cuenta (sin andarse con remilgos) que en su campamento no existe la discriminación racial, porque les considera a todos exactamente igual de inútiles. Al final del entrenamiento, cuando están a punto de abandonar la isla de Parris para incorporarse a sus unidades respectivas, Hartmann les recuerda que ahora constituyen un grupo distinto del resto de la sociedad. Ya no son «gusanos», sino soldados de la infantería de Marina, miembros de una hermandad.

*

Dado este arquetipo marcial, apenas sorprende que los rebeldes de la contracultura critiquen con saña no sólo los uniformes, sino a las mujeres y hombres que los llevan. El uniforme total les sirve como sinécdoque bien visible de esa sociedad que tanto critican por su autoritarismo, represión, alienación y conformismo. Teniendo en cuenta que quienes llevan uniforme suelen ser agentes que aplican la violencia o la coacción con el visto bueno del gobierno, entenderemos que la decisión de llevar uniforme se juzgue no sólo siniestra, sino claramente peligrosa. Y en este orden de cosas, fue inevitable que la guerra de Vietnam hiciera de pararrayos de la furibunda tormenta contracultural. Oleadas de hippies expresaron su indignación optando por ponerse ropa militar para burlarse del ejército y subvertir sus valores.

Sin embargo, es un error condenar la uniformidad de la indumentaria sin tener en cuenta el contexto social o el papel que se representa en la vida. Si regresamos a la metáfora de la ropa como forma de expresión, es un error asumir que la expresión individual sea siempre deseable. A menudo lo que buscamos es una unidad mayor, una fusión de nuestra voz en un todo, como sucede en un coro o una misa. Tanto la elegante corbata negra de las orquestas sinfónicas como la estética de las charangas de los institutos del Medio Oeste estadounidense ilustran el modo en que la indumentaria puede realzar el efecto de una agrupación musical. Ni siquiera el ejército usa siempre la disciplina al servicio de la violencia. En las novelas de Patrick O'Brien sobre las guerras napoleónicas aparecen numerosas descripciones de la Marina británica, como ésta: «Apareció la gabarra del
Stately
, gobernada por el orgulloso timonel de Duff, acompañado de un cadete con un gorro ribeteado en oro y diez jóvenes marineros ataviados con gran elegancia y esplendor náutico: ceñidos pantalones blancos con cintas sobre las costuras laterales, camisas bordadas, pañuelos de color carmesí, gorras de lana trenzada, coletas relucientes. Recordando las palabras de Giffard, Stephen les miró detenidamente. De uno en uno, cada soldado habría estado muy bien, pero le pareció excesivo que fueran tan uniformemente engalanados».

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