Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (48 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Por lo tanto, el sistema de precios inherente al mercado parece una respuesta necesaria a la incapacidad que tiene la sociedad de juzgar cuáles son los proyectos más o menos importantes. (Obviamente, un procedimiento democrático no sería una solución. En caso de no existir un sistema de precios, el problema se convierte en algo demasiado complejo.) Como hemos visto, lo que una persona debe entregar a cambio de un bien o un servicio concreto debería medirse en función de las molestias que ese consumo produzca a terceros. Si yo insisto en desayunar huevos revueltos con tocino en vez de cereales, debo estar dispuesto a pagar más debido a que mi consumo exige un mayor esfuerzo no sólo al cocinero, sino al dueño de la granja de cerdos. Pero hay una manera sencilla de solucionar este asunto: organizar la transacción con un precio que resulte agradable tanto para el comprador como para el vendedor. Y esto es sencillamente un mecanismo de intercambio comercial.

Obviamente, debemos reconocer que algunas personas nacen con más ventajas que otras, por lo que están en una posición injustamente ventajosa a la hora de conseguir lo que quieren. Para ellos, pagar más representa un sacrificio menor. Sin embargo, conviene saber que criticar la distribución de la riqueza o de otras «ventajas» como la educación no es lo mismo que criticar el capitalismo, que tiene suficiente amplitud como para permitir una redistribución. De igual modo, se pueden criticar determinados fallos del mercado (como la contaminación, que determinadas personas producen sin pagar el coste que supone para la sociedad), o la estructura jerárquica de una empresa. Pero tenemos que saber distinguir entre este tipo de crítica y la crítica del mercado en sí. Lo que la mayoría de los críticos de izquierdas identifican como grandes males del capitalismo son de hecho un fallo del mercado, no una consecuencia de su buen funcionamiento.

Veamos un ejemplo. El tremendo aumento de sueldo de los directivos de empresa a lo largo de la última década, junto con los escándalos surgidos en las cúpulas corporativas de grandes compañías como Enron, Tyco y WorldCom no se debe al mecanismo rutinario de la economía de mercado. Los culpables son unos individuos que saben sacar partido a la debilidad estructural de determinados mercados (en este caso, perjudicando a los accionistas). Igualmente, la fortuna de Bill Gates no es producto de un mercado competitivo, sino del monopolio natural que Microsoft ejerce en el sector de los sistemas operativos informáticos (en este caso, perjudicando a los consumidores). Recomendar la abolición del capitalismo como solución para este tipo de abuso es como querer abolir el impuesto sobre la renta porque algunos millonarios no pagan a Hacienda. En ambos casos, lo que falla no es el sistema, sino las lagunas que contiene. La solución es acabar con las lagunas, no eliminar el sistema.

*

Nadie negará que vivimos en un mundo cada vez más «globalizado», pero a partir de ahí, nadie se pone de acuerdo. Existe un desacuerdo básico en cuanto a las razones de la globalización, los valores políticos y éticos subyacentes, y las consecuencias que pueda tener sobre la distribución. El debate mundial en torno a la globalización está inmerso en la ignorancia, la falta de información y las motivaciones ocultas. Además se han entremezclado los pegajosos tentáculos de las ideologías rancias (tanto de izquierdas como de derechas) y el enfrentamiento de los países desarrollados, subdesarrollados y en vías de desarrollo.

Sin embargo, en medio de todos estos requisitos y complicaciones hay un grupo que se ha declarado categóricamente opuesto a la globalización en todas sus formas. Se trata del batiburrillo de anarquistas, estudiantes, ecologistas y kamikazes culturales que componen la contracultura contemporánea global. Este movimiento antiglobalización tomó su actual forma a finales de la década de 1990, y su puesta de largo fue el hoy famoso boicot de la reunión de la Organización Mundial del Comercio en Seattle.

Su programa político se desarrolla claramente en el libro
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, de Naomi Klein.

Dos elementos del libro de Klein evidencian la estructura esencialmente contracultural de su forma de pensar: su crítica de las marcas comerciales y su rechazo de la política democrática representativa. En el contexto antiglobal, estas dos tramas se enlazan de la siguiente manera: durante la última década, las empresas multinacionales se han valido de las marcas comerciales para obtener una prosperidad, un poder y una influencia sin precedentes. Al confinar la producción en talleres ilegales de países tercermundistas que explotan a sus trabajadores, las grandes compañías ya no tienen que producir bienes reales ni servicios auténticos. Es decir, se han convertido casi exclusivamente en una imagen dedicada de lleno a construir el valor de su marca comercial. Por tanto, una gran parte del valor de estas empresas depende del valor de sus marcas.

El poder económico derivado del poder de su marca correspondiente proporciona a estas empresas una enorme influencia, que emplean para manipular a los países a su antojo. Los gobiernos políticamente débiles o ideológicamente complacientes se avienen a eliminar determinados aranceles y permiten a las empresas usar organizaciones como el Fondo Monetario Internacional y la OMC para aprobar leyes globales que atenazan a los gobiernos nacionales. En esta economía global altamente liberalizada y desregulada, los países acaban enzarzándose en una carrera hacia el abismo. Obligados a competir unos contra otros para fomentar el empleo y la inversión, acaban teniendo que reducir los impuestos, desregular los mercados y eliminar la protección medioambiental. La globalización dominada por la «mafia de la marca» nos reserva un mundo regido por las empresas, no los gobiernos, y en el que la máxima expresión de nuestros valores e identidades es el consumismo, no la ciudadanía.

Esta historia ya nos resulta familiar, y demuestra las conexiones que subyacen entre el anticonsumismo y la antiglobalización en general. Pero ¿cuánto es cierto de todo esto? ¿Las marcas comerciales sirven realmente para explicar el enorme poder de las compañías multinacionales? ¿Nos hemos convertido, como diría Klein, «en siervos dominados por unos "marcatenientes" de estilo feudal»? ¿Y ha sustituido el consumismo a la ciudadanía y la lealtad? Existen sobrados motivos para el escepticismo.

El problema más evidente de
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es que pese a su retórica sobre los males del consumismo y su arenga a favor de «una alternativa a la dictadura internacional de las marcas que sea más sensible con la ciudadanía», el libro ofrece muy pocas soluciones positivas. De hecho, una de las grandes ironías del movimiento antiglobalización en general es que, pese a su oposición al consumismo, reduce la ciudadanía a actos esencialmente consumistas. La razón de que
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haya tenido un éxito tan enorme es que sirve como manual de uso para el comprador rabiosamente moderno pero concienciado y contiene muchos consejos prácticos para que los consumidores intenten cambiar la conducta corporativa. El libro se basa en las campañas de concienciación corporativa, boicots al consumidor, protestas callejeras y bloqueo cultural, pero ignora por completo el papel que hacen los ciudadanos que trabajan a través del gobierno.

Por supuesto, Klein rechaza la clasificación de las campañas contra Shell y Nike como simples «boicots al consumo». Afirma que «es más adecuado describirlas como campañas políticas que emplean los bienes de consumo como metas accesibles, objetos dignos de una campaña de relaciones públicas y herramientas de una educación popular». Por lo tanto, los activistas se ven obligados a centrarse en la conducta de las empresas y a ejercer su poder como consumidores, precisamente porque los gobiernos ya no tienen poder y el poco que les queda está bajo el yugo de la mafia global de las marcas.

Como prueba, Klein nos indica que en muchos países los ciudadanos ya han intentado trabajar desde el gobierno para contrarrestar el daño producido por el neoconservadurismo de la década de 1980. Muchos países europeos eligieron gobiernos democráticos de izquierdas mientras los votantes de Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá reaccionaban contra los años de Thatcher-Reagan-Mulroney al elegir a Tony Blair, Bill Clinton y Jean Chrétien. ¡Y no sirvió de nada! Según Klein, estos gobiernos se doblegaban todavía más obsequiosamente a las necesidades de las compañías multinacionales, promoviendo aún más privatización, desregulación y libre comercio. Pero el público aprendió la lección: «¿De qué servía un Parlamento o un Congreso accesible y responsable si las empresas opacas estaban tomando una gran parte de las decisiones políticas en la trastienda?»

A pesar de ello, Klein dice estar dispuesta a dar una última oportunidad a la política normal y corriente. En el último capítulo de
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(titulado «Consumismo frente a ciudadanía»), parece admitir que el activismo no es suficientemente eficaz contra las marcas: «Las soluciones políticas —nacidas de las personas y defendidas por sus representantes electos— merecen una última oportunidad antes de tirar la toalla». No lo dice con convicción, sin embargo, y no aporta ningún dato sobre cuáles podrían ser las mencionadas soluciones políticas. De hecho, dedica el resto del capítulo a elogiar no la democracia parlamentaria, sino los boicots antiglobales de las cumbres del G7, la OMC y el APEC. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, es muy divertido, porque en estas manifestaciones «los actos alternativos contra la globalización toman las calles de día y las fiestas de "Reclaim the Streets" [Reclama las Calles] duran toda la noche».

Lo cierto es que el movimiento antiglobalizarión tiene un concepto de la política democrática fundamentalmente hostil hacia los organismos representativos nacionales e internacionales. Resulta conveniente atribuir esta hostilidad a un sano escepticismo («¡Los gobiernos nos han vendido!»), pero de hecho es tan antiguo como la contracultura de la que procede el movimiento antiglobal. Klein declara que su intención es ayudar a crear una modalidad de democracia «profunda» y descentralizada. Sin embargo, la política que se plantea consiste de hecho en una visión utópica de «democracia participativa» o «democracia de las bases» al estilo de los años sesenta. El pedigrí contracultural se ve en el profundo odio por la jerarquía, la burocracia y la tecnocracia que caracterizan a esta variante democrática. El objetivo de este sistema político es eliminar las barreras institucionales y los intereses creados que se interponen entre los ciudadanos y su participación activa. Pretende pasar de la representación a la deliberación, es decir, invertir la estructura política descendente de la democracia representativa y establecer el sistema decisorio ascendente de la democracia de las bases. Esto requiere una política radicalmente descentralizada, con el poder disgregado en las comunidades o municipios locales.

Ésta sería la organización política que piden los ecologistas cuyo lema es «Piensa globalmente, muévete localmente», que confían igualmente en sus virtudes. En el fondo, todos confían en el poder de la armonía espontánea y asumen que mientras cada comunidad local defienda sus propios intereses, se logrará automáticamente el bien común. Por otra parte, al reducir el abanico de responsabilidades políticas de la ciudadanía, la democracia participativa espera reducir considerablemente el nivel de conflicto y complejidad, y solucionar los problemas inherentes a una sociedad plural. Cuanto más local sea la política, menor será la población a la que afecta y menor la necesidad de acomodarse a mentalidades diferentes. Los partidarios de la democracia participativa incluso han empezado a defender la «política exterior local». Este sistema permite a pequeñas organizaciones (como las universidades, iglesias y municipios) implantar determinadas normativas que los gobiernos provinciales, estatales y federales ni se plantean. La universidad californiana de Berkeley fue (cómo no) una de las primeras en prohibir a las empresas con inversiones en Birmania la venta de sus bienes o servicios a los organismos municipales. Al cundir el ejemplo, las empresas con inversiones en Indonesia y Nigeria se han visto en la picota, y se han implantado leyes que exigen a las empresas con un contrato municipal pagar a sus empleados un sueldo razonable y una serie de ventajas.

A la hora de la verdad, esta utopía es la que aparece en el libro
Ecotopia
, de Callenbach. Si esta democracia profunda y descentralizada realmente funcionara, nos sobrarían los gobiernos. Pero los problemas políticos más serios a que nos enfrentamos son esencialmente conflictos de acción colectiva, y una democracia local descentralizada no puede solucionarlos, ya que frecuentemente los origina. El calentamiento global es un buen ejemplo. Ninguna compañía individual tiene interés en reducir la emisión de gases invernadero, porque los costes inherentes al calentamiento global repercuten en todos los habitantes del planeta. De igual modo, ningún país se ve incentivado para regular individualmente sus empresas productoras de energía, sin tener constancia de que el resto de los países vayan a hacer lo mismo. El calentamiento global sólo se solucionará con un acuerdo general que afecte a todas las empresas del mundo que produzcan gases invernadero. Lo que necesitamos no es una política exterior local, sino una
política doméstica global
que regule la emisión de gases invernadero.

En un momento dado, la antiglobalización se estanca en un círculo vicioso. Según sus detractores, ha debilitado a los gobiernos hasta tal punto que hoy son irrelevantes. No podemos exigir a nuestros gobiernos que traigan la paz, el orden y la justicia al planeta, porque es precisamente su impotencia la que hace necesario potenciar la política local. Sin embargo, estos activistas se niegan a participar en la política nacional y niegan la legitimidad de sus representantes elegidos democráticamente. Esta retirada de la política democrática debilita a los gobiernos aún más y les resta legitimidad a ojos de sectores importantes de la población. En otras palabras, la antiglobalización debilita el único instrumento capaz de enderezar la situación.

Para acabar con este círculo vicioso habría que acabar con el mito del gobierno débil. Los gobiernos (sobre todo los occidentales) no están en vías de desaparición ni son esbirros de las grandes multinacionales. Por otra parte, no se ha producido una «carrera al abismo» en cuanto a los impuestos, la normativa empresarial y la política medioambiental. De hecho, ha sucedido todo lo contrario. El porcentaje del PIB que constituye la recaudación fiscal del gobierno es más alto que nunca, y la tendencia es ascendente, no descendente. Tras los escándalos económicos de Enron, WorldCom y Parmalat, parece que va a implantarse un mayor control internacional de la política corporativa privada. Por último, no parece ser cierto que la presión de la competitividad global debilite la eficacia de la normativa medioambiental.

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