Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (42 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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A consecuencia de todo ello, se ha deteriorado mucho la imagen de la medicina pública universal. ¿Es casualidad que Estados Unidos —cuna de la contracultura y epicentro de la medicina alternativa— tenga la peor sanidad pública del mundo occidental? ¿Es posible que en un país donde la clase alta contrata a enfermeras expertas en educación maternal, las embarazadas de clase baja se presenten habitualmente en los hospitales con embarazos hipertensos? Increíblemente, ambos mundos coexisten. La profunda desconfianza en la medicina occidental divide y debilita a la izquierda progresista. Recordemos que, en su opinión, el sistema educativo es una fábrica de jóvenes preprogramados y la educación pública universal no es un objetivo deseable. De igual modo, la red hospitalaria es un instrumento tecnológico de control utilizado por la temible sanidad pública. Una vez más, la mentalidad contracultural no sólo siembra la confusión, sino que impide a la izquierda abanderar las necesarias reformas sociales. La fascinación con lo exótico y con lo diferente no es sólo un escapismo inocente; es un serio impedimento para el desarrollo de una política progresista coherente.

10.
La nave Tierra

U
na noche de viernes a finales de noviembre de 1996, estaba yo en el gigantesco atrio del Eaton Centre, el mayor centro comercial del núcleo urbano de Toronto. Blandiendo mi bicicleta por encima de la cabeza con las dos manos, gritaba: «¡No comprar, no comprar!». A mi alrededor un centenar de personas hacía lo mismo mientras los primeros compradores navideños nos miraban entre divertidos y agobiados.

Estábamos participando en un acto de la Masa Crítica, una protesta mensual programada de los ciclistas urbanos para afirmar su derecho a compartir las calles. El evento consiste en que un número considerable de ciclistas se reúne justo antes de la hora punta y recorre la ciudad en masa. El objetivo no es entorpecer el tráfico, puesto que las bicicletas se consideran «tráfico», sino tomar las calles, manipular el tráfico rodado y pasar un par de horas montando en bicicleta con una relativa seguridad.

Como forma de protesta social masiva, estos paseos de la Masa Crítica son relativamente inocuos. El breve lapso de libertad que se experimenta es muy agradable, y cuando los ciclistas se toman la molestia de hablar con los conductores y darles folletos explicativos, todo el evento cumple una importante función educativa en un entorno urbano cada vez más dominado por los monstruosos monovolúmenes. Sin embargo, estos actos también pueden ser bastante desagradables. Suelen producirse enfrentamientos entre la policía y los ciclistas, con algún que otro altercado violento. Normalmente la culpa la tienen los conductores de coche que se impacientan, pero los ciclistas no son del todo inocentes tampoco. En estos paseos puede participar todo el que quiera, pero el grueso suele estar formado por un batiburrillo contracultural de anarquistas, kamikazes culturales, activistas antiglobales y ecologistas urbanos, muchos de los cuales no sólo están a favor de la bicicleta, sino en contra del coche, del consumismo y de casi todos los elementos de la sociedad industrial contemporánea.

Todo esto sirve para entender cómo acabé yo en ese centro comercial dando gritos y levantando mi bicicleta por los aires. El acto de la Masa Crítica cayó en el primer viernes después del Día de Acción de Gracias estadounidense, el ya famoso Día Mundial del No Comprar. Uno de los objetivos de esta fecha tan señalada es denunciar las «consecuencias medioambientales y éticas del consumismo». Esta conexión entre el consumismo y el ecologismo parece algo casi natural, porque muchos de los activistas opinan que el principal problema del consumismo es lo nocivo que resulta para el medioambiente.

Esta conexión resulta evidente en la fórmula IPAT, que se ha convertido en un importante motivo de fricción para los ecologistas. La fórmula en cuestión permite medir el impacto medioambiental de una determinada sociedad: Impacto = Población X Actividad económica X Tecnología. Al equiparar la riqueza a lo demás, atrinchera la teoría contracultural en la política medioambiental. También quita importancia a la obsesión neomalthusiana por la superpoblación, al demostrar que una sociedad pequeña pero próspera puede provocar un impacto muy negativo en el entorno, apoyado por la conocidísima estadística de que el mundo desarrollado contiene sólo el 20 por ciento de la población mundial, pero consume el 80 por ciento de sus recursos.

Ir a ese centro comercial a levantar la bici por los aires y gritar «No comprar» fue muy divertido. Con esa mezcla de retórica anticonsumista y minimalismo tecnológico respetuoso con el medioambiente, me dio la sensación de estar participando en un auténtico acto político. Sin embargo, al pasar los años me fui distanciando de la filosofía de la Masa Crítica, que pasó de apoyar a los ciclistas urbanos a emprender una auténtica rebelión contracultural. Empecé a plantearme si al levantar la bici por los aires no estaría apoyando un ecologismo individualista y esencialmente apolítico que fomentaba el consumismo contra el que supuestamente luchaba. También se me ocurrió, retrospectivamente, que muchas de las bicicletas que la gente llevaba en volandas costaban más que el Honda Accord que yo conduzco ahora.

*

Nuestra sociedad no consigue tomar una decisión en cuanto a tecnología se refiere. Es un terreno inestable, en el que cada avance conlleva el correspondiente retroceso, tónica por cierto habitual en nuestra crónica cultural (y en la historia mundial). Según cuenta la mitología griega, Prometeo robó el fuego a los dioses y lo entregó a la humanidad, por lo que fue castigado a permanecer encadenado a una montaña donde un águila le iba picoteando el hígado lentamente. Como el gran Zeus no pudo recuperar el fuego, envió a la humanidad un regalo terrible: la caja de Pandora, llena de enfermedad, desesperación, envidia, senilidad y todas las demás vilezas humanas.

Tratar la tecnología con una cautela ambivalente es comprensible. Las pequeñas sociedades tradicionales siempre han sabido que la tecnología tiene un componente desestabilizador, y si la estabilidad social se considera el valor más importante (como sucede en las culturas tradicionales), todo cambio tecnológico debe implantarse despacio, si se decide hacerlo. No obstante, durante el Renacimiento europeo se produjo una profunda transformación de esta actitud. Filósofos como Francis Bacon y René Descartes empezaron a valorar el desarrollo científico y tecnológico como uno de los empeños más importantes de la humanidad. Ambos tenían un concepto muy pragmático del conocimiento científico como método de lograr la felicidad mediante el descubrimiento y la invención. Descartes incluso profetizó en su
Discurso del método
que la humanidad se convertiría en «dueña y señora de la naturaleza».

Sin embargo, por cada entusiasta como Bacon o Descartes había un escéptico como Jean Jacques Rousseau o Sigmund Freud. En conjunto, nuestra cultura tiende a oscilar como un péndulo de un extremo a otro en la medida en que la tecnología se valore como liberadora o represora. El XIX fue un siglo maravillosamente optimista, con una profunda fe en la ciencia, la razón y el progreso que sólo acabó cuando la sangría de la Gran Guerra produjo un odio generalizado hacia la nueva tecnología. Tras la II Guerra Mundial, el horripilante número de muertos y el terrible poder de la bomba atómica se vieron compensados —sobre todo a ojos de la incipiente burguesía norteamericana— por la prosperidad industrial de la posguerra. Hoy en día la ausencia de coches voladores, aceras deslizantes y robots supersónicos es carnaza de malos cómicos y charlatanes del mundo entero, pero hace cincuenta años la gente realmente creía que la tecnología iba a convertir la rutina doméstica y laboral en una actividad sencilla, agradable y llevadera.

En poco tiempo el péndulo osciló hacia el extremo opuesto, cuando el efecto nocivo de la tecnología se convirtió en una de las principales preocupaciones de la emergente contracultura. Para autores como Theodore Roszak y Charles Reich, los males de la sociedad industrial eran inseparables de la perversidad tecnológica. No es extraño que Roszak ideara el término de «tecnocracia» para definir la estructura jerárquica y burocrática de la sociedad industrial. En su opinión, la tecnocracia es «una sociedad cuyos gobernantes se justifican valiéndose de expertos técnicos, que a su vez se justifican valiéndose del conocimiento científico».

El problema de la sociedad moderna era precisamente que se había mecanizado excesivamente. Los principios de la tecnología —eficiencia, estandarización, división del trabajo— se habían convertido en los principios generalizados de la sociedad. Como argumentaba Reich en
The Greening of America
, los estadounidenses se sentían impotentes porque «éramos incapaces de controlar nuestra vida ni nuestra sociedad, porque estábamos totalmente dominados por el mercado y la tecnología». Para recuperar ese control, sería necesario «superar a la máquina» y recuperar «los principios no relacionados con la máquina». El gran atractivo de la contracultura era que se basaba en un rechazo explícito de la ideología tecnocrática.

Sin embargo, pese a su crítica desaforada de la tecnología, ni Roszak ni Reich ofrecían un verdadero análisis comprensivo del modo en que funciona la tecnología en la sociedad. Esa tarea quedaría en manos de pensadores más sofisticados, como el sociólogo francés Jacques Ellul, el filósofo canadiense George Grant o el ubicuo Herbert Marcuse. En opinión de Ellul, vivimos inmersos en
la technique
. Esta no consiste en una sola herramienta o máquina, ni en un solo sector del conocimiento o la producción, sino en «la totalidad de los métodos obtenidos racionalmente y con una eficacia absoluta en todas las parcelas de la actividad humana». La técnica es lo que usa la máquina para incrustar sus valores en la sociedad, creando lo que Ellul llamaba «el hombre-máquina». Este proceso acabará afectando a todos los aspectos de la sociedad, desde la política y la economía hasta la educación, la medicina y la vida familiar.

En realidad, esto parece una crítica a la maquinaria de la sociedad industrial. La única diferencia es que relaciona el problema del conformismo con la mecanización, no con la represión psicológica. Para Ellul la técnica era un círculo cerrado y autodeterminado que se desarrollaba conforme a una lógica interna y autónoma, y sobre esta base formuló cuatro normas tecnológicas (de hecho, variaciones del «principio de Peter»):

Todo progreso tecnológico tiene un precio.

La nueva tecnología siempre genera más problemas de los que soluciona.

Los aspectos nocivos de la tecnología son inseparables de los aspectos positivos.

Toda tecnología funciona conforme a la ley de las consecuencias imprevisibles.

En opinión de Ellul, la tecnología no es un instrumento neutro que podamos aplicar según nos plazca. Podemos creernos más o menos poderosos o libres dentro de la sociedad tecnológica, pero en realidad es una ilusión basada en los profundos efectos psicológicos que genera la estructura tecnológica e institucional. La técnica es una poderosa ideología cuyos valores dominan nuestra conciencia, de tal modo que nuestra conciencia, nuestra sensación de «libertad», nuestra comprensión de las posibilidades inherentes al pensamiento y la acción, dependen totalmente de la propia técnica en sí. Éste, y no otro, es el verdadero peligro de la tecnología. Por mucho que nos preocupe el «Estado como Gran Hermano», la modificación genética de la alimentación o el holocausto medioambiental, la verdadera dependencia de la tecnología es espiritual. La tecnología socava sistemáticamente nuestra libertad, autoridad y autonomía al limitar nuestro concepto de la mente y la razón. La tecnología atomiza la sociedad y los fragmentos de nuestro ser, obligándonos a depender de los conocimientos especializados y prácticos que nos aportan soluciones racionales, es decir, «eficaces».

Todo ello produce una sociedad que nos esclaviza tecnológicamente aunque parezca liberarnos. Por ejemplo, el gran símbolo de la libertad estadounidense, el automóvil, nos aporta una movilidad y un poder individuales, pero también nos condena a vivir en un mundo de cemento y asfalto, de atascos y contaminación, con la consiguiente producción industrial de bienes derivados del hierro y el petróleo. De modo similar, como dice George Grant, aunque un ordenador no parece obligarnos a nada como usuarios, hasta los partidarios más entusiastas de la informática y la comunicación inalámbrica admiten que el correo electrónico, los teléfonos móviles y los portátiles son como cadenas electrónicas que nos convierten en prisioneros de nuestra vida laboral o familiar.

Esta imagen de la sociedad tecnológica se ha popularizado ampliamente. El concepto de una tecnocracia generalizada es tan común que sus enemigos se ven obligados a inventar nuevos términos o comparaciones, en un constante recalentamiento de la rancia sociología de la década de 1960. Por ejemplo, en su libro
Tecnópolis: la rendición de la cultura a la tecnología
, publicado en 1992, Neil Postman aplica el término «tecnocracia» a toda sociedad comprometida con el progreso social a través de la ciencia, el descubrimiento y la invención, mientras una «tecnópolis» es una sociedad dominada por la tecnocracia hasta tal punto que toda alternativa resulta impensable.

El concepto de que todos tenemos el cerebro lavado por la tecnología es, obviamente, el mensaje que nos ha dado siempre la crítica de la sociedad de masas, pero con otro disfraz. Según Ellul, nos hemos «adaptado» psicológicamente a
la technique
, y Postman dice que «andamos sonámbulos» por la tecnópolis. Incluso Langdon Winner —politólogo estadounidense, quizá el más agudo crítico de la tecnología— afirma que estamos dominados por la «tecnomanía» y que «caminamos como sonámbulos» por el mundo que hemos creado, ajenos a lo que hemos perdido, sin pensar en las consecuencias de las decisiones no tomadas. Sin embargo, esta supuesta inconsciencia no resulta tan obvia. Aunque nuestra cultura tenga momentos de excesivo tecnoentusiasmo, incluso en el punto álgido de la revolución internauta hubo agoreros del desastre tecnológico convencidos de que nuestra perdición era inminente.

Un ejemplo de esto fue la histeria del Y2K o «virus del milenio». El hecho de que Y2Kfuese un presagio absolutamente falso no cambia el hecho de que incluso cuando nuestro optimismo tecnológico alcanza las más altas cotas, no podemos obviar nuestra ambivalencia básica. Un breve vistazo a los últimos libros y artículos aparecidos sobre el progreso tecnológico basta para detectar el enorme desasosiego que nos produce lo que está sucediendo. No somos inconscientes, no tenemos el cerebro lavado y no andamos sonámbulos. Sabemos perfectamente lo que hemos perdido y lo que se nos avecina. Por tanto, la crítica contracultural de la maquinización no ha sabido explicar adecuadamente el impacto que está teniendo la tecnología en nuestras vidas.

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