Regreso al Norte (30 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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El siguiente juego consistía en cabalgar con rapidez hacia nabos clavados en palos y partirlos con la espada. Ninguno de los mozos tuvo tiempo de partir ni la mitad de su hilera de nabos antes de que Arn terminara. Ni siquiera golpeaba, se limitaba a cabalgar y pasaba extendiendo su larga y fina espada como una ala mientras los nabos caían partidos por la mitad, y un nabo no había llegado siquiera a tocar el suelo cuando Arn ya había partido el siguiente. El monje, que fue el último, intentó cabalgar del mismo modo, pero su espada prestada quedó enganchada en el tercer nabo, con lo cual se decidió también este juego.

Para quien hubiese vencido en este juego era casi imposible ganar el siguiente, pues se trataba de una carrera. Si se vencía al primero, al segundo y al tercero, no era fácil forzar al caballo a lograr la máxima velocidad compitiendo contra caballos frescos y descansados.

Parecía que Arn Magnusson lo había comprendido. Las primeras veces cabalgó de forma que parecía que iba lento, aunque siempre justo delante. Tal vez habría sido mejor intentarlo primero con el monje, pues éste montaba uno de sus propios caballos extranjeros. En lugar de eso dejó al monje para el final.

Ahora cabalgaron ambos a plena velocidad como habían hecho al competir en los juegos de saco de piel y corte de nabos, pero la yegua descansada venció con facilidad al caballo de Arn Magnusson.

Sólo quedaba entonces el juego más noble, el tiro con arco. Nadie había oído jamás de monjes que supiesen tirar con arco, pero nadie tampoco se había imaginado que los monjes pudiesen cabalgar como este cisterciense, y aún menos manejar el palo y la espada como había hecho él.

Tal vez el monje y Arn hubiesen decidido entre ellos cómo terminarían los juegos, pues lo que ahora sucedió fue muy emocionante. En el mismo momento en que el monje tiró a modo de prueba de la cuerda del arco que su amigo Arn le entregó, se pudo ver con claridad que no era la primera vez que tenía esa arma entre las manos.

El tiro con arco se hacía de manera que los dos tiradores iban disparando una flecha cada uno desde una distancia de cincuenta pasos a unas balas de paja adornadas con una negra cabeza de grifo. Cuando colocaron los blancos se oyeron muchas risas y murmullos entre los asistentes ante el atrevimiento de elegir el estandarte de los Sverker como blanco. No era demasiado noble burlarse de esa manera del enemigo derrotado.

Sin esforzarse al parecer en exceso, el monje derrotó primero a Sture Jönsson, y luego a Torgils y a Folke Jönsson. Tuvo que esforzarse un poco más para vencer al príncipe Erik, y cuando llegó el turno de Magnus Månesköld se notaba que el monje tenía que esforzarse al máximo en cada uno de los tiros, ya que los dos lo hacían casi igual de bien.

Ambos tiradores siguieron dando una y otra vez en el blanco en la cabeza del grifo hasta la novena flecha. Entonces la flecha de Magnus Månesköld quedó justo en el límite de la cabeza del grifo, mientras que el monje clavó la suya en pleno blanco. Magnus acertó de nuevo con su décima flecha en el centro del blanco. Todo dependía ahora de la última flecha del monje.

Entonces el hermano Guilbert se volvió y le dijo algo a Arn Magnusson que, sin embargo, le respondió tajantemente, negando con la cabeza, tras lo cual el hermano Guilbert clavó su última flecha en el centro del blanco y, por una sola flecha, derrotó al mejor tirador de todo Götaland Oriental. Pues en Götaland Occidental había ahora al menos uno que era mejor.

Con el tiro con arco pasaba lo contrario que con la carrera a caballo. Era una desventaja permanecer quieto hasta el final y una ventaja ir disparando contra rivales más fáciles hasta que llegase el momento decisivo. Y el hermano Guilbert había tenido que echarles sólo un vistazo a los mozos para ver quiénes eran los más o menos hábiles para poder seleccionarlos en el orden adecuado.

—Ahora, mi joven aprendiz, ya no puedes ganar con la fuerza de tus pulmones y la firmeza de tus piernas a tu maestro —dijo, contento, el hermano Guilbert, tensando para fastidiar la cuerda de su arco unas cuantas veces cuando Arn se acercó.

—No, eso es cierto —concedió Arn—. Si realmente quisiésemos ver si el maestro sigue siendo mejor que su aprendiz, preferiría poder hacerlo a solas. ¿Pero quién de nosotros quiere ganar ahora?

—Tu hijo Magnus se ha llevado una gran decepción al perder, lo he notado, aunque lo ha ocultado caballerosamente —expuso el hermano Guilbert—, ¿Pero qué sería ahora lo mejor? ¿Ver a su padre derrotado por el mismo monje o ver a su padre como vencedor aunque haya practicado toda su vida para vencerte, o para vencer a tu sombra? Realmente es muy bueno.

—Sí, ya lo he visto —dijo Arn, pensativo—. Verdaderamente bueno, piensa en lo que habría llegado a ser si te hubiera tenido a ti como profesor. Sin embargo, no puedo decir quién de los dos de nosotros sería preferible que ganase, cuál de los dos vencedores le costaría más aceptar a Magnus.

—Yo tampoco —repuso el hermano Guilbert santiguándose en señal de que dejaba esa difícil cuestión a los poderes superiores.

Arn asintió con la cabeza a modo de confirmación, se santiguó también él y colocó la primera flecha sobre la cuerda del arco. Su flecha se clavó un poco por debajo de la cabeza del grifo, lo que tampoco era de extrañar, pues se trataba de su primer disparo, que iría demasiado alto o demasiado bajo hasta que supiese cómo se comportaba el arco.

Por eso el hermano Guilbert le llevó ventaja hasta la séptima flecha, pues ambos fueron acertando en pleno blanco, donde se fueron abarrotando las flechas. El hermano Guilbert disparó su flecha demasiado alto, pero no tan alto como bajo había disparado Arn su primera flecha.

Se había hecho un completo silencio arriba en los muros y los otros mozos competidores se habían ido acercando cada vez más de forma inconsciente, de modo que ahora formaban una media luna justo detrás de los dos arqueros.

Octava flecha, igual para ambos, pleno blanco. Novena flecha, igual para ambos, pleno blanco.

Arn disparó su décima flecha, que rompió las plumas de otras dos flechas, pero aun así se hizo un hueco en el centro. Ahora todo dependía de la última flecha del hermano Guilbert.

Se tomó su tiempo para apuntar y lo único que se oía en Arnäs era el aleteo de una bandada de vencejos que pasaban por ahí. Pero se arrepintió y bajó el arco, respiró profundamente unas cuantas veces antes de volver a alzarlo de nuevo y tensar la cuerda hacia la mejilla. También esta vez pasó mucho rato apuntando.

Su flecha quedó demasiado alta, pues tiró con demasiada fuerza. Por tanto, Arn era el campeón de ese torneo de mozos que ninguno de los presentes olvidaría jamás, pero que tampoco olvidarían aquellos que no estuvieron allí, pues oirían contarlo tantas veces que con los años llegarían a pensar que ellos mismos lo vieron con sus propios ojos.

Eskil bajó de inmediato junto a los mozos con la señora Erika Joarsdotter a su lado. Ella llevaba dos coronas relucientes, una de oro y otra de plata. Se detuvieron el uno junto al otro y todos los jóvenes se dispusieron ante ellos en formación de cuña, cerca del foso, para que los invitados pudiesen ver y oír todo lo que iba a suceder.

—Esta velada ha empezado muy bien —dijo Eskil en voz alta—. Habéis traído un gran honor a mi casa, pues un torneo de mozos como el que hemos presenciado en el día de hoy no se ha celebrado jamás y nunca volverá a celebrarse. La corona del campeón es de oro, pues no es posible lograr una victoria más distinguida que ésta. No soy tacaño, aunque soy cuidadoso con el dinero. Especialmente me alegra que sea mi hermano el campeón cuando tantas otras cosas han erosionado su honra y su nombre. También me alegra que de esta manera el oro siga en esta casa. ¡Acercaos, señor Arn!

Magnus Månesköld y el joven Torgils empujaron al reluctante Arn hacia adelante, hizo una reverencia ante Eskil y fue coronado con la corona dorada por Erika Joarsdotter y luego no supo qué hacer, de modo que Magnus tuvo que inclinarse y tirarle de la túnica, algo que produjo una gran diversión entre los espectadores de los muros.

A continuación, Erika Joarsdotter alzó la corona hacia el hermano Guilbert, porque no era necesario contar con exactitud los nabos para saber quién había sido el segundo mejor después del ganador.

El hermano Guilbert protestó y se negó con algo que parecía timidez sacerdotal hasta que explicó que, según sus votos de monje, no podía poseer nada, y darle a él la plata sería como dársela al monasterio de Varnhem.

Eskil frunció el ceño y estuvo de acuerdo en que podía ser inútil dar un premio de mozo a un monasterio al que ya se le había donado más que suficiente. Siguió un rato de irresolución cuando Erika bajó la corona de plata y miró a Eskil, que se encogió de hombros.

Sin embargo, fue el hermano Guilbert quien halló la inesperada solución. Con cuidado, tomó la corona de plata de las manos de Erika, se dirigió a las cestas del príncipe Erik y de Magnus Månesköld y contó los nabos. Pronto estuvo de vuelta y se acercó a Magnus.

—Tú, Magnus Månesköld, eres el mejor arquero que he visto en esta tierra, después de tu padre, claro está —dijo con solemnidad—. Después de mí, que no cuento porque unas reglas divinas lo impiden, has sido el mejor. ¡Vamos, joven, agacha la cabeza!

Sonrojado pero también orgulloso y alentado por sus amigos, Magnus obedeció. Y así fue como padre e hijo emprendieron aquella noche la celebración de la cerveza de la despedida de soltero con una corona de oro y otra corona de plata.

En ese momento empezaba la fiesta propia de los mozos. Celebrarían la velada a solas, en el pabellón enramado, tal como prescribía la costumbre. Eskil y Erika Joarsdotter regresaron al castillo con sus invitados anhelantes, mientras los jóvenes se dirigían a su sala de fiestas al aire libre. Unos mozos de cuadra se encargaron de sus caballos y varios sirvientes llegaron corriendo con sus mantos, ropa seca, carne y cerveza.

Al quedarse solos empezaron a hablar los siete a la vez, pues tenían mucho que intentar comprender, lo más difícil de todo era que un viejo monje pudiese derrotar a jóvenes combatientes nórdicos en sus propios juegos de armas.

Arn explicó que no se trataba de un monje cualquiera, que el hermano Guilbert había sido templario al igual que él y que, por el contrario, habría sido una gran deshonra si dos templarios no hubiesen sido capaces de poner a unos fanfarrones nórdicos en su sitio.

Armaban mucho alboroto y estaban de muy buen humor incluso antes de que hubiese llegado su cerveza. Todos estaban satisfechos a su manera.

Magnus Månesköld estaba satisfecho a pesar de haber llegado a esos juegos con la firme voluntad de ganar. Pero los únicos que le habían vencido eran dos de los templarios del Señor, y todo el mundo había visto en el día de hoy con sus propios ojos que todo lo que se contaba de estos sagrados guerreros de Dios era cierto. Pero Magnus había vencido a sus amigos.

El príncipe Erik también estaba contento porque sabía que tenía que tener un día de suerte para poder
derrotar a
Magnus Månesköld, y al menos no había quedado delante de él ninguno de los otros amigos.

Torgils estaba satisfecho porque, a pesar de ser el más joven de todos, había evitado quedar el último, y Sture Jönsson estaba contento a pesar de que había quedado el último, pues era uno de los que no eran templarios y, sin embargo, había ganado un juego, el de las hachas.

Arn estaba satisfecho porque era el vencedor, aunque se sentía casi avergonzado de reconocerlo. Pero puesto que estaba claro que tenía que luchar para ganarse el respeto de su hijo, eso representaba un buen paso en esa dirección.

Posiblemente, el hermano Guilbert era el más satisfecho de todos, pues había demostrado que, incluso siendo un hombre viejo, era capaz de ir casi al compás de un hermano guerrero y que Dios había resuelto el tiro con arco de la mejor manera, de forma que él y Arn evitaran tener que amañar el resultado.

Unos mozos tan animados a celebrar la despedida de soltero le saldrían caros a Eskil en términos de cerveza y a muchos de ellos en dolor de cabeza al día siguiente. La noche entera era suya.

Pronto hubo comida y cerveza en aquellas cantidades que el hermano Guilbert y Arn habían temido. Pero por orden de Arn también se había servido una pequeña cuba de vino libanés que había llevado consigo, y había dos vasos para los únicos dos que preferirían vino a la cerveza de Lübeck.

Durante la primera hora y hasta que la borrachera empezó a trastocar sus cabezas, hablaron sobre todo de los diferentes sucesos en los juegos y pronto alguno osó comentar en broma que los templarios no sabían arrojar ni el hacha ni la lanza.

El hermano Guilbert explicó de buena gana que tirar la lanza no era el primer interés de un templario, sino más bien el último. Y por lo que se refería al hacha, estaba dispuesto a enfrentarse a cada uno de los mozos a caballo con una hacha en la mano. Pero sin arrojarla. Y acto seguido miró con tanta severidad y crueldad a su alrededor que hizo que los jóvenes se echaran de un impulso hacia atrás hasta que él estalló en carcajadas.

Sin embargo, el palo sobre tronco era un ejercicio excelente. Era la base para todo, rapidez, desplazamiento, equilibrio y muchos moratones como recordatorio de que la defensa era tan importante como el ataque. Por consiguiente, eso había sido lo primero que una vez el hermano Guilbert enseñó al pequeño Arn.

Arn alzó su copa de vino y corroboró de inmediato que así fue cuando él de muy joven llegó a Varnhem. Que a partir de entonces había recibido palizas por parte del hermano Guilbert todos los días durante doce años, añadió con un fuerte suspiro y agachando la cabeza, de modo que todos se echaron a reír.

Conforme empezaba la meona cervecera, los jóvenes iban entrando y saliendo sin parar, mientras que Arn y el hermano Guilbert permanecieron tranquilos en sus sitios. De este modo aparecía un joven nuevo al lado de los mayores en cuanto la plaza quedaba libre, y mientras los jóvenes fueron capaces de conversar, tanto el hermano Guilbert como Arn tuvieron la oportunidad de hablar con todos ellos.

Cuando Magnus Månesköld fue y se sentó al lado de Arn, la noche ya había avanzado más de lo que Arn había esperado. Era como si entre los dos se interpusiese una timidez que les exigía bastante cerveza y vino para ser superada.

Magnus empezó disculpándose por haber juzgado mal a su padre en dos ocasiones, pero añadió que había aprendido mucho con estos errores.

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