Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
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Donde la tentación del exotismo resulta más evidente —y lucrativa— es en la floreciente industria de la «medicina alternativa». Cualquier ciudad norteamericana con más de dos mil habitantes tiene su propia tropa de naturópatas, maestros de
reiki
, homeópatas,
crystal healers
y expertos en magnetoterapia. Igual que ha sucedido con el deporte «alternativo», la música «alternativa» y la cultura «alternativa», la medicina «alternativa» es un buen negocio. En 1997, los estadounidenses gastaron aproximadamente 30.000 millones de dólares en terapias de medicina alternativa (por establecer un punto de comparación, la sanidad «socializada» canadiense costó al gobierno 55.000 millones de dólares en 1997 y cubría las necesidades médicas básicas de todos los habitantes del país).
El concepto de medicina alternativa es esencialmente un subproducto de la crítica de la sociedad industrial, que considera el sistema de sanidad pública como una simple derivación de la gran «tecnoestructura», como el sistema educativo y el sistema de prisiones. La sanidad como institución tiene todos los estigmas de la sociedad de masas. De hecho, podría parecer una pesadilla derivada del dominio tecnocrático. La sanidad es una institución impersonal y burocrática que ingresa literalmente a sus pacientes en un sistema informático cuyo número asignado deben llevar obligatoriamente en una pulsera identificadora. La estructura interna de la organización tiene una clara jerarquía con grupos claramente reconocibles por sus uniformes. Los médicos (hombres en su mayoría) tienen a sus órdenes a las enfermeras (mujeres en su mayoría). En general, el sistema aboga por la intervención tecnológica y el control instrumental de las enfermedades. Los diagnósticos y tratamientos se basan casi enteramente en el análisis estadístico, no en la situación concreta del paciente individual. Quien quiera saber lo que es sentirse una pieza del engranaje no tiene más que ir a un hospital.
A los enemigos de la sociedad de masas les parecía tan siniestro el estilo institucional del sistema médico que empezaron a plantearse la autenticidad de las enfermedades. Tal como había sucedido con los trastornos mentales, surgió la posibilidad de que los enfermos no estuvieran tan enfermos como parecían o incluso que la sanidad formase parte de un enorme contubernio para dominar a la población mediante el «control médico» del comportamiento antisocial. Paradójicamente, la eficacia de la medicina moderna contribuyó a mantener esta idea, al lograr eliminar o curar la mayoría de las enfermedades mortales. Al eliminarlas de nuestra vida cotidiana, resultaba sencillo llegar a dudar de su verdadera importancia. No podemos ni imaginar lo que sería vivir en una ciudad europea asolada por la peste, que se llevaba por delante a la mitad de la población. La penicilina ha acabado con ese problema. No tenemos ni idea de lo que debió de ser vivir en un mundo cuyos habitantes tenían que huir de sus casas periódicamente para no contagiarse de la correspondiente epidemia de viruela. Las vacunas han acabado con ello. Y tampoco tenemos ni idea de lo que sería dar a luz en una sociedad donde el 15 por ciento de las mujeres morían de parto. Las avanzadas técnicas quirúrgicas han solucionado esa lacra.
Este contexto puede generar sospechas sobre la ética del sistema sanitario. «¿Por qué voy a tener que vacunar a mi hijo contra la polio? ¿Sabemos de alguien que tenga la polio?», se pregunta la gente. «Será una maniobra de las compañías farmacéuticas para ganar más dinero», concluyen. O también: «¿Por qué tengo que ir al hospital para dar a luz? ¿Sabemos de alguien que se haya muerto de parto? Será que los médicos masculinos quieren tener todavía más dominada y reprimida a la mujer». O también: «¿Por qué voy a tener que comprar leche pasteurizada? ¿Sabemos de alguien que se haya puesto enfermo por beber leche? Será publicidad de las empresas de productos lácteos para ganar más dinero».
Este tipo de razonamiento resulta aún más entretenido desde una perspectiva freudiana. La obsesión por la limpieza, la desinfección y la eliminación de gérmenes invisibles se puede catalogar como un típico síntoma de un trastorno de personalidad anal, con la consiguiente desconfianza en todo lo natural, sensual y placentero. Herbert Marcuse, hablando con la mayor seriedad, describió la práctica de la cirugía como una «agresión sublimada». En otras palabras, lo que de verdad quiere hacer un cirujano es matar y descuartizar a su paciente. Por desgracia, lo prohiben las normas del establecimiento, así que le toca conformarse con aceptar la solución clínica de cortar al paciente en cachitos, reordenarlos y volver a dejarle más o menos como estaba.
Pese a esta ofensiva exagerada contra el sistema médico, la contracultura en sí tenía muy poco que ofrecer como alternativa (¿cómo sería una medicina «individualista» o «rebelde»?). Por lo tanto, no le quedó más remedio que buscar refugio en las culturas no occidentales e interpretar sus prácticas médicas como la antítesis de todo lo que no funcionaba en Occidente. En consecuencia, surgió un enorme interés por la sabiduría oriental y, más concretamente, la china y la india, que se analizaban desde la clásica perspectiva contracultural. Si la medicina occidental se centraba en la enfermedad, la oriental era holística; si la medicina occidental era tecnológica, la medicina oriental era natural; si la medicina occidental separaba la mente del cuerpo, la oriental se refería a la persona completa.
El resultado ha sido una distorsión predecible del modo de practicar la medicina en los países no occidentales. En todas las grandes tradiciones médicas del mundo siempre ha habido una profunda división entre la vertiente alopática y la homeopática. El concepto de «enfermedad» procede de la rama alopática, que achaca la mala salud a factores concretos como un virus, una bacteria o un tumor. En cambio, la rama homeopática define la salud como un equilibrio de todo el organismo y la enfermedad como un desequilibrio. Por lo tanto, desde una perspectiva homeopática, el concepto de «enfermedad» es una simplificación rudimentaria. No existe una causa aislada, ni un «agente tóxico»; sólo existen estados más o menos armónicos del organismo en su totalidad.
Antes de la revolución científica, la teoría homeopática dominaba la mentalidad médica de todas las culturas, incluida la occidental. La medicina china tradicional contemplaba un tipo de energía llamada
qi
; la enfermedad sucedía cuando se interrumpía el equilibrio entre el
yin
y el
yang
, que requería una intervención médica para restaurarlo. La medicina ayurvédica está basada en la idea ancestral de que el cuerpo está compuesto de cinco elementos*, tierra, aire, fuego, agua y éter (este último supuestamente rellenaba el espacio entre las estrellas). Si estos elementos se desequilibran, la persona sufrirá. La tradición tántrica identifica una serie de siete
chakras
o centros de energía que son la clave del bienestar. Y, por supuesto, la tradición galénica aportaba un conjunto de cuatro humores e identificaba su equilibrio como la base de la buena salud.
Este es el elemento fundamental: la galénica es la gran tradición médica occidental. Dominó tanto la civilización cristiana como la islámica hasta el siglo XIX. También es impecablemente homeopática y holística. Al igual que los médicos chinos e indios, los europeos creían que el cuerpo estaba compuesto de elementos esenciales: tierra, aire, agua y fuego. Cada sistema de energía corporal se correspondía con uno de los elementos (en el caso galénico eran sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra). El equilibrio de estos elementos determinaba la salud no sólo física, sino espiritual y mental. La intervención médica servía para corregir la falta de armonía mediante dietas, remedios herbales y ocasionales operaciones quirúrgicas (por eso en Europa se practicó tanto la sangría hasta el siglo xx; era la terapia holística que se empleaba para compensar los humores. Por eso siguen empleándola los médicos ayurvédicos).
Todas estas filosofías homeopáticas presentan grandes similitudes estructurales. Y no es una casualidad, porque todas se desarrollaron antes de existir un verdadero entendimiento de la anatomía humana (ni por supuesto de la bioquímica) y antes del descubrimiento de los organismos microscópicos como las bacterias y los virus. Por lo tanto, la confrontación entre la tradición médica occidental y la oriental es, hasta cierto punto, falsa, porque cada cultura tiene sus propias tradiciones alopáticas y homeopáticas. El hecho de que la terapia alopática se impusiera en Occidente no se debe a ninguna predisposición cultural concreta, ya que la medicina occidental fue homeopática durante casi toda su historia. El tratamiento alopático se impuso por su éxito espectacular en la prevención y curación de enfermedades.
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Imaginemos que abrimos una tienda para vender remedios galénicos «holísticos». Imaginemos ofrecer un sangrado como remedio para el cáncer; o ponemos literalmente a vender a alguien un fiasco de «aceite de serpiente»; o intentar convencer a los clientes de que se dejen trepanar —perforar el cráneo— como cura para un dolor de cabeza. La gente tardaría poco en detectar el engaño. ¿Por qué? Sencillamente porque todos sabemos que estas cosas no funcionan. Por algún motivo, en lo referente a estas antiguas terapias
occidentales
, parece como si tuviéramos un sistema de radar. Sin embargo, si se trata de antiguas terapias
orientales
, nuestra capacidad crítica parece desaparecer por completo. Esto es una verdadera lástima. Al fin y al cabo, vender medicamentos a personas muy enfermas haciendo promesas milagreras es una de las peores vilezas humanas. La sola posibilidad de que pueda suceder ya es indignante. El hecho de que los tratamientos no suelan perjudicar al cliente es lo de menos; lo lamentable es la explotación de las personas más vulnerables de nuestra sociedad.
Sin embargo, no cuesta tanto entender que la medicina alternativa logre engañar a nuestro sistema de radar. A la hora de juzgar nuestra propia cultura, aplicamos de inmediato nuestros baremos racionales. Somos perfectamente capaces de detectar una teoría precientífica. Sin embargo, no juzgamos las culturas extranjeras con la misma sensatez, quizá por miedo a ser apriorísticos, etnocéntricos o irrespetuosos. Sabemos que no existen los humores (la idea nos da risa), pero ¿cómo vamos a afirmar categóricamente que no exista una energía corporal llamada
qi
o que no tenemos
chakras
?
Por supuesto, por mucho que intentemos negarlo, está claro que la medicina alopática funciona. En el mundo de la medicina alternativa, el éxito de la medicina occidental es como un elefante gigante plantado en mitad de una habitación al que todos fingen no ver. Aunque no nos gusten los médicos y los hospitales, lo cierto es que si tenemos gangrena y nos negamos a operarnos, moriremos. Si durante un embarazo sufrimos un caso de placenta previa y nos negamos a que nos hagan una cesárea, moriremos junto con el bebé esperado. La mayoría de las personas, si tienen que elegir entre el conformismo con el sistema y la muerte, optan por olvidar sus escrúpulos individualistas.
Sin embargo, es cierto que
algunas
enfermedades quizá se curen con remedios homeopáticos tradicionales. Pero los principios teóricos de la medicina homeopática han perdido toda credibilidad y, en cambio, la hipótesis alopática de la enfermedad ha quedado plenamente demostrada. Es importante recordar que incluso los remedios alopáticos muy sencillos, tales como hervir el agua contaminada, fueron rechazados por generaciones sucesivas de médicos homeópatas (en este caso, al desechar la tesis «reduccionista» de que la enfermedad la producen las bacterias del agua, en vez del «bienestar» generalizado de la persona) . Esta teoría está hoy tan desacreditada que a un padre o madre que la empleara se le podría denunciar por negligencia.
Por otra parte, en cuanto una «hierba medicinal» se cataloga oficialmente como beneficiosa para la salud, las compañías farmacéuticas tardan poco en hacerse con ella. La industria medicinal invierte miles de millones de dólares en investigar fármacos nuevos (y cada vez innova menos, optando en cambio por patentar versiones o variantes metabólicas de productos ya existentes). ¿Para qué van a invertir dinero si pueden ir a la tienda naturista de turno, comprar unas hierbas medicinales, aderezarlas un poco y patentarlas? De hecho, muchos medicamentos clásicos son remedios naturales depurados.
Conviene tener en cuenta que un medicamento eficaz puede generar una cantidad de dinero desmesurada. Pfizer ingresa mil millones de dólares anuales con la venta de Viagra. Si el clásico remedio chino para la impotencia (una mezcla de cuerno de ciervo triturado, semillas de cuscuta, epítimo, semillas de puerro, corteza de gutapercha, raíz de curculigo y cuerno de ciervo aterciopelado) funcionara igual de bien, ¿las empresas farmacéuticas de la competencia no intentarían venderlo? Pfizer también gana tres mil millones de dólares anuales con la venta de Zoloft. Si el hipérico es igual de eficaz como tratamiento para la depresión, ¿por qué no lo vende ninguna de las grandes empresas farmacéuticas? ¿Cómo es posible que a ningún científico codicioso se le haya ocurrido intentar aislar los ingredientes para poder patentarlo y venderlo?
En otras palabras, para creer en la medicina natural habría que creer en una tecnocracia sanitaria tan poderosa y opuesta al naturismo como para obviar la motivación comercial. Bayer ha ganado millones de dólares vendiendo Aspirina, que es esencialmente corteza de sauce refinada. ¿Por qué no iban a querer ganar una cantidad de dinero similar vendiendo equinacea? Además, esto ofrecería a los consumidores cierta garantía en cuanto a la calidad del producto (aunque la equinacea constituye un 10 por ciento de las ventas de suplementos alimentarios, un análisis reciente descubrió que sólo un 52 por ciento de los productos etiquetados como equinacea contienen realmente las cantidades que aparecen en la etiqueta, y que un 10 por ciento
no contienen dicha sustancia)
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A la hora de la verdad, toda esta rebeldía contra la institución sanitaria occidental se ha convertido en un buen negocio para el sector privado. En Canadá, como en la mayoría de los países europeos, la sanidad es pública y está sujeta a un estricto control. Esto significa que los médicos y las compañías farmacéuticas tienen límites económicos legales. Como la atención médica primaria es pública, el gran negocio está en las terapias «complementarias». Quien logre convencer al consumidor de que la red hospitalaria estatal es deficiente o, mejor aún, que no cubre sus necesidades individuales, podrá montar un buen negocio. Las grandes compañías norteamericanas ya lo han visto claro. Las grandes cadenas farmacéuticas ya han creado marcas propias de remedios naturales y homeopáticos.