Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (47 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Este miedo exagerado al conformismo ha impedido a una mayoría de grupos progresistas emplear estos pilares sociales como herramientas eficaces, por miedo a los fantasmas de la asimilación y el fascismo. Como resultado, la izquierda se ha enfangado en irresolubles conflictos de acción colectiva, sin avenirse a aplicar los métodos básicos que deben emplearse en casos semejantes. La elección de un activo consumismo individual como respuesta a los problemas medioambientales, en vez de una regulación gubernamental de las externalidades es un ejemplo claro. El éxito de la autoayuda y la espiritualidad individual, junto con la exagerada confianza en la reforma educativa o la producción artística son otras variantes de la misma tendencia.

La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Qué es más probable, que surja una dictadura fascista en una de las democracias liberales occidentales, o que la creciente liberalización económica combinada con el libre comercio global revierta la sociedad hacia un estado natural al estilo de Hobbes? Parece obvio que la segunda posibilidad es mucho más probable, sobre todo en Estados Unidos. Pero esto equivale a admitir que el
desorden
es mucho más peligroso para nuestra sociedad que el
orden
. Y si esto es así, habría que dejar de preocuparse por el fascismo. A nuestra sociedad le haría falta tener
más
normas, no menos.

Quizá sea el momento de reconciliarse con las masas. En este planeta viven más de 6.000 millones de personas con esperanzas, sueños, planes y proyectos muy parecidos a los nuestros, pero con las mismas necesidades de alimentación, vivienda, educación, asistencia médica, integración familiar, acceso laboral y adquisición del coche o la bicicleta de turno. ¿No es inevitable una cierta pérdida de individualidad en un mundo semejante? ¿Cuántos de los elementos de la llamada sociedad de masas son producto de la presión demográfica —del hecho de que tengamos que compartir el planeta con tantas otras personas— y cuántos proceden de la flagrante ineficacia de nuestras instituciones sociales? ¿No se está convirtiendo el individualismo por momentos en un
lujo
? Si pretendemos vivir en armonía en un mundo cada vez más poblado, la insistencia en el individualismo a cualquier precio no parece un buen punto de partida. Habría que empezar a distinguir entre los compromisos inevitables y los evitables.

*

Decir que debemos hacer las paces con las masas no quiere decir que debemos admirar rendidamente todos los elementos de la sociedad industrial. Es obvio que resulta tremendamente deprimente andar dando vueltas en coche rodeados de la misma arquitectura impasible, viendo las mismas marcas agotadoras de siempre y comiendo los mismos comistrajos de siempre en todos los pueblos y ciudades de Norteamérica. Este lamento es un lugar común desde hace un siglo. Sin embargo, es absurdo relacionar estos defectos de nuestra sociedad con todos los demás problemas sociales que vemos a nuestro alrededor, como la pobreza, la desigualdad, la alienación y la delincuencia.

Sin embargo, esto es precisamente lo que hace la teoría contracultural. Los capítulos precedentes demuestran que los teóricos de la contracultura tienen la costumbre de achacar los problemas sociales concretos, de una forma u otra, a una gigantesca tecnocracia conformista y represora. Por ejemplo, los ecologistas afrontan un problema concreto como la contaminación y lo atribuyen a una ignota estructura occidental (contrapuesta al imperfecto sistema de derechos de la propiedad). Los partidarios de la antiglobalización afrontan una cuestión como la homogeneización derivada del comercio mundial y se la endosan a un naciente «Imperio» capitalista, sin tener en cuenta que esta tendencia es inherente al comercio desde el comienzo de la historia. Los anticonsumistas afrontan el espectáculo terriblemente deprimente de la obsesión con las marcas comerciales y lo convierten en un requisito fundamental del sistema de producción en serie, en vez de explicarlo como la explotación comercial de un ansia generalizada de distinción.

Es fácil ver la pauta que surge del análisis contracultural. Todos los problemas sociales se imputan a algún elemento fundamental de la sociedad de masas, ya sea la producción industrial, los medios de comunicación, el dominio tecnológico de la naturaleza o incluso la represión y la necesidad de conformismo. Sin embargo, estas explicaciones, que son empíricamente falsas, lo que hacen es relacionar cada uno de estos problemas con alguna característica de la sociedad moderna que ninguno de nosotros se plantea cambiar. En otras palabras, se empeñan en convencernos de que el «sistema» es el gran culpable y la única solución es aniquilarlo por completo. Esto a su vez impide solucionar una cantidad considerable de problemas relativamente sencillos.

La gran ironía, por supuesto, es que estos planteamientos erróneos a menudo han llevado a los políticos de izquierdas a adoptar «soluciones» que han empeorado los problemas que pretendían resolver. Esto es especialmente evidente en la crítica contracultural del consumismo, que insiste en tratar la conducta del cliente como una especie de conformismo industrial, olvidando la importancia que tienen los bienes posicionales y el ansia de distinción en la sociedad capitalista. Por tanto, la solución propuesta —una rebeldía estilística individualizada— lo que hace es avivar el fuego al ofrecer una serie de bienes posicionales por los que deberán competir estos «consumidores rebeldes» de nuevo cuño. La lucha por destacar socialmente ha sido sustituida por la necesidad de ser
cool
, pero la estructura básica de la competición no se ve alterada.

Con mucha frecuencia, sin embargo, los rebeldes contraculturales se quedan a medio gas. Una gran parte de lo que se considera radical, revolucionario, subversivo o transgresor no lo es en absoluto. (En cada década surge una palabra nueva para explicar lo
alucinante
que es el último gesto revolucionario y lo tremendamente
subversivo
que es respecto al sistema.) Por otra parte, los teóricos culturales han perfeccionado el arte de producir cualquier elemento de la cultura popular en versión subversiva. Basta con ver diez minutos el canal MTV para comprobar lo absurda que es esta teoría. La llamada música urbana, concretamente, se ha convertido hoy en un puro culto a la desviación social. Sin embargo, este tipo de transgresión no supone una amenaza para el sistema. A la hora de la verdad, es un grupo de gente que reclama su derecho a divertirse.

En esto consiste el negocio de la contracultura. Es una estrategia de marketing que se ha usado no sólo para vender productos comerciales normales y corrientes, sino para vender un mito sobre el funcionamiento de nuestra cultura. Si queremos librarnos de su influencia debemos aceptar que el orden social consiste en un sistema de normas que, necesariamente, se imponen mediante la coacción. Naturalmente, las normas requieren una legitimidad y el sistema no funcionará sin la rotunda conformidad popular. Sin embargo, todo sistema de cooperación incita a determinadas minorías a desobedecer las normas, cosa que debe castigarse. Esto no es un acto de represión generalizado. Por lo tanto, oponerse a estas normas no constituye una disensión, sino una desviación social. Será divertido, pero no es lo más conveniente para sacar adelante una opción progresista mínimamente seria.

*

¿Qué significa exactamente hacer las paces con la sociedad de masas? La consecuencia más importante es que debemos aprender a vivir con lo que el filósofo político John Rawls denominaba «el hecho del pluralismo». Las sociedades modernas son tan inmensas, superpobladas y complejas que sería ridículo pretender que todos «bailen al mismo son». Nuestra sociedad fomenta la experimentación individual. Cada individuo debe hallar su camino y el modo de ser más feliz. Pero esto tiene consecuencias importantes. A la hora de responder a preguntas sobre «el significado de la vida» y demás, este sistema de libertad individual resulta más controvertido de lo que podría parecer.

En general, esto es positivo. Casi nadie quiere vivir en una sociedad que nos imponga una mentalidad, unos sentimientos, una profesión o unas aficiones. Sin embargo, la libertad individual implica aceptar el enfrentamiento de unos con otros en cuanto a los temas más importantes de la vida, como la importancia de la familia, la existencia de Dios o las bases de la ética. Debemos aprender a aceptar la discrepancia, no sólo una discrepancia superficial, sino una discrepancia profunda en cuanto a las cosas que más nos importan. Por otra parte, no podemos organizar nuestras instituciones sociales en torno a la idea del consenso general. Un gobierno debe tratar de igual modo a todos los ciudadanos y esto significa, en esencia, mantener una neutralidad en cuanto a los temas individuales más controvertidos.

Sin embargo, esto limitará enormemente los proyectos de sociedad utópica que puedan acometerse. Al revisar los modelos de sociedad utópica que surgieron en la década de 1960, salta a la vista que todos presuponían un nivel extraordinariamente alto de ideales y compromisos compartidos. Tomemos como ejemplo la novela
Ecotopia
, publicada en 1975 por Ernest Callenbach, que imagina un futuro (muy próximo) en que el norte de California, Oregón y Washington se han separado de Estados Unidos para crear una sociedad ecológicamente sostenible. Este malabarismo literario reconcilia su filosofía contracultural antiautoritaria con el deseo de crear un sistema ecológico sostenible. Pero ¿cómo se va a conseguir esto último sin un sistema de control generalizado?

La solución que ofrece Callenbach combina la utopía tecnológica con la cultural. Los habitantes de Ecotopia se trasladan en coches eléctricos y trenes elevados, todos hechos de plástico biodegradable. Estos milagrosos plásticos nuevos tienen «fecha de caducidad» y «se autodestruyen al cabo de un determinado periodo de tiempo o bajo ciertas condiciones». (Ecotopia no necesita tener leyes sobre la eliminación de residuos, porque todo lo que se tira a la basura es biodegradable.) Pero más importante que el voluntarismo tecnológico es la fantasmagoría cultural que permite imponer medidas completamente utópicas mediante un autocontrol derivado de la profunda transformación cultural. Por ejemplo, la población entera siente un repentino interés por el bienestar de las generaciones venideras. ¿Y qué sucede con los cristianos que esperan el día del Juicio Final? Si el mundo puede acabarse en cualquier momento, ¿qué más les da? Al autor esto no le plantea ningún problema. La religión cristiana desaparecerá pocos años después de la secesión de Ecotopia y será sustituida por un culto semipagano cuyo objeto de devoción son los árboles. De igual modo, cree que la población dejará de ver la televisión repentina y simultáneamente, y se dedicará a montar obras de teatro familiares o a reunirse para cantar canciones. La alimentación industrial se eliminará gracias a unas listas de «mal comportamiento» que circularán entre los clientes. Las listas en cuestión no serán un mecanismo legal, sino un «mecanismo de convicción moral». Las emitirán de modo totalmente descentralizado unos «grupos pertenecientes a las cooperativas de consumistas» con la correspondiente «asesoría científica».

Obviamente, ésta es la idea contracultural de la armonía espontánea. Los conflictos de acción colectiva desaparecen como por arte de magia gracias a una profunda transformación de la cultura. Lo que hace Callenbach es imaginar una situación en la que todos los habitantes de tres estados estadounidenses adoptan repentinamente los principios de la filosofía hippie. Huelga decir que esto elimina una gran parte de los problemas sociales. Sin embargo, como sistema político es un engaño, como lo es la utopía tecnológica. Por supuesto que el mundo será un lugar mejor si sustituimos todas las centrales de gas y carbón por instalaciones geotermales que produzcan cantidades milagrosas de energía limpia. Parece evidente que el mundo sería un sitio mejor si todos fuésemos a trabajar en bicicleta y nos negásemos a comprar alimentos industriales, pero lo cierto es que una cantidad enorme de personas no se plantea las consecuencias de sus actos sobre el medioambiente y no van a empezar a hacerlo de la noche a la mañana. Es absurdo esperar que vayan a desarrollar una repentina conciencia ecológica. Tampoco se puede minimizar el conflicto social que generaría la imposición de semejantes medidas.

*

Una de las consecuencias básicas del pluralismo es la inevitable economía de mercado. En el siglo anterior se hizo un desmesurado esfuerzo intelectual para intentar hallar una alternativa al libre mercado. Sin embargo, por muchos cálculos que se hagan, el resultado siempre es el mismo. Existen básicamente dos formas de organizar una economía moderna. Se puede implantar un sistema centralizado de producción burocrática (como el de la antigua Unión Soviética) o un sistema descentralizado en el que los productores coordinan sus esfuerzos mediante el intercambio comercial. Por desgracia, la primera posibilidad es incompatible con el pluralismo económico. El centralismo funciona muy bien en una organización militar cuyos miembros están dispuestos a aceptar asignaciones concretas de ropa, una alimentición racionada, una vida austera y una serie de tareas obligatorias. Pero en una sociedad cuyos individuos quieren poder elegir entre un amplio abanico de posibilidades, la necesidad de un mercado es inevitable.

Pensemos en un sencillo planteamiento de «qué le corresponde a quién». Vamos a suponer que un año, gracias a una afortunada combinación de lluvia y sol, los cultivadores de caucho obtienen una abundante cosecha, es decir, que habrá más caucho del habitual. ¿A quién le corresponde? Existen, literalmente, millones de maneras de emplear el caucho. ¿Se usará para hacer ruedas de bicicleta? ¿Pelotas de tenis? ¿Botas katiuskas? ¿Sistemas de antichoque? Lo más razonable sería destinar el caucho a la necesidad más urgente o perentoria. Es decir, debería utilizarse allí donde sea más provechoso. Por desgracia, en una sociedad plural no existe un modo de medir «el provecho». No hay un sistema para determinar si es más importante que una persona quiera arreglar la rueda de su bicicleta o que otra quiera cambiar la arandela del grifo de su lavabo. La única manera de enfocar el asunto es pedir a la persona en cuestión que valore la situación, es decir, que calcule lo que estaría dispuesta a dar a cambio del caucho. En otras palabras, esa persona debe decirnos cuánto estaría dispuesta a
pagar
por ello. (Si no se requiere ningún sacrificio, es casi seguro que la mercancía se desperdiciará al pedir los clientes cosas que realmente no necesitan. Basta con ver la diferencia psicológica entre comprar algo y apuntarlo en una cuenta o pagarlo en efectivo.)

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