Regreso al Norte (34 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Quiso acabar con esa desavenencia antes de que se divulgase entre los comensales el rumor sobre los francos que se negaban a comer carne de cerdo. Sólo había una manera inmediata de ganar el respeto y la obediencia de los sarracenos. Les habló sonriendo, como si leyese cualquier verso en un idioma extranjero, pero lo hizo en el idioma de su Dios.

—En el nombre de Dios misericordioso —empezó, y la conversación cesó de inmediato—, ¡Escuchad el primer verso del sura Al Maidah! «¡Creyentes! ¡Completad vuestros deberes según los acuerdos celebrados! La comida que os es permitida es la carne de todos los animales herbívoros.» ¿O por qué no las palabras de Dios del sura Al Anam? «Comed de todo sobre lo que se ha pronunciado el nombre de Dios, si creéis en su mensaje. ¿Por qué no ibais a comer de lo que ha sido bendecido por el Señor después de saber lo que ha prohibido, si no fuese en una situación de necesidad? Mucha gente hace errar a otros por lo que ellos, en su ignorancia, creen correcto o incorrecto. Tu Señor sabe mejor quiénes infringen Sus mandamientos.»

Arn no tuvo que hablar más, tampoco hubo necesidad de explicar lo obvio de esas palabras. Les sonrió, asintiendo con la cabeza para sí mismo, como si hubiese pronunciado unos versos mundanales para divertir a sus amigos y constructores de Tierra Santa. Volvió a su asiento con tranquilidad y el manto más hermoso de todos los mantos Folkung del país cosechó entonces más atención que el asunto de la lectura de versos del novio.

Durante el resto de la noche no se oyó ni una protesta más desde la mesa de los sarracenos.

Conforme el rey Knut iba emborrachándose, abandonó todo el dulce parloteo y desechó el asunto que le ocupaba la mente. Primero opinó que era de suma importancia que Arn hiciese las paces con Birger Brosa, su tío. Después mencionó que el próximo festín nupcial debería ser entre los Folkung, cuando Magnus Månesköld, el hijo de Arn, se metiera en el lecho nupcial con la hija de los Sverker, Ingrid Ylva, y cuanto antes mejor. Arn se atragantó de inmediato con el vino.

Cuando hubo recobrado el habla dijo:

—Aún no nos han tapado con la colcha nupcial a Cecilia y a mí y ya estás preparando la próxima boda. ¿Qué es lo que estás tramando?

—El vil arzobispo que allí ves quiere poner a un Sverker, más concretamente, a Sverker Karlsson de próximo rey del país —respondió Knut bajando la voz aunque nadie podía oírlos a causa del alboroto festivo.

—Primero, el poder está con los Erik y los Folkung —replicó Arn—, Y segundo, no entiendo cómo aplacaríamos al arzobispo casando a mi hijo con la hija de un Sverker.

—Tampoco es ésa la intención —respondió el rey—. Queremos evitar la guerra en la medida de lo posible. Lo que vimos durante los años de guerra aquí nadie en el reino querrá volver a vivirlo. No es al arzobispo y a sus amigos daneses a los que vamos a aplacar, es a los Sverker. Cuantos más lazos nupciales haya, más fácil será mantener lejos la guerra.

—Así piensa Birger Brosa —asintió Arn.

—Sí, así es como piensa Birger Brosa, y su sabiduría no ha fallado durante más de veinte años. Sune Sverkersson Sik era el hermano del rey Karl. Si el arzobispo y sus amigos daneses entrasen en guerra contra nosotros, tendrían que llevar a Sune Sik con ellos. No bastaría con Sverker, el hijo del rey Karl, al que están cebando para ser rey allá abajo en Roskilde. Sune Sik lo pensaría más de una vez antes de desenvainar la espada contra su propio yerno Magnus Månesköld. ¡Ése es nuestro real deseo!

—Matamos al rey Karl en Visingsö. Su hijo Sverker se nos escapó a Dinamarca, pero ahora vamos a castigarlo con un festín nupcial y, por consiguiente, da igual que sea yo, tal y como lo habíais planeado primero tú y Birger Brosa, o que sea mi hijo Magnus el que se case con esa tal Ingrid Ylva, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿Y ya le has preguntado a Magnus lo que opina sobre su futura cerveza nupcial? —preguntó Arn quedamente. El rey sólo resopló ante esa pregunta y se dirigió a la servidumbre para que le sirvieran más carne salada y cerveza. El rey era conocido por comer enormes cantidades de carne salada de buey y preferir ésta a la carne fresca, puesto que la salada iba mejor con la cerveza.

Esa pregunta debería tener una pronta respuesta, dado que Magnus Månesköld estaba sentado a menos de un largo del brazo de Arn, conversando arduamente con el príncipe Erik sobre algo que, al parecer, trataba de lanzas y caza. O al menos eso imaginaba Arn cuando se inclinó y colocó su mano encima del brazo de su hijo, que en seguida interrumpió su conversación y se volvió.

—Tengo una pregunta para ti, hijo —dijo Arn—, Una pregunta que es sencilla de hacer pero tal vez sea más difícil de contestar. ¿Querrías celebrar una boda con Ingrid Ylva, la hija de Sune Sik?

Magnus Månesköld primero se quedó mudo y atónito por la pregunta. Pronto recobró la normalidad y dio una respuesta segura:

—Si ése es vuestro deseo, padre, y si además es la voluntad del rey, podéis estar seguros de que obedeceré sin demora —respondió con una leve inclinación de la cabeza.

—Mi intención no era ordenarte, sino preguntar por tu propia voluntad —repuso Arn con el ceño fruncido.

—Mi deseo es obedecer a mi padre y a mi rey en todo lo que esté en mi mano. Ir al lecho nupcial es una de las cosas más fáciles que me podáis pedir —contestó Magnus Månesköld tan rápidamente como si estuviera recitando una oración de memoria.

—Una boda de esa índole, ¿te haría feliz o infeliz? —insistió Arn para traspasar la curiosa disposición a subordinarse de su hijo.

—Infeliz no, padre —respondió Magnus—. A Ingrid Ylva sólo la he visto dos veces. Es una hermosa doncella con el talle delgado y con el pelo negro que llevan muchas de las mujeres de los Sverker, al igual que la madre de mi propio padre, por lo que me han dicho. Su dote, a buen seguro, será importante y ella es de un linaje real. ¿Qué más podría pedir?

—Bastante más, si amases a otra tanto que rezases por su bien todas las noches y te despertases todas las mañanas con el anhelo de estar con ella —murmuró Arn con la mirada baja.

—Yo no soy como vos, padre —sonrió Magnus Månesköld dulcemente, con una mirada con más ternura y compasión que rebeldía ante esas curiosas preguntas que había contestado con una forzada amabilidad—. La leyenda del amor entre vos y mi madre es hermosa y se canta en los establos y en los mercados. Y el día de hoy no ha hecho disminuir el hermoso canto de fe, esperanza y amor. Honestamente, me alegra todo esto, pero yo no soy como vos, padre. Cuando yo vaya a mi boda, haré lo que me exija el honor, lo que me exijan mi linaje, mi padre y mi rey. Nunca he pensado en otra cosa.

Arn calló, asintió con la cabeza y se volvió hacia el rey de nuevo. Pero se detuvo antes de decir lo que había pensado primero, que la boda con Ingrid Ylva se podría arreglar en cuanto se pusieran de acuerdo con Sune Sik. Varias cosas lo hacían vacilar. Principalmente, la repentina comprensión de que él mismo sería quien recogería a la novia en esa celebración. Recogería a la hija del hombre cuyo hermano había sido asesinado y en el asesinato del cual había participado. Tal cosa requería reflexión y oraciones antes de precipitarse.

Apenas había pasado media fiesta cuando la breve oscuridad se impuso y llegó la hora del baile. Con los tamborileros y flautistas en frente, las seis doncellas vestidas de blanco se levantaron del palco de la novia, se cogieron de las manos y pasaron en fila entre las mesas con largos pasos deslizantes que seguían la música. Eso era el adiós a la juventud de la doncella que ahora iba a dejar a sus hermanas. Jamás se había visto este baile con músicos extranjeros, pero la mayoría era de la opinión de que era aún mejor así.

Cuando las doncellas hubieron finalizado la primera vuelta alrededor de las mesas, el ritmo de la música fue en aumento y sonaba más fuerte en la segunda vuelta. En la tercera y cuarta vueltas, cuando el ritmo era mucho más rápido, a algunas de las doncellas les costaba mantener el equilibrio. Según la tradición deberían haber bailado en un corro cogidas de las manos y apoyándose mutuamente en los pasos rápidos, pero la sala de Arnäs estaba demasiado repleta de gente como para seguir todas las costumbres antiguas.

Después de las tres vueltas, todas las doncellas se detuvieron al lado del palco de la novia, y con las caras rojizas y jadeando invitaron a Cecilia Rosa, a la reina y a Ulvhilde Emundsdotter a bajar y a cogerlas de las manos. Con la reina al frente, luego Ulvhilde y la novia la última, las mujeres se deslizaron lentamente en procesión por la sala y salieron por la puerta.

En cuanto se cerraron las puertas, los gritos pidiendo más cerveza rugieron desde todos los rincones y hubo un gran jaleo y era difícil oír lo que decía el vecino si no se decía a gritos.

Apenas bebieron una jarra de cerveza cuando el anciano señor Magnus se levantó y, apoyado en su hijo Eskil, se acercó hasta el palco del novio. Con la mano invitó a su hijo Arn a bajar, luego el rey, el príncipe Erik, Magnus Månesköld y también el monje.

Acompañado por felicitaciones y gritos alegres, algunos teñidos por la desfachatez que provoca el exceso de cerveza, Arn caminó lentamente y con digna hombría por la sala en la cola de la procesión encabezada por el rey.

En el patio, los huéspedes se habían subido encima de las mesas y de los bancos para contemplar el acompañamiento hacia el lecho, y a ambos lados de la corta procesión se juntaron los portadores de antorchas.

El trayecto no fue largo, sólo hasta la parte posterior de la casa principal, donde encontraron la escalera que subía hasta la cámara nupcial.

Al anciano señor Magnus le costó mucho subir por ella, pero no se rindió y rechazó cualquier ayuda con exabruptos.

En la antesala de la cámara nupcial hubo una aglomeración de gente cuando todos hubieron entrado y empezaron a desvestir a Arn, quien primero intentó defenderse. Su padre dijo bromeando que ya era demasiado tarde para resistirse.

Le quitaron las ropas extranjeras y lo vistieron con una camisa larga de lino blanco con un escote ancho. Ya estaba preparado para abrir la puerta de la cámara nupcial.

Allí yacía Cecilia, vestida de lino blanco con el pelo suelto y con los brazos a los lados del cuerpo, y a los pies de la gran cama nupcial se encontraban la reina, Ulvhilde y las seis doncellas. El rey y el señor Magnus condujeron a Arn cada uno por un brazo hasta la cama y lo invitaron a echarse al lado de Cecilia. Cuando estuvo acostado, ruborizado como ella y con los brazos apretados contra el cuerpo, sus acompañantes se colocaron a los pies de la cama.

Todos se quedaron así sin decir nada y Arn, que no tenía ni idea de lo que se esperaba de él o de Cecilia, la miró de reojo y le susurró una pregunta a la que ella no tuvo respuesta. Al parecer, todos sus familiares y amigos esperaban algo, aunque ni Arn ni Cecilia sabían de qué se trataba.

A ambos, el silencio y la espera se les hicieron interminables antes de saber lo que ocurría. Esperaban al arzobispo. Durante un buen rato se oyeron sus resoplidos abajo en la escalera antes de que se asomara por la puerta, tambaleándose y apoyándose en un capellán.

Ahora había llegado el momento. El arzobispo alzó su mano y, jadeando, pronunció la bendición. La reina cogió el gran edredón de guata por una esquina, el rey por la otra y luego lo estiraron lentamente por encima de los novios, tapándolos.

El acompañamiento al lecho había sucedido con la presencia de doce testigos. Por consiguiente, Arn y Cecilia Rosa eran marido y mujer. Según las normas de la Iglesia, hasta que la muerte los separase. Según las leyes de Götaland Occidental y de los ancestros, hasta que surgiesen razones para separarse.

Los amigos los felicitaron uno a uno con una inclinación de la cabeza y dejaron a los novios solos para su primera noche juntos.

La habitación estaba iluminada tanto por velas de cera como por antorchas de brea sujetas por hierros. Ambos se quedaron quietos y tensos, mirando al techo, sin saber qué decir durante un largo rato.

El viaje hasta ese lecho había sido largo. Por fin estaban allí, puesto que Dios así lo quería. La Santa Virgen se lo había prometido y ellos habían rezado todas las noches durante más de veinte años para que así fuera. Pero también porque así lo requería la unidad y la paz del reino y porque sus dos linajes así lo habían dispuesto. El rey y la reina los habían tapado con el edredón nupcial. No se podía ser más marido y mujer.

Cecilia pensó que el sufrimiento que le había parecido tan largo, desde el momento en que lo vio montado en su caballo en Näs y todos los impedimentos que luego se habían acumulado, había pasado ahora ya tan de prisa como el vuelo de una golondrina. Le habían ocurrido tantas cosas por voluntad ajena y por exigencias impuestas por las tradiciones que había sido arrastrada como por una fuerte corriente, como aquella hoja en el riachuelo que había imaginado durante el viaje entre Näs y Riseberga. Ese momento en el que pensaba en la hoja parecía ahora ya muy lejano y, sin embargo, era muy reciente. El tiempo pasaba vertiginosamente e intentaba capturarlo cerrando los ojos y recordando el momento en que había visto a Arn acercarse sobre su caballo negro con las crines plateadas. Pero cuando cerró los ojos la cama empezó a dar vueltas como la rueda de un molino y tuvo que abrirlos rápidamente para huir del mareo.

Arn pensó que el amor que tan fuerte había albergado en su interior durante tantos años y que había jurado no traicionar nunca, últimamente había sido relegado por miles de cosas que no tenían nada que ver con el amor. Hacía un momento él y Knut habían hablado de una boda como el remedio más convincente de Birger Brosa contra la guerra, como si una boda no tuviese en absoluto nada que ver con el amor. También Magnus, hijo suyo y de Cecilia, había hablado de esa manera sobre el amor cuando Arn le preguntó acerca de una boda entre él e Ingrid Ylva. Era como si esa eterna lucha por el poder hubiese arrastrado a su amor por el fango y lo hubiese rebajado.

Y la parte carnal del amor, la que había aprendido a soslayar con oraciones, agua fría, cabalgatas nocturnas y todo tipo de artimañas, a la que había aprendido a considerar como pecado y tentación, ahora sería bendecida por la mismísima Virgen Santa. Todos los presentes en el banquete estaban esperando que se uniese carnalmente con Cecilia, ya que durante la misa del día siguiente llevarían a la novia a la iglesia de Forshem para la purificación.

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