Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
Uno de los bulos más flagrantes que soltaron los profetas de la Nueva Economía durante los primeros años de la revolución informática fue la noción de que la tecnología había convertido la geografía en irrelevante. Conforme avanzase la comunicación cibernética, se produciría un éxodo masivo desde las ciudades superpobladas hacia las tranquilas casas de campo desde donde los profesionales desempeñarían una labor fundamental para la economía virtual. Los culpables de difundir esta patraña —autores como Esther Dyson, George Gilder y Kevin Kelly— no debieron plantearse el correspondiente sistema de valores de estos profesionales tan campestres. Obviamente, la distinción les importaría exactamente igual que a la oligarquía burguesa tradicional. Por ejemplo, hoy en día el lugar de residencia es aún más importante que antes. Como argumenta Florida de modo convincente, dado el creciente poder de la clase creativa estadounidense, que vive concentrada en un pequeño número de «ciudades
cool»
, el país ha empezado a organizarse en torno a este esquema funcional, con la diferencia de que hoy el principio jerárquico se basa en lo
cool
, no en el rango social.
Hasta cierto punto, este fenómeno no es nuevo. En ciudades como Nueva York, Londres y París siempre han existido las comunidades bohemias, pero, como afirma Florida, la diferenciación social sigue estando a la orden del día, incluso más que antes. Un código postal nos dice mucho más sobre los hábitos de consumo de una persona que su árbol genealógico. Otra diferencia importante es que antes cada ciudad tenía su élite burguesa —empresarios, jueces, banqueros, catedráticos, médicos y demás— relacionada con el resto de la oligarquía nacional. Ahora los miembros del sector creativo están abandonando determinadas zonas y concentrándose en un número reducido de núcleos urbanos.
Sin embargo, conviene tener presente que esta criba social se retroalimenta, así que tendrá un poder económico cada vez mayor. Esto se debe a que la clase creativa —frente a la complacencia aristocrática de las antiguas élites— tiene un espíritu indudablemente capitalista.
Dada la actitud claramente rebelde e individualista de los miembros de esta nueva clase, esto puede parecer sorprendente. Pero así es como Brooks caracteriza la contraposición de burgueses y bohemios: «Los burgueses valoraban el materialismo, el orden, la regularidad, la tradición, la sensatez, la autodisciplina y la productividad. Los bohemios buscaban la creatividad, la rebeldía, la novedad, la capacidad de expresión, la generosidad espiritual y la experimentación», Y ahora, hagámonos la siguiente pregunta: ¿Cuál de ambas refleja mejor la mentalidad del capitalismo contemporáneo?
Quienes hayan optado por la primera pensarán que el capitalismo requiere conformismo para funcionar adecuadamente. Pero no es así. De hecho, sucede exactamente todo lo contrario. El capitalismo se nutre de lo que Joseph Schumpeter llamó la «eterna tempestad de la destrucción creativa», es decir, una naturaleza cambiante estructurada en ciclos sucesivos de «generación y experimentación». El sistema produce un flujo de innovación constante: productos nuevos, métodos de producción y transporte nuevos, mercados nuevos, formas de organización nuevas, etcétera. El proceso es una revolución constante cuyas estructuras económicas se van quedando obsoletas y deben sustituirse por otras. Según Schumpeter, «el capitalismo consiste en esto y hay que tenerlo en cuenta al tomar cualquier decisión dentro del sistema». La función de los empresarios es dar salida a estos productos y procedimientos revolucionarios. Para ello pueden comercializar inventos nuevos o emplear las tecnologías ya existentes de una forma original.
Esto es dar un rodeo para decir que el sistema de valores bohemio —es decir, basado en lo
cool
— es la savia del capitalismo. El individuo
cool se
considera un radical, un subversivo que se niega a aceptar la manera habitual de hacer las cosas. Y esto es precisamente lo que mantiene encendida la llama del capitalismo. Es cierto que la verdadera creatividad es completamente rebelde y subversiva, ya que trastoca las pautas habituales de la vida y el pensamiento. Lo trastoca todo
excepto el propio capitalismo
. Por tanto, el proceso que Thomas Frank describe como «la conquista de lo
cool»
al final no es tal conquista. «La contracultura», nos dice Frank, «puede explicarse mejor como una etapa más del desarrollo de la mentalidad burguesa estadounidense, un acto interesante del melodrama del consumismo individual en el siglo XX».
*
Los enemigos del consumismo han sabido ver el nexo entre el capitalismo y lo
cool
. Pero la idea les inquieta lo suficiente como para plantearse que sea un error. En general, reaccionan con el argumento de que el estilo
cool
comercializado a gran escala es una versión fraudulenta, industrial y edulcorada que el público compra engañado, creyendo que se trata de algo genuino.
Esta postura tiene varias modalidades. En
No Logo
, Naomi Klein critica a los publicistas por empeorar la situación; en la era de la comercialización global de lo
cool
, «las desgarradoras dudas del adolescente medio se han convertido en la pregunta del millón» para el empresario medio. Sin embargo, numerosos críticos del consumismo, sobre todo los que se centran en el poder subversivo de la contracultura, afirman que las empresas no sólo nos explotan vendiéndonos productos
cool
, sino que nos provocan el deseo de poseer los productos en cuestión. Somos sistemáticamente engañados, manipulados, programados como entes consumistas, embaucados para comprar productos que de otro modo no querríamos jamás.
Kalle Lasn nos da quizá el argumento más sencillo y honesto al comparar la situación con
El mensajero del miedo
. En esta película, un prisionero de guerra estadounidense vuelve de Corea víctima de un lavado de cerebro que le ha convertido en un agente «durmiente» del bando enemigo. Es una máquina programada para matar al presidente en cuanto reciba la orden convenida. En opinión de Lasn, vivimos en lo que podría denominarse la época del «consumidor mensajero». La publicidad nos implanta una serie de deseos en el subconsciente y nos convierte en robots programados para comprar.
Aparte de su escasa verosimilitud como descripción de la auténtica conducta consumista, lo interesante de esta teoría es el increíble poder que adjudica a los directores comerciales y publicistas, sobre todo a los encargados de potenciar las marcas estadounidenses e internacionales. Si Naomi Klein nos considera víctimas de la Mafia de la Marca, según Lasn los malos son los Implantadores de la Marca Preprogramada.
El primero que difundió la idea de que la publicidad emplea sutiles técnicas psicológicas para crear la necesidad de consumir determinados productos fue Packard en su libro
Las formas ocultas de la propaganda
, publicado en 1957. En la contracubierta de la edición de bolsillo aparecía este inquietante texto: «Este libro deja al descubierto a todo un ejército de profesores de psicología convertidos en publicistas. Aprende cómo funcionan, cuánto saben sobre ti y tus vecinos y cómo usan esos datos para venderte postres precocinados, tabaco, jabón y hasta ideas».
No hay duda de que la publicidad es una gigantesca institución de seducción pública. El presupuesto total que Estados Unidos emplea en publicidad es de 200.000 millones de dólares al año. Desde la radio y la televisión hasta las vallas publicitarias, pasando por Internet y la prensa, la publicidad es omnipresente. Nos llega por el teléfono móvil y el correo electrónico, y algunas empresas hasta escriben anuncios en el cielo. Se calcula que el ciudadano medio está expuesto a una cifra de entre 700 y 3.000 anuncios diarios, y lo sorprendente sería que esto no tuviera ningún efecto sobre nuestra conciencia.
Pero obviando el aluvión de críticas que reciben los publicistas y lo preocupante que resulta la idea de que seamos «consumidores mensajeros», queda una importante pregunta por responder: ¿Es verdad que los publicistas pueden moldear las necesidades del consumidor? ¿La publicidad funciona? Sorprendentemente, nadie lo sabe bien del todo. Lo cierto es que la publicidad no es tan poderosa como parece y tampoco está demostrado que consiga enviar mensajes concretos a nuestro subconsciente.
Vayamos por partes. En cuanto a la idea de que cada uno de nosotros ve cientos o miles de anuncios al día, ¿qué significa «ver»? ¿Cuántos de esos anuncios asimilamos realmente? Porque un ciudadano que acude a su trabajo en un medio de transporte público debe ver a miles de personas al día. Pero ¿cuántos rostros se le quedan realmente grabados? ¿Cuántos consigue recordar una hora después, o al día siguiente? La mente humana tiene un mecanismo de filtrado tremendamente eficaz, que constantemente criba las impresiones importantes de las que no lo son. El sistema nervioso procesa una fracción mínima de los millones de datos con que nos bombardean en cada momento, y sólo un puñado alcanza nuestra conciencia activa. La publicidad no constituye ninguna excepción. Dado que la mayoría de los consumidores no acude al mercado para adquirir productos que haya visto anunciados, parece lógico que apenas una cuarta parte de los encuestados recuerde alguno de los anuncios que vieron en la televisión el día anterior.
En cualquier caso, no se ha logrado demostrar que la publicidad consiga incrementar las ventas de determinados productos, y los fabricantes apenas se molestan en comprobar la eficacia de sus campañas publicitarias. De hecho, los estudios más fiables no demuestran que las ventas vayan detrás de los anuncios, sino todo lo contrario: tras obtener unas buenas cifras de ventas se suele hacer una buena campaña de publicidad. Es decir, al aumentar los beneficios, se incrementa el presupuesto dedicado a la publicidad. Y al descender los beneficios, se recorta el presupuesto publicitario. Esto no parece indicativo de que efectivamente se puedan manipular las necesidades de los consumidores.
Un elevado número de publicistas admite que su verdadero objetivo no es fomentar nuevas necesidades ni aumentar las ventas totales de su clase de producto, sino alejar a los consumidores de la oferta de la competencia. La publicidad se convierte así en una batalla por hacerse con la llamada «cuota de mercado», sobre todo en los sectores donde se está produciendo una disminución de la demanda global. El ejemplo más obvio de esto es la industria cervecera. No es ninguna casualidad que se trate del sector con el presupuesto publicitario más elevado de todos, ya que el consumo de cerveza está en constante descenso en Estados Unidos desde la década de 1980.
Los numerosos casos de altas cifras de ventas conseguidas sin un apoyo comercial parecen demostrar que la relación entre publicidad y beneficios no es tan obvia. Las marcas Hershey's, Starbucks, The Body Shop y Subway se han implantado firmemente en el mercado con muy poco apoyo publicitario. Varias de estas empresas están haciendo ahora grandes campañas internacionales, pero no tienen como objetivo incrementar las ventas, sino defender su cuota de mercado frente a la competencia. En
No Logo
, Klein se queja de que The Body Shop y Starbucks hayan conseguido crear unas marcas comerciales tan poderosas sin usar publicidad. En su opinión, esto demuestra lo nefastas que son las prácticas de la «mafia de las marcas». Pero no parece darse cuenta de que su propia teoría pone en solfa la tesis del «consumidor mensajero».
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Dicho todo esto, la publicidad no es inocua, y probablemente influya en nuestra mentalidad y nuestros hábitos de consumo. Sin embargo, tiene menos que ver con el lavado de cerebro que con la seducción. Así como una buena técnica de seducción se basa en la idea de una relación sexual, la publicidad se basa en necesidades y deseos que ya existen. No se puede seducir a una persona a la que no le interese el sexo, y no se puede vender un blanqueador dental a una persona que no dé importancia a su aspecto físico.
En cuanto a publicidad se refiere, los deseos que nos hacen vulnerables son los relacionados con el consumo competitivo. Los publicistas se parecen a los fabricantes de armas: no son ellos los que fomentan la guerra entre ambos bandos, pero no les asusta la idea de vender su mercancía por partida doble. Y del mismo modo que los fabricantes de armas pueden empeorar la situación al suministrar pertrechos que aviven el conflicto y aumenten el número de muertos, los publicistas pueden exacerbar los efectos del consumo competitivo entre los compradores. Pero antes de meter en el mismo saco la publicidad y las armas de destrucción masiva, conviene determinar las condiciones idóneas para que la publicidad funcione y los métodos más útiles para mitigar sus efectos.
Un libro que trata el asunto de la publicidad con enorme sensatez es
Advertising, The Uneasy Persuasion
[33]
, del sociólogo Michael Schudson. Este autor da en el clavo al sugerir que deberíamos considerar la publicidad como una de las «instituciones de concienciación» entre las que están el gobierno, el sistema educativo, la prensa, la televisión, el cine, las ONG, las asociaciones de padres y los organismos sociales. Plantearse la influencia de la publicidad sobre nuestras creencias y valores es plantearse la influencia de cualquier medio cultural. Por tanto, la pregunta que deberíamos hacernos no es simplemente «¿La publicidad funciona?», sino «¿En qué circunstancias es más probable que funcione?»
En cualquier caso, no se produce ni consume en un compartimento estanco; y su eficacia dependerá en gran medida de los demás medios de información que empleen los consumidores. Éstos son, entre otros:
• el conocimiento previo del producto (o productos similares)
• la información adicional sobre el producto (extraída de periódicos, revistas, etcétera)
• el boca a boca (de compañeros, padres y socios)
• las organizaciones de defensa del ciudadano (asociaciones de interés público y atención al consumidor)
• los cauces habituales de información y cultura (familia, colegios, etcétera)
Estas fuentes de información generan en el consumidor medio un escepticismo generalizado en cuanto a la publicidad, los medios de información y las instituciones de concienciación. Todas las formas de publicidad menos las que aportan información sobre las características y precios del producto son esencialmente ejercicios de mala fe, ya que establecen apriorismos que tanto el fabricante como el consumidor reconocen como falsos. Es decir, ambos bandos tienen una conducta abiertamente cínica. El público lleva muchas generaciones sin creerse los eslóganes publicitarios. En la década de 1960 se llegó a pensar que la «nueva generación» era tan escéptica y difícil de engañar que las viejas tretas publicitarias ya no servían de nada. Lo mismo se ha ido repitiendo respecto a las siguientes generaciones, siempre con el mismo asombro, como si se tratase de un verdadero descubrimiento.