Authors: Jan Guillou
Con el resto de los pesados de Forsvik, Arn cabalgó lentamente hacia el centro de la batalla, con la lanza levantada ante sí, con la cabeza y el escudo de Sverker ensartados. Se detuvo a cierta distancia de las luchas y esperó hasta que los primeros gritos de victoria u horror empezaron a extenderse hacia él. La batalla cesó de inmediato.
En el silencio y la quietud en los que estaba sumergido el campo de batalla, Harald Øysteinsson y sus arqueros noruegos pudieron acercarse con cautela, al igual que todos los ballesteros de la parte de los Folkung que aún no habían tenido oportunidad de demostrar su valía. La caballería ligera de los Folkung, que al parecer había tenido pocas pérdidas, se formó con celeridad en nuevos grupos de combate, de cuatro o cinco hombres, o en escuadrones.
Si la batalla continuaba ahora, sería tan sangrienta como la vez anterior.
Entonces el rey Erik bajó de su colina, rodeado por jinetes de Forsvik, y se dirigió hacia el centro del campo de batalla. Allí declaró en voz alta que indultaría a todos los que se rindieran.
Sólo tardaron unas horas en ponerse de acuerdo. Unos parientes de Sverker que habían sido encontrados en su juego de banderas y aún estaban con vida obtuvieron un salvoconducto real para llevar su cadáver al monasterio de Alvastra y enterrarlo en la iglesia donde yacían los de su linaje. Las tropas danesas tuvieron permiso para quedarse a enterrar a sus muertos antes de regresar a casa. El caluroso mes de julio estaba tocando a su fin y había que apresurarse con esos menesteres.
La victoria era grande pero muy costosa. Los Folkung que no habían podido dominarse y habían atacado antes de tiempo estaban casi todos muertos y uno de cada dos había caído bajo las flechas disparadas por su propio bando. Muchos Folkung murieron en Gestilren, entre ellos Magnus Månesköld y el canciller Folke. Sólo la mitad de los svear que acudieron a la batalla pudieron regresar a casa.
Pero el reino del rey Erik estaba salvado por siempre jamás y él decidió que la insignia del nuevo reino serían las coronas de Erik y el león Folkung por los siglos de los siglos.
El convento de Vreta estaba construido en lo alto de una colina en la llanura de Götaland Oriental y tenía vistas hacia todos los puntos cardinales. Todo el mundo en el convento sabía que la guerra se decidiría uno de esos días, la abadesa Cecilia, que era la hermana del rey Sverker, las monjas, las hermanas legas, las familiares y los veinte soldados de Sverker que habían sido enviados para protegerlas. Más de uno de los habitantes del convento había buscado alguna excusa para subir al campanario o a algún muro para observar a través de los campos abiertos en los que el grano maduro se mecía al viento hasta donde abarcaba la vista. La más interesada de todas era Helena Sverkersdotter, y fue ella quien primero los divisó.
En la lejanía se aproximaba un grupo de jinetes con los mantos azules ondeando al viento como velas tras de sí. Eran dieciséis hombres y cabalgaban más de prisa de lo normal, a pesar de que al parecer llegaban de lejos, puesto que los parajes de Vreta, en realidad, no eran de los Folkung.
Los veinte soldados de los Sverker hicieron lo que habían jurado: montaron armados hasta los dientes hacia los dieciséis Folkung y fueron abatidos hasta el último hombre.
Cuando terminó la breve lucha, los Folkung se acercaron a paso lento hasta el convento, en el que todas las puertas estaban cerradas, y muchos ojos temerosos los contemplaban desde los muros.
Una puerta lateral se abrió y la doncella Helena salió corriendo hacia el primero de los Folkung, cuyo caballo estaba un poco adelantado. El caballero Sune sangraba por varias heridas, ya que llegaba directamente desde Gestilren. Pero no sentía ningún dolor.
Cuando tropezando y sin aliento llegaba a él la doncella Helena, el caballero Sune le ofreció su gran manto azul para cubrirse.
La levantó y la sentó en la silla delante de él y así se marcharon todos los Folkung, sin mucha prisa, ya que largo era el camino hasta Algaras, la fortaleza del caballero Sune.
Allí le dio cuatro hijas y la canción sobre Sune y Helena, y el rapto del convento en Vreta vivió así para siempre.
La herida de Arn Magnusson en el costado, ocasionada por una lanza desconocida, lo llevó a una muerte lenta. Si los doctos en medicina, sus amigos Ibrahim y Yussuf, aún hubiesen permanecido en Forsvik, adonde lo llevaron, tal vez habría sobrevivido.
Moría lentamente y Cecilia permaneció junto a él los días y las noches que tardó en morir, y Alde pasó casi tanto tiempo como ella a su lado.
Lo que más le hacía sufrir de la muerte no eran los dolores, puesto que había sufrido peores en heridas anteriores. Lo que le apenaba era pensar en todos los días de paz y tranquilidad que le habrían esperado, cuando podría haber estado sentado bajo el manzano de Cecilia y entre sus rosas blancas y rojas, los dos cogidos de la mano y viendo cómo Alde encontraba la felicidad de la forma que ella decidiese.
No se le asignaría a ningún hijo de procurador de Svealand si ella no lo quería; en eso estaban de acuerdo su madre y su padre sin tener que mencionarlo siquiera, dado que ambos eran personas poco comunes que creían profundamente en el amor.
Cuando Birger Magnusson llegó para despedirse de su abuelo y maestro en todo, desde la guerra hasta el poder, y con los ojos llorosos por haber perdido tanto a su padre como a su abuelo en tan poco tiempo, hablaron más del futuro que de la pena. Arn hizo prometer a Birger que no conduciría el país desde un lugar tan solitario como Näs, sino que construiría una ciudad donde el lago Mälaren desembocaba en el Báltico. Porque lo que más necesitaba era el apoyo de los svear, y si no se podía hacer de otro modo, habría que llamar
Svea rige
, «reino de los svear», al nuevo reino.
Puesto que aún hablaba el nórdico más como un danés que como un hombre godo, por la pronunciación de Arn a los oídos de Birger Magnusson sonaba como si hubiese dicho
Sverige
[1]
Birger juró que intentaría cumplir en todo la voluntad de su abuelo, y en su lecho de muerte Arn le entregó su espada y le contó el secreto que la rodeaba, explicándole el significado de las señales desconocidas.
Un millar de hombres acompañaron al venerado mariscal hasta su tumba en la iglesia de Varnhem. Uno solo de ellos tenía el derecho de llevar la espada dentro de la iglesia durante la misa funeraria, puesto que su espada estaba bendecida y era una espada de un caballero del Temple. Ése hombre era el joven Birger Magnusson.
En la iglesia del monasterio de Varnhem, Birger juró ante Dios que viviría como le había enseñado su estimado abuelo, que construiría la nueva ciudad y que denominaría al reino de los tres países con una única palabra: Sverige.
La historia lo conoce con el nombre de Birger Jarl, fundador de Estocolmo.
* * *
[1]
En sueco, el nombre de Suecia. (
N. de los t.
)