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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (38 page)

BOOK: Regreso al Norte
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Estuvieron dándole vueltas a la idea de la nueva ciudad a orillas del mar Báltico, pero pronto Knut prefirió volver a las cuestiones de las que él había pensado hablar. Lo más difícil de todo era el reticente arzobispo Petter, o Petrus, como él mismo se hacía llamar. Tener un arzobispo enemigo era lo peor que le podía pasar a un rey. Lo mismo sucedía en Noruega, donde el rey Sverre, por mucho que había forcejeado, no había logrado evitar arzobispos enemigos. Cuando un tal Øystein murió unos años atrás, no sirvió de mucho que Sverre intentase influir cuando hubo que designar un nuevo arzobispo, acabó siendo uno de nombre Eirik de Stavanger y ahora Sverre había obligado a este Eirik a exiliarse a Dinamarca y se exponía a ser excomulgado por la Iglesia. El Santo Padre de Roma había escrito ordenando tanto a Knut como al rey de Dinamarca que atacasen Noruega los dos juntos. Eso era algo que no sucedería, al menos no por parte de Knut, pues su hermana Margareta estaba casada con el rey Sverre y era reina de Noruega. Pero los problemas de Sverre ponían de manifiesto que tener arzobispos contrarios era como tener un grano en el trasero.

Es decir, lo mismo sucedía en el reino de los svear y los godos. El arzobispo Petter era un hombre de Sverker, algo que no ocultaba en absoluto. Y a estas alturas todo el mundo tenía claro cuál era su intención: quería arrancarle la corona a su propio rey y entregársela a Sverker Karlsson, que había vivido toda su vida en Dinamarca.

Arn objetó que, incluso siendo el poder de la Santa Iglesia de Roma tan grande, no había oído en su vida que tuviese el poder de designar un rey; en ese caso, habría sólo un poder sobre la tierra.

Naturalmente no era así, admitió Knut, pero de todos modos era bastante complicado. En el consejo nombraba a todos los obispos del reino, un obispo recibía su báculo y su anillo de manos del rey. Por tanto, nadie podía ser obispo contra la voluntad del rey. Sin embargo no era tan fácil con el arzobispo, porque a ése el rey no podía ni rechazarlo ni nombrarlo. En realidad, era Roma quien decidía, pero ahora Roma había cedido ese poder al arzobispo Absalón de Lund, que era como decir que se lo había dado a Dinamarca.

Por consiguiente, eran los daneses quienes decidían quién sería arzobispo en el país de los svear y los godos. Por muy rocambolesco que fuese no se podía hacer nada para remediarlo. Y aunque Knut había hecho lo que había podido para barrer a la panda de obispos de los Sverker, esos canallas cambiaban de idea en cuanto recibían su anillo y su bastón. Entonces obedecían al arzobispo a pesar de las promesas secretas que le habían hecho al rey antes de recibir su poder. Uno nunca podía fiarse de un hombre de Dios.

Y ese pérfido de Petter no cesaba nunca de armar bronca con eso de que Knut no había pagado suficiente por el asesinato del rey Karl y que mientras no lo hubiese enmendado su corona sería ilegítima por mucho que hubiese sido coronado y ungido. Y una corona ilegítima no podía ser heredada por el primogénito, decía Petter.

También había muchas protestas con lo de que Cecilia Blanka en realidad había pronunciado los votos, con lo que los hijos Erik, Jon, Joar y Knut serían todos ilegítimos. Y según Petter, un hijo ilegítimo tampoco puede heredar la corona.

El arzobispo Petter iba tirando de estas dos riendas, ora hacia aquí, ora hacia allá. Si Knut prometía cruzadas para enmendarse y construía un sinfín de conventos nuevos, Petter seguiría dando la murga con eso de los votos de Cecilia Blanka. Y aunque muchos testigos pudiesen decir que todos los rumores sobre los votos de Blanka no eran ciertos, volvería con eso del asesinato del rey Karl. No había manera de librarse de sus riendas.

Arn objetó que la Iglesia no podía oponerse a la elección de un rey. Si el consejo decidía que el príncipe Erik fuese rey después de Knut, los obispos ya podrían quejarse del asunto, poner los ojos como platos y hablar de pecado. Y naturalmente podrían negarse a coronar a Erik. Pero no sería la primera vez que el reino tenía un rey sin coronar.

—¿Pero y si entonces la panda de obispos viajara a Dinamarca y coronara en su lugar a ese Sverker? —repuso Knut casi desesperado.

—Entonces no habría hombre en el país de los svear y los godos que se tomara ese asunto en serio y un rey como ése, al servicio del extranjero, no podría poner nunca su pie en el reino —respondió Arn con calma.

—¿Pero y si un rey así viene a la cabeza de un ejército danés? —continuó preguntando Knut y ahora se notaba angustia en su mirada.

—Entonces vencerá quien gane la guerra, eso no es ninguna novedad —respondió Arn—, Sería como si los daneses quisiesen convertirnos en daneses hoy mismo, sin importar a quién elijamos como rey.

—¿Crees que los daneses pueden hacerlo, que pueden derrotarnos? —preguntó Knut casi con lágrimas en los ojos.

—Sí, sin lugar a dudas —respondió Arn—. Y si fuésemos tan estúpidos como para enfrentarnos a un ejército danés en un campo de batalla, hoy en día ellos se llevarían una gran victoria. Si yo fuese tu mariscal, te invitaría a abstenerte, ya que he jurado que te aconsejaría lo mejor que pudiese, de enfrentarte a ellos en el campo de batalla.

—¿De modo que estaríamos perdidos y además humillados porque no luchamos por nuestro honor y nuestra libertad?

—No —dijo Arn—, En absoluto. Seeland está muy lejos de Näs, y todavía más de Aros Oriental, de los svear. Si un ejército danés irrumpiese en nuestro país, naturalmente querrían que todo concluyese rápidamente, mientras todavía fuese favorable el clima y su aprovisionamiento fuese bueno. Al igual que tú, contarían con que llamaríamos pronto a filas, que todo hombre del reino se pondría su capacete de hierro y aparecería varonilmente plantado sobre sus piernas separadas y hacha en mano., dispuesto a ser aplastado por los jinetes daneses y morir con bravura y con honra, pero morir de todas formas. ¿Y si no hiciésemos eso?

—Entonces perderíamos nuestro honor, ¡nadie sigue a un rey sin honor! —respondió Knut con una repentina furia y golpeando con el puño la mesa que había ante ellos.

—Nadie sigue a un rey muerto —contestó Arn con frialdad—. Si los daneses no lograsen la gran batalla que vendrían buscando, no ganarían. Quemarían una ciudad. Saquearían pueblos y robarían a los campesinos. Nos costaría muchos sufrimientos. Pero entonces llegaría el invierno. Sus provisiones menguarían y nosotros los cazaríamos uno a uno y cortaríamos sus líneas de abastecimiento desde Dinamarca. Al llegar la primavera, tú serías el gran vencedor. Más honor que ése no puedes ganar.

—Desde luego piensas como nadie más lo hace en lo tocante a la guerra —dijo el rey Knut.

—En eso te equivocas por completo —repuso Arn con una sonrisa casi impertinente—. Pienso como lo hacen miles de hombres, muchos de los cuales conocí. En Tierra Santa no éramos más de mil hombres frente a un poder infinitamente más grande que la fuerza danesa. Los templarios lucharon con gran éxito durante medio siglo.

—¡Hasta que perdisteis! —objetó Knut.

—Así es —respondió Arn—, Perdimos cuando un rey chalado decidió que todo nuestro ejército se enfrentaría a un poder superior en una única batalla. Entonces perdimos. Si hubiésemos continuado como estábamos acostumbrados, Tierra Santa seguiría siendo nuestra todavía hoy.

—¿Cómo se llamaba ese rey?

—Guy de Lusignan. Su consejero era Gérard de Ridefort. ¡Que sus nombres vivan para siempre en la deshonra!

Para los hermanos Jacob y Marcus Wachtian, el viaje a Skara fue uno de los más curiosos de su vida, y eso que ambos habían viajado mucho.

Al principio, sir Arn había sugerido que los hermanos viajaran solos, acompañados solamente por algunos de sus siervos para que les sirviesen de guías, pero con horror y espanto habían rechazado la propuesta poniendo como excusa que les sería difícil hacer compras en un idioma que no comprendían, aunque en realidad lo que temían eran las noches oscuras a orillas de ríos desiertos. Ese país del norte era un país de demonios, ambos estaban convencidos de ello. Y a menudo las personas que veían eran difíciles de diferenciar de los animales, lo cual les producía el mismo espanto.

Sir Arn se había mostrado reacio a abandonar sus construcciones, pero se rindió ante sus argumentos y decidió que tanto él como su esposa los acompañarían, pues ella también tenía algunas compras que hacer. Los hermanos habían indicado indecisos que no les parecía conveniente viajar tanto con el oro como con la plata que necesitarían para la larga lista de compras que tenían pensadas sin llevar consigo jinetes armados, pero sir Arn se rió ante esa advertencia, hizo una reverencia exageradamente caballeresca y les aseguró que tenían a un templario a su completa disposición. Y viajó en ropas de guerra llevando arco y carcaj, además de la espada y el hacha de guerra que siempre llevaba encima.

Tras haber cargado a bordo un carro, dos bueyes, sus caballos y raciones de viaje, sir Arn descubrió que necesitarían a alguien que condujese el carro de bueyes cuando fuesen a seguir por tierra, y avisó a dos muchachos, que aparecieron corriendo llenos de ilusión, arco y carcaj en mano, justo cuando el barco estaba a punto de zarpar.

Para el viaje habían contratado una barcaza que iba sin carga con ocho remeros malolientes y de poco fiar, y los hermanos Wachtian pensaron que salir a la llanura deshabitada y temible, con oro y plata delante de las narices de esos hombres, sería como poner sus vidas en juego. Sin embargo, cambiaron pronto de idea al ver de qué forma sumisa y casi horrorizada miraban estos villanos a sir Arn.

El viaje fue primero hacia Askeberga, por el mismo camino de vuelta de Arnäs, y luego continuaron hacia el lago que llamaban Östansjön, pero a partir de ahí, en lugar de dirigirse hacia el norte, donde estaba Arnäs, viajaron por un nuevo río en dirección sur durante muchas horas hasta llegar al lugar donde había que descargarlo todo y continuar el viaje a caballo.

El camino que llevaba desde el embarcadero del río hasta la ciudad más próxima atravesaba un bosque, y puesto que era el único camino y, por tanto, quienes quisiesen ir al mercado de la ciudad tenían que ir necesariamente por allí, no era difícil imaginar los peligros que podían acechar dentro del bosque.

Los malos presentimientos de los hermanos se hicieron realidad porque de repente sir Arn, que cabalgaba a la cabeza, detuvo su caballo, levantó la mano dando el alto y se puso el casco. Examinó con detalle el suelo que tenía delante, alzó la mirada hacia las opacas copas de los árboles y gritó algo en su propio idioma que dio vida al bosque que los rodeaba. Muchos bandidos bajaron de los árboles y aparecieron de detrás de arbustos y troncos. Pero en lugar de abalanzarse sobre ellos en un ataque que en caso de prosperar les habría proporcionado una considerable riqueza, los bandoleros se hicieron a un lado con las cabezas agachadas y las armas bajadas y dejaron que la pequeña caravana pasara sin disparar una sola flecha. Jamás habían visto unos bandidos tan patéticos.

Al salir del bosque y vislumbrar en el horizonte una pequeña ciudad con iglesia, Marcus bromeó alegremente diciendo que unos bandoleros como ésos no durarían mucho, o al menos no engordarían demasiado, si su zona de operaciones hubiese sido Outremer.

Jacob, que dudaba de que ése fuese el comportamiento habitual de los bandidos nórdicos, se adelantó con su caballo hasta la altura de sir Arn y le preguntó sobre lo ocurrido. Al regresar al lado de su hermano pudo explicar, no poco divertido, lo que había sucedido.

Los bandidos no eran sólo bandidos, sino que eran también recaudadores de impuestos del arzobispo de la ciudad y al parecer actuaban según les convenía en función de quién era el que aparecía por el camino. De algunas gentes recogían impuestos para su obispo y a otros les robaban en provecho propio, pues no recibían ningún otro salario por su trabajo como recaudadores de impuestos.

Sin embargo, esta vez no hubo ni recaudación ni saqueo. Cuando sir Arn había descubierto la emboscada de los bandoleros, los había avisado. En primer lugar, él era Arn Magnusson y podría matarlos en persona si le daban un motivo. Y en segundo lugar, pertenecía al linaje de los Folkung, lo cual significaba que ninguno de los bandoleros, estuviesen al servicio del obispo o fuese en provecho propio, viviría tres puestas de sol tras haber disparado una flecha, independientemente de si lograba escapar de sir Arn en persona. Los bandoleros no tardaron en mostrarse convencidos por su capacidad de persuasión.

De modo que la familia a la que pertenecía sir Arn debía de ser más o menos como una tribu de beduinos, dedujo Jacob. A pesar de todo, esta tierra de bárbaros tenía poder real e iglesia, como todas las demás. Había fuerzas armadas temporales y eclesiásticas. Habían podido verlo con sus propios ojos en la fiesta de enlace. Por tanto, la ley era implantada casi de la misma manera que en otros países cristianos.

¿Pero en qué país cristiano podría alguien acercarse a unos bandoleros o recaudadores de impuestos y decir que pertenecía a cierta tribu y con eso lograr que todo el mundo bajara las armas? Sólo en Outremer. Allí, quien atacaba a un miembro de algunas tribus beduinas podía estar seguro de que sería perseguido por vengadores, si era preciso hasta el fin de los tiempos. Parecía que lo mismo sucedía aquí en el Norte.

Marcus dijo bromeando que era una bendición de Dios tener a estos beduinos de su lado y que, por lo demás, si uno pensaba en Outremer, podría ser lo mismo con la secta de los
asesinos
. ¿Quién quería tener al viejo de la montaña y a los
asesinos
por enemigos? El que lo hiciese, con toda seguridad estaba condenado a muerte. Pero si estos Folkung eran como los beduinos o los
asesinos
, era tan difícil de determinar como distinguir entre unos recaudadores de impuestos y unos bandoleros. Daba lo mismo, obviamente eran una compañía segura.

Pasaron de largo, sin prestar demasiada atención, la primera ciudad que encontraron, al parecer gobernada por un avaricioso obispo, y que más bien parecía un vertedero. Jacob y Marcus sintieron tanto alivio como decepción, pues les dolían sus nalgas desentrenadas tras horas de cabalgar, pero por otro lado, la peste que emanaba la ciudad era de lo más disuasoria.

Sin embargo, obtuvieron recompensa por sus sufrimientos porque pocas horas más tarde, al avanzar el primer frío de la noche en forma de una cruda niebla, se acercaron a un monasterio. Allí se detendrían a pasar la noche.

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