Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (39 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Pensemos en la siguiente descripción de la vida cotidiana en el «estado dorado» de California: «El dinero es el factor más importante y abre todas las puertas de California […]. La consecuencia es que [al californiano] le importa la propiedad privada por encima de todo. Cuando tiene un momento de ocio, piensa en el dinero; si está necesitado, lo invoca. Maquina constantemente para dar con la oportunidad de poner una demanda o eludir la justicia. En su empeño, no hay treta bochornosa o rastrera que se le resista».

Esto puede parecer un retrato bastante preciso del actual estilo de vida californiano. Sólo hay una pega: este fragmento está tomado de la obra del antropólogo Alfred Kroeber. Es una descripción de la cultura tradicional del pueblo yurok, una tribu de pescadores y cazadores que vivían en la zona baja del río Klamath y en la costa septentrional que da a la costa del Pacífico. Mucho antes de entrar en contacto con los europeos, los yurok «tenían una cultura con una visión igual de comercial que cualquier sociedad industrial moderna». Se asignaba un precio a todas y cada una de las posesiones de un hombre, incluidos su mujer y sus hijos. No existía ninguna ley penal, sólo regulaciones comerciales. «Cada lesión, privilegio, agravio o transgresión se calcula y compensa adecuadamente». No existía ninguna religión pública, ninguna ceremonia sagrada; todos los acontecimientos públicos estaban concebidos como un despliegue de riqueza conspicua.

Si nos sorprende la existencia de una mentalidad tan abiertamente comercial entre los pueblos nativos americanos, es porque la mayoría de nosotros consideramos estas culturas primitivas como un invento contracultural. La población aborigen americana no era ni más ni menos bondadosa que la del resto del mundo. Las tribus estaban muy dispersas y era poco común la interacción pacífica entre tribus. Por eso no existía una cultura unificada. Algunas de las tribus eran bastante sosegadas; otras eran increíblemente sanguinarias. Tener esclavos era corriente y las guerras eran muy frecuentes. En muchos casos, los invasores europeos se aprovechaban de los nativos. Otras veces, como en el caso de los conquistadores españoles y el pueblo azteca, casi se podría decir que eran dos bandos que se merecían uno al otro.

La innovación que aportó la contracultura fue la sugerencia de que todas estas culturas estaban hilvanadas entre sí. Según esta teoría, los pueblos aborígenes disfrutaban de una profunda relación con la naturaleza, cosa que los europeos no habían sabido conservar. Como prueba de la intensa conexión espiritual se señalaban varios de los elementos propios de las religiones animistas precolombinas. Sería esta fe —y no el subdesarrollo tecnológico— lo que habría permitido a los pueblos nativos vivir en paz con la naturaleza durante tanto tiempo.

De estas teorías surgió la noción de que los pueblos aborígenes adoraban a la «madre tierra». Esta sugerencia tuvo un éxito inmediato en el ámbito contracultural. Los motivos eran obvios: un exotismo que evocaba la figura de la mujer ancestral enarbolada por el naciente feminismo cultural y una mentalidad ecológica que parecía diametralmente opuesta a los valores occidentales del dominio y la explotación de la naturaleza. Tuvo su importancia el discurso titulado «Esta Tierra es un tesoro», que dio en 1855 el jefe Seattle, de la tribu suquamish, enfrentándose a los europeos en los siguientes términos:

¿Cómo podéis comprar y vender el cielo o el calor de la tierra? La idea nos resulta extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del brillo del agua, ¿cómo podemos comprarlos? Cada rincón de este paisaje es sagrado para mi pueblo […]. Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington nos hace saber que quiere comprar la tierra, se dirige a muchos de nosotros […] La tierra no pertenece al hombre. El hombre pertenece a la tierra. Esto lo sabemos. Todas las cosas están unidas entre sí como la sangre que une a una familia. Cuando el último piel roja se haya extinguido de esta tierra y su memoria sea sólo la sombra de una nube que avanza sobre la pradera, estas costas y estos bosques custodiarán el espíritu de mis gentes.

Este discurso se transcribió, circuló y fue muy citado. Incluso se publicó en un calendario del club Sierra. El único problema es que son palabras que jamás dijo el jefe Seattle. Las escribió en 1972 Ted Perry, un hombre blanco nacido en Tejas, para un documental ecológico de la Convención Baptista Sureña.

La historia se parece a un fraude anterior cometido en Canadá por un inglés llamado Archie Belaney, que vivió y escribió con el seudónimo de «Búho Gris». Muchos consideran su obra, creada en torno a la década de 1930, como la base del conservacionismo moderno: «Pegado al Canadá moderno está el último campo de batalla del amargo y prolongado enfrentamiento entre la civilización y las fuerzas de la naturaleza. Son tierras de sombras y senderos ocultos, ríos perdidos y lagos desconocidos, donde criaturas de patas suaves avanzan silenciosas sobre el suelo alfombrado de moho y hay una quietud intensa, absoluta y envolvente».

Sin embargo, en este enfrentamiento entre la civilización y la naturaleza, no resulta tan obvio que los nativos deban estar en el bando «natural». Desde luego, no está demostrado que tuvieran ningún compromiso ancestral con la santidad de la madre tierra. El concepto no está atestiguado en los vestigios históricos, lingüísticos ni culturales de las culturas cree y ojibway, las dos tribus más importantes de Canadá. Tampoco aparece en la cultura inuit ni dene, ni en la región de los «pies negros», que ocuparon una gran parte de las actuales Alberta y Montana. Así que ¿de dónde procede la idea de la Madre Tierra?

De la contracultura, cómo no. Concretamente, del movimiento «Whole Earth», que surgió en California y se extendió desde allí.

Lo de «madre tierra» es un nombre relacionado con la hipótesis de Gaya, propuesta por el científico británico James Lovelock en 1969, de que nuestro planeta y sus criaturas constituyen un sistema único y autorregulado que es, de hecho, un enorme ser vivo. Por otra parte, es un concepto profundamente occidental: en la mitología griega, la diosa Gaya es la personificación femenina de la tierra.

Desde el primer momento, la «tierra madre» ha sido una simple proyección de la filosofía contracultural sobre los pueblos aborígenes. Irónicamente, muchas de estas ideas han sido adoptadas posteriormente por las culturas nativas, con lo que han pasado a ser un elemento central de la naciente identidad panindia. Esto es en gran parte un subproducto de la urbanización y de la religión genérica que nació en las conferencias ecuménicas indias celebradas a principios de la década de 1970. Por desgracia, estas ideas siguen ejerciendo una influencia considerable sobre un amplio abanico de izquierdistas. En los últimos años, la Unión de Funcionarios Canadienses ha pagado una campaña publicitaria donde hace pública su solidaridad con las Primeras Gentes de Canadá. El anuncio muestra una pluma superpuesta a un gráfico de una tortuga de aspecto supuestamente aborigen y el texto correspondiente dice: «Aceptamos la diversidad para asegurarnos la armonía de unos con otros y con la madre tierra».

Mientras tanto, los activistas medioambientales siguen convencidos de que deberíamos acudir a los aborígenes para aprender a tratar mejor nuestro planeta. Una noción muy frecuente es que los cazadores de las tribus de la región de las Praderas aprovechaban el cuerpo del búfalo entero, mientras que los europeos los mataban sólo para quitarles la lengua. Esta historia no sólo ignora la importancia que tuvo la población aborigen en la matanza indiscriminada de la especie del búfalo, sino que ignora una enorme cantidad de pruebas arqueológicas sobre las costumbres cazadoras de los nativos antes de la llegada de los europeos. En concreto, las frecuentes «carreras de búfalos» —consistentes en despeñar una manada entera por un acantilado— sugieren que la actitud de los nativos no era muy distinta de la europea. La gran diferencia era que no tenían la suficiente tecnología como para hacer disminuir significativamente el tamaño de las manadas.

Pero no importa. La idea de la «madre tierra» ha servido para convertir a los nativos norteamericanos en la raza no blanca (frente a los negros y asiáticos) preferida de la contracultura. También han resultado útiles los paralelismos semióticos entre los «pieles rojas» y el vietcong «rojo». Como señala Philip Deloria en su artículo «Los indios contraculturales y la New Age», las técnicas de guerrilla que practicaban los vietnamitas parecían tener reminiscencias de las «emboscadas y ataques de Nube Roja, Jerónimo y demás; al menos, tal como se recordaban e imaginaban en las grandes películas del oeste». Dados estos paralelismos, la «movida nativa» parecía la forma perfecta de rechazar el imperialismo norteamericano pasado y presente.

Mientras los pueblos aborígenes norteamericanos se enfrentan a la asimilación en su intento de integrarse en la cultura dominante a su manera, la semiología popular alternativa emplea ampliamente muchos de sus signos y símbolos. Las cintas en el pelo, las pipas de la paz, las plumas de águila, los tótems y los cazadores de sueños forman parte de esa eterna rebeldía más relacionada con la moda individual que con una verdadera necesidad de justicia social.

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Para definir la vida moderna, los rebeldes contraculturales a menudo usan la palabra «artificial». Al alienarnos unos de otros y de las actividades que deberían conformar la existencia social, nos vemos obligados a buscar lo auténtico en otros lugares. La introspección es la base del movimiento de Simplicidad Voluntaria, pero muchos de sus miembros opinan que quedarse en casa no basta para rechazar la modernidad. Quieren «mirar hacia dentro desde fuera». Por eso una gran parte del turismo actual gira en torno a la búsqueda de la autenticidad.

Pero ¿qué significa exactamente la «autenticidad»? El concepto lo popularizó en 1972 Lionel Trilling. Según este autor, la autenticidad era un concepto absolutamente moderno creado para confrontar los efectos alienantes de la tecnocracia. La noción había surgido en el campo de la conservación museística para definir los objetos que son lo que parecen ser y, por tanto, merecen la admiración o veneración del público. Una de las virtudes básicas de la autenticidad es su carencia de industrialización. Lo auténtico se hace a mano, con componentes naturales y por motivos tradicionales, es decir, no comerciales. La masificación de la vida moderna es necesariamente artificial y alienante, de modo que la autenticidad sería una virtud de la vida premoderna.

La autenticidad sería algo así como la amalgama del individuo con la sociedad de tal modo que obtenga una sensación de plenitud o certeza. El ideal auténtico aparece en
Hamlet
, en el consejo que da Polonio a su hijo Laertes cuando éste se encamina hacia Francia: «Y, por encima de todo, sé fiel a ti mismo». Esta exigencia de ser fieles a nosotros mismos, de situar el desarrollo personal por encima de todo lo demás, es el principio ético fundamental de la vida moderna. Y como toda la estructura del capitalismo consumista está dedicada a inculcarnos necesidades artificiales o falsas y a reprimirnos nuestra verdadera identidad, tenemos que hacer un esfuerzo por hallar lo auténtico a través de relaciones que sean menos modernas, burocráticas y represoras, es decir, más puras, primitivas o naturales. Y aquí volvemos a toparnos con el exotismo.

Por lo tanto, viajar sería «auténtico» sencillamente porque nos pone en contacto con lo «diferente» (y cuanto más diferente sea un sitio, mejor). Al convertir el hecho de viajar en una cruzada para encontrar la autenticidad a través de la diferencia, el turismo se convierte en otro foco apto para el consumismo competitivo. Al igual que sucede con lo
cool
, la «auténtica experiencia de viajar» es un bien posicional. Nos aporta eso que Pierre Bourdieu llama un «acervo cultural» y cuyo valor disminuye conforme aumenta su popularidad. La existencia de otros viajeros deteriora esa distinción que constituye el atractivo principal de un viaje, ya que nos recuerda que hoy en día nada está tan lejos. No hay nada como un buen puñado de paisanos occidentales para acabar con el exotismo de un viaje de golpe y porrazo.

Esto lo reconocerá cualquiera que haya sentido la frustración de ver a una horda de excursionistas con teléfonos móviles, radios y neveras llenas de cerveza entrando «en contacto con la naturaleza». Esto es lo que promueve las quejas anuales sobre el monte Everest convertido en una autopista pateada por los muy jóvenes, los muy viejos, los discapacitados o la vecina oficinista de turno. El Everest ya no tiene nada de especial. Hay gente hasta en las cumbres más remotas de los sitios más extraños, como el monte Vinson del polo antartico.

Esta competitividad para descubrir buenos destinos turísticos —llamémosle «desplazamiento competitivo»— tiene exactamente la misma estructura que el consumismo
cool
. La diferencia es que en este caso el producto prestigioso que se busca no es «lo más rompedor», sino lo más exótico. Pero la pauta de funcionamiento es similar: empieza con un primer contacto experimental entre los sabuesos de lo exótico y los habitantes de una zona aún desconocida. Estos recién llegados no sólo aceptan sino que acogen con los brazos abiertos la falta de comodidades modernas y las barreras lingüísticas y culturales. Conforme los lugareños se van adaptando a la presencia de los recién llegados, aprenden a proporcionar una infraestructura apta para traer más turistas: hoteles, bares, cafeterías, sistemas de comunicación, etcétera. Ya medida que van llegando más visitantes a la zona, ésta se vuelve más turística, menos exótica y atractiva para sus primeros descubridores que, hartos, se marcharán en busca de tierras desconocidas. La población local será a estas alturas menos exótica, pero estará totalmente preparada para satisfacer las exigencias del turismo global. Gracias a su inagotable tesón como trotamundos en pos de «lo más exótico todavía», los rebeldes contraculturales han sido durante décadas las «tropas de asalto» del turismo masivo.

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Todo turista mínimamente concienciado acabará por presenciar algo espeluznante o se sentirá tan culpable de explotar a los lugareños que se planteará el sentido de su viaje. Para mí, ese momento llegó en China, en la ciudad de Pekín, en el casco antiguo. Estaba en un barrio famoso por sus
hutong
, es decir, las callejuelas y vericuetos que rodean la Ciudad Prohibida, a través de un amasijo de casas y patios que tradicionalmente variaban de forma y tamaño según el rango social de sus habitantes. Al desplomarse el régimen feudal e instaurarse la República Popular, las condiciones de vida en el casco antiguo empeoraron, porque las casas unifamiliares tuvieron que dar cobijo a grandes cantidades de personas.

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