Regreso al Norte (65 page)

Read Regreso al Norte Online

Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Arn tenía más tiempo que nunca para los dos jóvenes. Su hermano Gure cuidaba de todo lo que concernía a los talleres y a la construcción, Cecilia se ocupaba del comercio naval y los jóvenes caballeros y los mandos practicaban espada, lanza y equitación con nuevos jovencitos Folkung. Arn tenía más tiempo para sí mismo o al menos una idea de cómo dedicarse más a asuntos que había desatendido durante demasiado tiempo. Entre ellos estaban tanto su propia hija Alde como Birger, el sobrino de ella.

No dudaba de que el hermano Joseph les hubiese enseñado bien los dos idiomas más importantes, el latín y el franco, porque si quería podía conversar con ellos en cualquiera de esos idiomas tan bien como en el suyo propio. También estaba seguro de que el hermano Joseph había instruido perfectamente a Alde y a Birger sobre filosofía y lógica, gramática y las Sagradas Escrituras.

Pero había cosas de las que un cisterciense no tenía conocimientos, por muy docto y temeroso de Dios que fuese, lo que no estaba escrito en los textos sabios y que sólo podía aprenderse en el campo de batalla o en los consejos del rey y con los hombres más poderosos de la Iglesia. No existía una palabra para esta ciencia, pero Arn la llamaba la ciencia sobre el poder. Comenzó a dar sus propias
lectionis
sobre ese tema con Alde y Birger.

Según Arn, lo más importante de aprender acerca de la ciencia sobre el poder era comprender que éste podía ser bueno o malo por igual y que solamente un ojo bien entrenado podía distinguir cuándo era bueno y cuándo no lo era. El poder podía pudrirse o marchitarse como las rosas que ahora crecían en grandes cantidades y que rodeaban su casa. Las manos delicadas de Cecilia cuidaban esas rosas estimadas de Varnhem tanto con las tijeras como con el agua.

Y no era difícil comprender lo que era el agua de la vida, era la palabra de Dios, la fe pura y desinteresada que podía hacer que el poder siguiese creciendo como bueno.

La fuerza era poder, naturalmente, muchos caballeros armados significaban fuerza y con ello poder. Pero el temeroso de Dios debía usar correctamente esa fuerza, porque como decía san Pablo en su carta a los romanos: «Los que somos fuertes en la fe debemos aceptar como nuestras las debilidades de los que son menos fuertes, en vez de buscar lo que a nosotros mismos nos agrada. Todos debemos agradar a nuestro prójimo, y hacer las cosas para su bien y para que pueda crecer en la fe.»

Esas palabras de Dios eran ciertamente como el agua de la vida y en Forsvik intentaban vivir y construir basándose en ellas.

Lo más difícil de entender era que un exceso del agua clara de la fe podía ofuscar las mentes de las personas, tal y como había sucedido en Tierra Santa. Sin embargo, había que intentar ver hacia dónde apuntaba esa locura de la fe antes de que fuese demasiado tarde. Y eso sólo podía hacerse con la razón. Ningún sombrero de obispo era más grande que la razón.

Si Arn hubiese dicho algo semejante durante su tiempo como caballero de la orden de los caballeros del Temple de Dios y de la Santa Virgen, le habrían arrancado el manto de inmediato y lo habrían condenado a una penitencia muy larga, eso lo admitía, puesto que para muchos de los vigilantes más altos de la fe no existe distinción entre la fe y la razón, ya que la fe lo es todo, grande e indivisible, y la razón sólo es vanidad y egoísmo del individuo. Pero Dios debió de desear que los hombres, Sus hijos, aprendiesen algo grande e importante de la pérdida de Su Sepulcro y de Tierra Santa. ¿Cuál sería si no el significado de ese castigo tan duro?

Y lo que uno aprendía era que la conciencia era como un freno del poder. El poder sin conciencia estaba condenado a sucumbir al mal.

Pero el poder también podía ser mezquino y cotidianamente monótono, como la labor del agricultor en la tierra. En algunas ocasiones, Arn se llevó a Alde y a Birger a los encuentros del consejo en Näs, donde estuvieron sentados, callados como ratoncitos detrás de él y de Eskil, que ya había retomado su sitio en el consejo. Todo lo que allí vieron y oyeron lo comentaron luego durante días en Forsvik. El poder también era saber aunar distintas voluntades, una cualidad importante, especialmente para un rey. Solía ocurrir que el rey Erik se encontraba con que los señores seglares del consejo tenían un punto de vista totalmente distinto acerca del manejo del reino que el de los obispos, quienes se interesaban poco por la construcción de las fortalezas, los costes de la nueva caballería o por los aranceles de los daneses. Les interesaba mucho más hablar de oro y plata para la Iglesia, o tal vez sobre nuevas cruzadas a los países del este, saqueados sin cesar por los cruzados. El poder del rey entonces no era hablar con voz fuerte y golpear con el puño en la mesa con la cara enrojecida; era tratar de convencer con halagos a todos los consejeros, tanto seculares como eclesiásticos, a unirse en las decisiones que tal vez no convencían del todo, pero que tampoco defraudaban a nadie. Lo que el rey Erik mostraba, cuando de esa manera casi siempre se salía con la suya, pero nunca causando desavenencias en el consejo, era otra cara del poder, aquel en el que el difunto Birger Brosa había sido el más poderoso de los Folkung.

Otra cara del poder era en la que Eskil, el tío de Alde y el hermano del abuelo de Birger, se mostraba como el más fuerte. En el comercio entre los diferentes países y las corrientes de riqueza que ese comercio hacía fluir, ahí había un poder tan fuerte como el de la espada.

La fe pura dirigida por la conciencia, la espada y el oro eran, por tanto, los tres pilares en los que se apoyaba el poder. Muchos hombres se sentían llamados a servir uno de esos tres lados de la tríada del poder, pero pocos dominaban los tres. Sin embargo, los reyes debían poseer grandes conocimientos acerca de todo lo referente a esa tríada, o de lo contrario serían destronados como el rey Sverker.

Cecilia no estaba del todo segura de que ese tipo de conversación fuese lo que más necesitaba su hija, y en su fuero interno pensaba que constituiría un peligro grande que en un lugar como Forsvik una joven fuese educada como un hombre. La manera de montar a caballo no podía calificarse como los cuidados de la mano de una dulce doncella, aunque le hubiesen regalado una de las más dóciles potras árabes en su duodécimo cumpleaños. No habían podido mantenerla alejada de los caballos por más tiempo.

Cecilia era una buena amazona, por lo que había intentado mantener alejados a Arn y a los jóvenes soldados de las prácticas de equitación, y ella misma montaba con su hija. Pero no podía estar en todas partes al mismo tiempo y la contabilidad tomaba su tiempo todos los días y pronto vio cómo Alde hacía carreras a caballo con Birger y con otros jóvenes. No valía la pena preocuparse ni quejarse por ello.

En la primera montería del otoño, cuando cayeron las primeras nieves, Alde era una entre los jinetes a la espera, mientras todos los jinetes de Forsvik se fueron a la batida rodeando la presa y formando una ancha herradura. Ya en el segundo año, Alde mató a su primer verraco jabalí.

Cecilia era de la opinión de que de todos modos había llegado el tiempo de la siega de la vida. Su cabello y el de Arn ya eran canosos y ambos se encontraban más cerca de la muerte que del nacimiento. Sin embargo, era maravilloso vivir cuando todo les iba tan bien y no se divisaba ningún peligro, ni siquiera a lo lejos, donde se encontraban el cielo y la tierra.

Incluso recordaría la última Misa del Gallo antes de la guerra como un tiempo de paz y confianza.

Habían tomado la cerveza de Navidad en Arnäs, en la gran sala de piedras calentada por los fuegos, y la vida les parecía mejor que nunca. En la Misa del Gallo, Arn pudo mostrar sin vergüenza su orgullo por lo que había mandado construir incluso con su propia imagen en piedra encima de la puerta de la iglesia entregándole las llaves a Dios. Después de la victoria en Lena, desde la cual los obispos eran más accesibles, varios de ellos le habían asegurado a Arn que una imagen así no era ni pecado ni altivez. Al contrario, serviría de ejemplo para todo el mundo. Porque, ¿qué obra sería mejor que ésta, costear una iglesia tan hermosa y dedicada a Su Sepulcro, tan grata a los ojos del Señor?

El sepulcro estaba al final de la nave central, en medio de la iglesia, delante del altar, y estaba decorado con la mejor obra del maestro Marcellus. La última Misa del Gallo antes de la guerra, Arn y Cecilia entonaron solos los cánticos de la misa, ella en la voz del soprano y él en la segunda. Tal vez sus voces no eran tan nítidas como antes, pero en la opinión de todos los presentes, cuando escucharon su canto, pensaron que tenían ante sí a los ángeles del Señor.

Los daneses llegaron en pleno verano de 1210, dos años y medio de paz después de la victoria en Lena. Sverker Karlsson estaba firmemente decidido a reconquistar su corona y, por desgracia, había logrado convencer al rey Valdemar
el Victorioso
de que le entregase un nuevo ejército casi tan grande como el que había sido exterminado durante la guerra invernal.

Al primer aviso de la llegada del enemigo al reino, Arn se lanzó hacia el sur desde Forsvik con tres escuadrones de jinetes ligeros para informarse mientras enviaban convocatorias de auxilio tanto a Svealand como a Noruega.

Esta vez no sería tan fácil, Arn lo comprendió ya durante el segundo día, cuando él y sus jinetes cabalgaron a lo largo del ejército danés. Y al llegar a la mitad, donde iban Sverker y su obispo Valerius, su corazón se congeló con tanto horror como no había sentido desde su primer año en Tierra Santa. Alrededor de Sverker cabalgaban casi cien hombres con trajes y escudos de los caballeros sanjuanistas: camisolas bermejas con cruces blancas.

No era fácil comprender por qué motivo los sanjuanistas se habían unido a Sverker Karlsson o al rey Valdemar
el Victorioso
, pero una cosa sí estaba clara: cien caballeros sanjuanistas eran casi igual que cien caballeros templarios, huestes que hasta el mismísimo Saladino habría temido. No existía fuerza alguna en el Norte que pudiese combatir semejante ejército.

Cada sanjuanista sería, al igual que un templario, como diez daneses o cinco hombres de Forsvik. Cuando finalmente Arn se hubo reconciliado con la idea de que esta vez tendrían que luchar contra los mejores caballeros del mundo, lo que más le sorprendió fue el hecho de que no montasen a la cabeza como era habitual en ellos. Siempre había sido así en Tierra Santa: los sanjuanistas llevaban la delantera y los templarios vigilaban la retaguardia, puesto que eran los dos sitios más vulnerables de un ejército. Pero aquí los sanjuanistas cabalgaban en medio y dejaban a la merced de ataques de jinetes ligeros tanto las vituallas en la retaguardia como a los daneses en la cabeza. Arn suponía que los daneses habían decidido que lo más importante en esa guerra sería proteger la vida de Sverker Karlsson y que preferirían tener pérdidas en la vanguardia o en la retaguardia a jugarse la vida del pretendiente al trono.

Esta vez las tropas se dirigieron hacia Falkóping, como si pensasen volver a Lena para vengar la derrota anterior. Dado que era pleno verano y aún no era tiempo para la siega, no era trigo sino carne y animales de tiro lo que el enemigo podría saquear para su propio sustento. Y aunque las tropas danesas estaban poco protegidas en la retaguardia, donde iban los boyeros con los carros repletos, no sería inteligente atacar por ahí hasta que el enemigo hubiese pasado Falkóping.

Cosa más importante sería regresar y advertir a los habitantes de Falkóping, intentar que ocultasen los bueyes y el ganado que, de otra forma, no harían más que caer en las fauces de los daneses. Tardaron dos días en conseguir eso, y cuando las tropas danesas entraron en Falkóping no quedaba nada de lo que el enemigo hubiese querido llevarse.

Arn se mostraba más cauto que nunca en el mando y durante casi una semana no hizo otra cosa que ir y venir a lo largo de la larga serpiente de infantes y jinetes enemigos. Estaba esperando refuerzos tanto de Bengt Elinsson como de Sune Folkesson y cuando llegaron traían no sólo más jinetes ligeros, sino también un escuadrón de pesados. Entonces ya no podía permitirse esperar durante más tiempo.

Junto con los caballeros Bengt y Sune, y sin discusión, había acordado cómo se perpetraría el primer ataque. Debía ser en el lugar adecuado para poder realizarse a toda velocidad. Los de Forsvik tardaron algunos días más en encontrar una colina alta con bosque de fronda ralo por el que las tropas danesas tendrían que abrirse paso. Allí formaron y esperaron.

A esas alturas, los daneses ya se habían acostumbrado a ver a lo lejos jinetes ligeros azules que al parecer no se atrevían a entrar en combate, por lo que el primer ataque les cayó de improviso y los sorprendió por su enorme peso. De repente, tres escuadrones de jinetes ligeros bajaron de un hayal en estampida hacia la cabeza de las tropas danesas. Al llegar más cerca se esparcieron en una fila larga y se acercaron y dispararon cada uno su ballesta; atrás dejaron un tumulto de caballos relinchando y hombres rugiendo de dolor. Si tuviesen la ocasión, apuntarían a las piernas del enemigo. Si acertaban, el enemigo tendría un caballero menos y un herido a quien arrastrar. Si fallasen, al menos matarían un caballo.

Cuando hubieron pasado los últimos jinetes ligeros de Forsvik, los pesados entraron desde el flanco con tanta velocidad que los propios apenas tuvieron tiempo de ponerse a salvo antes de que el escuadrón de caballeros con lanzas en ristre reventara las filas delanteras de las ya malheridas tropas danesas. Los de Forsvik desaparecieron tan rápidamente como habían atacado y dejaron más de cien enemigos muertos o malheridos.

Durante dos días consecutivos realizaron aproximadamente el mismo asalto. Cuando los daneses adelantaron entonces la infantería con escudos y arcos para proteger a la vanguardia, ya no ocurrió nada más allí. En cambio, los de Forsvik atacaron contra la parte trasera del ejército, mataron a casi todos los animales de tiro e incendiaron gran parte de los víveres antes de ponerse rápidamente a salvo de los caballeros cruzados con la cruz blanca sobre el fondo rojo que acudieron al rescate. Arn había dado órdenes estrictas de evitar toda lucha contra esos caballeros.

Cuando los daneses hubieron mejorado su protección con infantería y arqueros tanto delante como detrás, el asalto llegó a un tercio desde la delantera, donde la mayoría de los soldados de a pie caminaban juntos y muy apretados. Arn llevó a los jinetes pesados atravesando las tropas danesas y dejando un ancho pasillo de caídos y heridos tras de sí, en el que entraron los ligeros de Forsvik espadas en ristre.

Other books

Child of Promise by Kathleen Morgan
For the Win by Rochelle Allison, Angel Lawson
Losing Ladd by Dianne Venetta
Brave New World by Aldous Huxley
The City Under the Skin by Geoff Nicholson
Kick by C.D. Reiss