Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
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De ser cierto que la tecnología se ha convertido en una gigantesca ideología global, entonces la contracultura debería estar en manos de unos tecnófobos decididos a refugiarse en una política neoludita. Aquí parece encajar perfectamente el estereotipo del hippie sentado descalzo haciendo macramé, oliendo a pachulí y atiborrándose de galletas Granóla, pero este sector de hecho constituye una parte muy pequeña del movimiento. Históricamente, los grupos contraculturales han contemplado la tecnología con la misma ambivalencia que el gran público, con plena consciencia de sus ventajas y sus inconvenientes.
Por supuesto, estos movimientos siempre han sido muy hostiles a la tecnología. La sociedad industrial no sólo dañaba el alma; también dañaba el entorno, como dejaba claro el libro
Primavera silenciosa
publicado por Rachel Carson en 1962. Pese a su dudoso análisis estadístico, Carson consiguió crear un ambiente de preocupación sobre el peligro que supone el empleo de productos que contengan DDT. A raíz de ello surgió una nueva concienciación medioambiental totalmente opuesta al concepto de «capacidad tecnológica». Mientras tanto, conforme la amenaza nuclear proyectaba su larga sombra de destrucción inminente sobre nuestro planeta, el espeluznante uso del napalm en la guerra de Vietnam se caracterizaba como un enfrentamiento tecnológico entre el mecanizado Occidente y el primitivo Oriente.
Sin embargo, ciertos sectores pensaban que, si bien la tecnología era un problema, también podía ser una parte esencial de la solución. Incluso Reich, pese a su inconsistencia, supo verlo. La filosofía ludita no era la solución y «la realidad no va a mejorar por mucho que ignoremos las máquinas. Nuestra historia ha demostrado que debemos imponernos a ellas, guiarlas para que nos ayuden a lograr nuestros objetivos». No se trataba de ser antitecnológicos, sino de organizar la sociedad para poder controlar a las máquinas y no al contrario. El objetivo de la nueva conciencia es librarnos de la esclavización que nos impone la máquina, usar la tecnología para mejorar nuestra vida, proteger la naturaleza y asegurar la paz.
La base teórica de esta utopía fue el desarrollo de la llamada «economía de la posescasez». Propuesta por escritores como Herbert Marcuse y el ecoanarquista Murray Bookchin, se basaba en la idea de que el desarrollo tecnológico había generado una producción suficiente para cubrir las necesidades básicas de la población sin apenas gastos. Como la mecanización nos iba a librar de todos nuestros deseos y necesidades materiales, al fin seríamos libres para poder cultivar nuestro lado espiritual, para dedicarnos a nuestros caprichos creativos y formar una sociedad basada no en las exigencias de la producción económica, sino en el compañerismo y el amor (o, en una versión más montaraz, podríamos entregarnos a una vida de sexo desenfrenado mientras las máquinas hacían el trabajo duro, como los miembros de «la Cultura» en la ciencia-ficción de Iain M. Banks). Para este sector las nuevas tecnologías eran un instrumento verdaderamente revolucionario, que prometía acabar con la compleja jerarquía de la sociedad de masas. Bookchin esperaba que las fuentes de energía renovable (eólica, solar, marítima) fueran la base de una nueva civilización más sensata, que «uniría el campo y la ciudad en una síntesis racional y ecológica». También estaba convencido de que la noción de escasez generalizada era una simple treta empleada por los intereses ocultos de la tecnocracia.
Lo que acabó con esta mentalidad fue su incapacidad de detectar la naturaleza competitiva de nuestro consumismo y el significado de los bienes posicionales. Las casas de los barrios buenos, los muebles elegantes, los coches deportivos, los restaurantes de moda y la ropa de marca son cosas
intrínsecamente escasas
. No podemos fabricar más porque su valor está basado en la distinción que proporcionan a los consumidores. Por tanto, la idea de superar la escasez incrementando la producción es incoherente; en nuestra sociedad, la escasez es un fenómeno social, no material. Pero ni Bookchin ni Marcuse supieron verlo. Su obsesión era el hecho de que nuestra sociedad pretenda usar el causante de la represión —la tecnología— precisamente como instrumento de emancipación. Marcuse se planteó la posibilidad de usar los «procesos de mecanización y estandarización» con una finalidad emancipadora. Sin embargo, no veía ninguna alternativa práctica para los complejísimos sistemas económicos y tecnológicos que caracterizan el capitalismo industrial. Por eso ni él ni Bookchin consiguieron hallar una salida para la terrible sociedad de masas.
Todo esto cambió en 1973 con la publicación del libro
Small is Beautiful
[Lo pequeño es bello] del economista británico Ernst Schumacher (el autor de la expresión «degradante» para describir el efecto de la sociedad industrial sobre el alma del individuo y el subtítulo de la obra era «Un estudio de la economía que finge que lo importante son las personas»). Schumacher estaba convencido de que la tecnología podía adaptarse a las auténticas necesidades de la humanidad. Lo único necesario era una forma de tecnología alternativa que sirviera como base para una forma alternativa de civilización. Si la tecnología industrial era compleja, centralizada, capitalista y basada en unos conocimientos o métodos especializados, la tecnología alternativa iba a ser todo lo contrario. Sería sencilla, descentralizada, barata, manejable, fácilmente reparable y aplicable a escala individual o local.
Hasta cierto punto, lo que le preocupaba a Schumacher eran las necesidades de un mundo en pleno proceso de desarrollo. En su opinión, nuestros sistemas de producción sólo son aptos para una sociedad que ya sea próspera de antemano. Basándose en la máxima de Gandhi de que «los pobres del mundo no mejorarán con la producción en masa, sino con la producción de las masas», sugiere que el mundo en vías de desarrollo necesita una tecnología intermedia situada entre la herramienta primitiva y la industria moderna. Este sistema de producción de las masas sería «compatible con las leyes de la ecología, sensato en su empleo de recursos escasos y capaz de servir al individuo en vez de convertirle en esclavo de las máquinas». También seria accesible y democrático, «no exclusivo de quienes ya son ricos y poderosos».
Pese a su orientación hacia el Tercer Mundo (y pese a los desastrosos experimentos con tecnología local emprendidos por China durante el «Gran Salto Adelante», tales como la minería de hierro en cooperativas), en el industrializado Occidente tuvo mucho éxito la petición de Schumacher de «una nueva orientación de la ciencia y la tecnología hacia lo orgánico, lo discreto, lo no violento y lo bello». Un grupo variado de ecologistas, «rojeras» anticapitalistas, hippies resucitados y partidarios de la supervivencia individual se unieron bajo el estandarte de lo que empezó a llamarse la «tecnología apropiada».
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Los partidarios de la tecnología apropiada (TA) rechazaban la perspectiva anticapitalista de la tecnología como una fuerza autónoma, determinista y totalizadora. En su opinión, lo malo no era la tecnología
per se
, sino la naturaleza de las herramientas concretas que hubiéramos elegido. Aún necesitamos la tecnología, pero debemos ser más sabios en nuestras decisiones. Si la sociedad de masas usaba una tecnología «dura» que era socialmente alienante y nociva para el medioambiente, la apropiada tecnología «blanda» sería democrática y benevolente con el entorno. También sería eficaz y ecológica; útil para cada gobierno democrático local; positiva para la prosperidad individual y regional; segura, sencilla y manejable. Es decir, quizá demasiado ambiciosa.
Obviamente, no había ningún motivo para pensar que todas estas virtudes fueran mutuamente compatibles. Por ejemplo, cualquier persona puede desmontar y volver a montar un automóvil Chrysler Newport con un mínimo interés y un juego de tres llaves inglesas. Hasta hace poco, era normal que la gente cambiara personalmente el aceite de su coche e incluso hiciera pequeños arreglos. Pero estos coches consumían enormes cantidades de gasolina. Un moderno vehículo híbrido, por otra parte, aunque sea mucho menos nocivo para el entorno, es diabólicamente complicado. El sistema electrónico es tan complicado que hay que llevarlo al concesionario oficial para cualquier tipo de reparación, que sólo podrá hacer un técnico especializado. Este tipo de coches deben pasar periódicas revisiones para sustituir las correspondientes piezas. Entonces, a la hora de la verdad, ¿qué tecnología puede considerarse «dura» y cuál «blanda»?
Pese a todas estas dificultades, los partidarios de la TA insisten en dividir el mundo de la tecnología en dos categorías simples. Por ejemplo, Ursula Franklin en su libro
The Real World of Technology
[El verdadero mundo de la tecnología], publicado en 1989, distingue entre tecnología «holística» y tecnología «prescriptiva». La primera sería la de una manufactura en la que un solo artesano controla cada aspecto de la producción desde el principio hasta el final. En este caso la especialización puede consistir en una línea de productos tales como la cerámica o los artículos textiles. La tecnología prescriptiva consiste en una especialización que afecta a cada tarea concreta, no al producto en sí (la fabricación de automóviles sería un ejemplo típico); la producción procede del sistema conjunto, no de un trabajador individual, así que el control y la responsabilidad dependen del correspondiente director o coordinador.
Nuestra sociedad, según Franklin, se distingue por un predominio de la tecnología prescriptiva, que produce lo que ella denomina «diseños complacientes». Este tipo de tecnología nos ha sometido al imperativo tecnológico y a su alienante racionalidad burocrática. En opinión de Franklin, debemos aspirar a una tecnología lo más humana y holística posible. Plantea sugerencias tan interesantes como obligar a los directores de las compañías aéreas a volar en turista, a los altos cargos a viajar en medios de transporte públicos y a las cadenas de alimentación industrial a comer en sus propios restaurantes. Quizá abordando el asunto con mayor seriedad, Franklin mantiene que ante toda nueva tecnología o proyecto público, siempre debemos preguntarnos: ¿favorece la justicia? ¿Restaura la reciprocidad? ¿Minimiza el desastre, favorece la conservación frente a la destrucción y a la persona frente a la máquina?
Esto es sólo una búsqueda de la tecnología apropiada. Sin embargo, sea blanda o dura, holística o prescriptiva, no parece tan sencillo poderla clasificar a priori en la correspondiente categoría de «buena» o «mala». Uno de los problemas es que muchas tecnologías supuestamente «blandas» o descentralizadas pueden adoptarse rápidamente para fines más unilaterales. La máquina de coser es un ejemplo obvio. Si cuando apareció se consideraba un invento revolucionario que liberaría al ama de casa de una labor pesada y agotadora, fue un aparato que fomentó la creación de las masificadas fábricas textiles.
Sin embargo, el modo en que se emplea una tecnología no siempre está relacionado con la naturaleza de esa tecnología. La consecuencia más importante de las técnicas constructivas integradas en el entorno, por ejemplo, ha sido la proliferación de la «McMansion». La mayoría de las personas comprarán la casa de mayor tamaño dentro de su presupuesto de mantenimiento. Si una caldera de alto rendimiento y un buen sistema aislante abaratan el coste de la calefacción a la larga, entonces el cliente comprará casas de un tamaño cada vez mayor (igual que sucede con el sistema de aire acondicionado). Si un cristal de última generación con insertos de argón mejora el hermetismo de las ventanas, los clientes querrán ventanas cada vez mayores (para que la pérdida de calor de la casa sea más estable). El nivel de gasto parece estar regulado por un principio homeostático.
Por otra parte, la utilidad de estas tecnologías depende totalmente del número de personas que las tengan. La cocina de leña puede considerarse la quintaesencia de la tecnología apropiada, porque no usa combustibles fósiles y es completamente independiente de los grandes sistemas de producción y transporte de energía. Sin embargo, no pasa la simple prueba de «¿qué pasaría si todo el mundo lo hiciera?». Aunque sería genial tener la única casa de la calle con una cocina de leña, si todos los demás tuvieran una igual, el aire estaría lleno de ceniza, habría una tremenda deforestación, el precio de la leña se dispararía y el ambiente urbano volvería a estar tan contaminado como en el siglo XIX. En poco tiempo, las autoridades tendrían que intervenir y acabarían por prohibir la utilización de las cocinas de leña. Por tanto, ¿se trata de una tecnología apropiada? El nombre correcto de una tecnología sólo apta para una minoría no es «apropiada», sino «privilegiada».
Finalmente, no existe ningún motivo para pensar que las comunidades y las culturas locales, incluso si se construyen en torno al concepto de «tecnología apropiada», vayan a fomentar la diversidad, la libertad, la independencia y la democracia. De hecho, puede ser que suceda exactamente lo contrario. Las grandes tecnologías obligan a las personas a cooperar unas con otras. Las pequeñas tecnologías, por otra parte, a menudo fomentan un individualismo descarnado, por no hablar de las actitudes aislacionistas y antisociales características de la hoy cada vez más frecuente «filosofía de la supervivencia». Al fin y al cabo, con un generador propio, una fosa séptica, un todoterreno, una escopeta y una finca en Montana, ¿quién iba a querer pagar impuestos?
Sin embargo, podría ser que ninguna de estas objeciones preocupen demasiado a los partidarios de las tecnologías apropiadas. El movimiento TA fue una forma de encauzar la concienciación medioambiental, pero también fue una válvula de escape para una clara ideología política. Entroncaba con el gran carril de autosuficiencia libertaria que caracteriza a toda la escuela contra-cultural, pero también era un apocado intento de huir de las exigencias políticas del mundo real. Además, pese a oponerse a la tecnocracia, a muchos miembros de la contracultura les apasionaban las nuevas tecnologías.
La política francamente libertaria y la actitud consumista del movimiento de las TA resultaban obvias. En este sentido, las creaciones de Buckminster Fuller tuvieron mucho éxito. Su cúpula geodésica, cuya estructura sencilla combinaba la ligereza con la resistencia, era el prototipo de tecnología apropiada. Fuller también supo captar el espíritu de concienciación medioambiental con su concepto de «nave Tierra». La humanidad entera sería la tripulación de dicha nave y todos tendríamos que trabajar unidos para evitar una catástrofe medioambiental de proporciones gigantescas. Su libro de instrucciones, el
Manual de uso de la nave Tierra
, disparó las fantasías espaciales de miles de «astronautas» hippies.