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Authors: Jan Guillou

Regreso al Norte (42 page)

BOOK: Regreso al Norte
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—¿Y el niño? Le esperan unos tiempos difíciles al haber perdido tanto a la madre como al padre —inquirió Arn.

—Cierto. Me gustaría poder hacerle la vida más dichosa al joven Bengt —dijo Germund, pensativo—. Tan joven, aún le queda mucho de pillastre. No tiene interés en labrar la tierra, fantasea sobre la caballería y la guardia real o acerca de entrar al servicio de Arnäs. Al parecer, todos los jóvenes de hoy son así.

—Sí —repuso Arn, serio y reflexivo—. Es fácil que los jóvenes se emocionen con la espada y la lanza en lugar del arado y la hoz. Pero debes quitarle esas ideas de la cabeza y convertirlo en granjero.

—Soy demasiado viejo para esos menesteres —murmuró Germund, malhumorado, al pensar que antes de la puesta del sol tendría un niño de trece años a su cargo para intentar hacer de él una persona decente.

Arn se excusó y fue a buscar a Sune y a Sigfrid y los encontró con los semblantes serios, limando las puntas de sus flechas. Le quitó la piedra de afilar a Sune y le enseñó cómo hacerlo mejor mientras les narraba el triste destino del joven Bengt, no sólo ser huérfano de madre, sino pronto también de padre y además ser enviado al anciano Germund para ser granjero como hacía cien años. Tal vez, pensaba Arn en voz alta, no sería mala idea si Sune y Sigfrid estuviesen cerca de él durante las próximas horas, puesto que los tres eran los únicos chicos jóvenes de la partida. Tampoco le haría daño saber un poco acerca de lo que estaban aprendiendo en Forsvik.

Con una sonrisa que le costó ocultar, Arn se levantó y dejó a sus dos jovencísimos escuderos.

Había transcurrido una hora y todos los Folkung montaron en sus caballos y cabalgaron lentamente hacia las puertas de Ymseborg, que se abrieron cuando estaban a una distancia de dos tiros de flecha. Entraron en el patio, colocaron sus caballos en fila y esperaron. Se veían pocas personas, excepto los hijos de los siervos que miraban por los ventanucos y desde debajo de los puentes. Alguna que otra criada corría angustiada por el patio en busca de algún niño descarriado.

Había un silencio total, excepto por los resoplidos de los caballos y el tintineo de algún que otro estribo. Nadie decía nada y no ocurría nada. Esperaron largo tiempo.

Finalmente, Germund se cansó y les indicó a diez jóvenes diligentes que desmontaran, desenvainaran sus espadas y entraran en la casa principal. Pronto se oyeron gritos y tumulto y al poco rato salieron con Svante Sniving atado de manos y pies y lo hicieron arrodillarse delante de la fila de jinetes entre los que sólo se veía un manto amarillo y negro entre todos los azules. Era el joven Bengt, en cuya cara impasible aún eran bien visibles los moratones de los puños de su padre.

—¡Exijo mi derecho como granjero libre y propietario de mis tierras en el país de los godos y según la ley goda! —gritó Svante Sniving con voz ronca, que daba muestras de no estar menos borracho que de costumbre, aunque esta vez fuese la última.

—¡Quien mate a un Folkung, sea hombre o mujer, joven o viejo, no tiene derecho alguno más que el de vivir hasta la tercera puesta del sol! —replicó Germund Birgersson desde lo alto de su caballo.

—¡Ofrezco doble reparación por la ofensa y quiero presentar mi causa ante el concilio! —respondió Svante Sniving, como si realmente creyese tener un derecho legal.

—Nosotros, los Folkung, no aceptamos nunca una reparación, sea doble o triple, eso no significa nada para nosotros —repuso Germund con tanto desprecio en la voz que causó risas entre la fila de hoscos jinetes.

—¡Entonces exijo mi derecho a juicio divino en un duelo, el derecho a morir como un hombre libre y no como un siervo! —vociferó Svante, con más ira que miedo en la voz.

—No puedes exigir un duelo —refunfuñó Germund Birgersson—, Entre los parientes que se han reunido en este asunto se encuentra Arn Magnusson, aquí, a mi lado. Él sería nuestro duelista. Y entonces morirías más rápido que bajo el hacha del verdugo, pero no por eso con más honra. ¡Puedes estar contento de que no te colguemos como a un siervo y piensa que tu última honra en esta vida es morir como un hombre sin gemidos y sin mearte!

Germund Birgersson hizo una señal con la mano y algunos de los jóvenes que habían ido a buscar a Svante Sniving a la casa principal sacaron un tajo y una hacha. Sin mediar palabra, Germund señaló al hombre más forzudo de ellos y éste cogió el hacha sin vacilar y al momento la cabeza de Svante rodó por el suelo, mientras dos hombres sostenían el cuerpo que se meneaba hasta que la sangre dejó de brotar por el cuello.

Durante esos momentos, Arn contempló pensativo la cara del joven Bengt. Se estremeció ligeramente cuando se oyó el sonido del hacha, pero nada más; ni una lágrima, ni siquiera se santiguó.

Arn no estaba seguro de si esa impasibilidad era buena o mala. Pero una cosa era cierta: ese joven había odiado a su padre con toda el alma.

Rápidamente se ocuparon de lo poco que había que hacer. Mientras se llevaban el cuerpo de Svante a rastras y su cabeza hacia el matadero, donde iban a coserlo dentro de una piel de vaca, el joven Bengt desmontó y se acercó lentamente hacia el lugar en el que la sangre de su padre aún corría a la luz del atardecer.

Se quitó el manto y lo dejó caer al suelo, en el charco de sangre de su padre.

Los Folkung permanecían inmutables en sus caballos, contemplando al joven cuyo valor y honor eran admirables. Germund Birgersson le indicó a Arn que desmontara y lo siguiera hasta llegar donde se encontraba Bengt.

Germund se puso lentamente detrás del joven Bengt y colocó su mano izquierda encima del hombro izquierdo del chico. Después de una mirada breve de Germund, Arn hizo lo mismo con su diestra. Esperaron un rato en silencio a que el joven Bengt se repusiese ante lo que iba a decir. No era fácil, ya que seguramente preferiría hablar con la voz firme.

—Yo, Bengt, hijo de Svante Sniving y Elin Germundsdotter, en presencia de mis parientes, tomo el nombre de Bengt Elinsson —gritó finalmente con voz clara y segura y sin temblor.

—Yo, Germund Birgersson, y mi pariente Arn Magnusson te aceptamos en nuestro linaje —respondió Germund—. Ahora eres un Folkung, y Folkung serás para siempre jamás. Tú siempre estarás con nosotros y nosotros siempre estaremos contigo.

En el silencio que siguió, Germund movió la cabeza para que Arn continuara. Pero Arn no sabía ni qué decir ni qué hacer y Germund se inclinó y se lo susurró, enfadado. Arn se quitó el manto azul y envolvió los hombros del joven Bengt y todos los hombres a caballo sacaron sus armas y señalaron primero al cielo y luego hacia Bengt.

Bengt había sido aceptado en el linaje de los Folkung por un juramento de sangre. Su abuelo puso dos arrendatarios a cuidar de la hacienda de Ymseborg para administrar la herencia, ya que Bengt no quería quedarse ni un día más allí.

Lo que sí quería lo supo pronto su abuelo en cuanto hubieron salido del fuerte y cuando todos los Folkung iban a despedirse y a separarse junto al campamento. Con un fervor ardiente pidió poder seguir a Arn Magnusson hasta Forsvik, ya que de boca de los dos jóvenes de la comitiva de Arn había oído las maravillas que allí sucedían.

Germund pensó que por una vez valía más tomar una gran decisión sin demora. El joven Bengt ciertamente necesitaría ocupar su mente en otras cosas y cuanto antes mejor. El honor le exigía ir a Älgarås para el entierro y una semana de luto, al menos a un adulto. Pero no se podía tratar por un igual a un niño que había perdido tanto a su madre como a su padre en menos de tres días.

Germund se acercó a Arn Magnusson, que estaba hablando con sus guardias en un idioma extraño, y le preguntó sin rodeos si podría ofrecerle lo que el joven y nuevo Folkung al parecer deseaba con tanta ansia. Arn no demostró sorpresa alguna por la pregunta y le respondió que no había problema alguno.

Y así fue como salieron tres Folkung para defender el honor de su estirpe y regresaron cuatro.

Durante la primera época suave del otoño ya reinaba el orden en Forsvik; tanto, que ni siquiera los ojos vigilantes de Cecilia podían ver otra cosa. Día sí, día no, llegaban barcos cargados con el forraje invernal que almacenaron en los graneros y en los pajares y desde Arnäs llegaba en abundantes cantidades el pescado seco de Lofoten, lo que mostraba que Harald Øysteinsson había tenido suerte también con su segundo viaje en la gran nave templaria.

Con la tercera carga de pescado seco llegaron también los nuevos siervos que Arn había pedido a Eskil. Eran Suom, la hábil tejedora y su hijo Gure, quien decían que tenía buenas manos para la carpintería, y también el cazador Kol y su hijo Svarte.

Arn y Cecilia se alegraron mucho de tener esos siervos y los recibieron casi como si fuesen huéspedes. Cecilia cogió a Suom por debajo del brazo y se la llevó para enseñarle la cámara de tejer que estaban preparando. Mientras, Arn fue con los tres hombres hacia las moradas de los siervos en busca de un lugar para ellos. Pero pronto se dio cuenta de que lo que había era demasiado mísero para el invierno que se acercaba, y ordenó a Gure que comenzara con su trabajo en Forsvik, que reformara las viviendas que se encontraban en peor estado y que, cuando terminara, construyera otras nuevas.

Gure tuvo un equipo de trabajo de cuatro siervos a los que debía liderar como mejor supiese. Si necesitaba nuevas herramientas, sólo tenía que ir a la herrería y pedirlas.

Arn quería darles un lugar en la vieja casa principal a Kol y a su hijo Svarte, pero ellos dijeron que preferirían vivir en una cabaña sencilla, ya que estaban acostumbrados a ir a su aire, pues los cazadores tenían otros horarios que el resto de los trabajadores.

Arn era de la opinión de que conocía a Kol desde la juventud, pero tuvo que preguntarle varias veces para que se lo confirmase. Habían cazado juntos cuando Arn tenía diecisiete años y Kol era aprendiz con su padre, que también se llamaba Svarte, como el hijo. El viejo Svarte estaba muerto y enterrado en la casa de los siervos, cerca de Arnäs. Por eso la venta de Kol y de su hijo había sido más fácil. En Arnäs no gustaba dejar a los siervos ancianos e impedidos sin la ayuda de sus próximos.

Arn se desanimó a causa de esas explicaciones y desistió de preguntar por la madre del niño. No se había acostumbrado a ser dueño de seres humanos, dado que desde los cinco años había vivido entre monjes y caballeros del Temple, para los que el mero pensamiento de la esclavitud sería una abominación. Se prometió a sí mismo hablar en serio con Cecilia sobre este asunto.

A Kol le dijo que primero debían solucionar que él y su hijo tuviesen caballos y utensilios de montar para poder moverse por el territorio, aprenderse los caminos e idear cómo cazar las presas. Bajo un silencio malhumorado, Kol y Svarte siguieron a Arn hasta las dehesas de los caballos, donde Arn eligió dos animales, más por su mansedumbre que por su velocidad y su ardor, y les colocó los arreos.

Los cazadores debían mantener los caballos descansando en las cuadras y no dejarlos sueltos en la dehesa con los demás hasta que se hubieran acostumbrado a ellos. Si no, podría ser complicado volver a atraparlos, advirtió Arn mientras los llevaban hasta la finca.

Para su satisfacción, Arn descubrió que Kol se había alegrado mucho al ver esos caballos y habló muy emocionado con su hijo en el idioma de los siervos mientras movía las manos por encima de los cuellos y las patas de los dos animales. Arn no pudo dejar de preguntarle lo que estaba explicando a su hijo y la respuesta fue que esos caballos eran como aquel en el que había llegado a Arnäs el señor Arn hacía mucho tiempo, y que todos los amos consideraron un caballo miserable. También Kol y su padre habían pensado la misma estupidez, hasta que vieron al señor Arn montar el caballo de nombre
Kamil o
algo parecido.

—Chimal
—lo corrigió Arn—. Significa el «Norte» en el idioma de donde son los caballos. Pero dime, Kol, ¿de dónde eres tú?

—Nací en Arnäs —respondió Kol en voz baja.

—Pero tu padre, con quien también iba a cazar, ¿de dónde era él?

—De Novgorod, al otro lado del mar Báltico —contestó Kol, malhumorado.

—Y los demás siervos de Arnäs, ¿de dónde son ellos y sus padres? —insistió Arn, aunque vio claramente que Kol prefería no contestar más preguntas sobre ese tema.

—Todos venimos del otro lado del mar —respondió Kol con desgana—, Algunos lo saben, otros sólo lo creen, algunos dicen Miklagård, otros lo llaman Rusia o Polonia, Estonia o el País de las Túnicas. Existen muchas leyendas y poco conocimiento acerca de ello. Una vez capturaron a nuestros padres y madres como rehenes en una guerra, creen algunos; otros dicen que siempre hemos sido siervos, pero yo no opino lo mismo.

Arn se calló. Tuvo que reprimirse para no decirle a Kol de inmediato que él y su hijo ya eran libres, tendría que reflexionar más y hablar primero con Cecilia. No le hizo más preguntas incómodas, sólo les pidió que Kol y su hijo dedicasen el tiempo a conocer el terreno y no a cazar para obtener carne, a no ser que saliese una oportunidad especial. Pero él opinaba que lo más importante era llegar a conocer la zona y saber dónde encontrar la caza, ¿verdad?

Kol asintió en silencio y se despidieron.

Arn había pensado hablar con Cecilia sobre el asunto de los siervos, aprovechando el viaje a Bjälbo, adonde acudían a la cerveza de compromiso entre su hijo Magnus e Ingrid Ylva, hija de los Sverker.

Al parecer, también Cecilia había pensado dedicar este viaje, especialmente las primeras horas ociosas cruzando el lago Vättern, a conversaciones que exigían más tiempo y reflexión. Desde que salió el barco estuvo hablando sin parar de la anciana tejedora Suom y de la casi milagrosa habilidad que esa mujer tenía en las manos. Tal y como Cecilia le había pedido, Eskil le había enviado un gran paquete con tapices hechos por Suom y que antes habían cubierto las paredes en Arnäs. Arn ya había visto algunos de ellos, puesto que había ocultado las paredes de su dormitorio con las imágenes de Suom.

Arn comentó que ciertas imágenes eran muy extrañas para su gusto, especialmente las que representaban la ciudad de Jerusalén con las calles de oro y los sarracenos con cuernos en la frente. Esas imágenes eran falsas, y él lo sabía mejor que nadie.

Cecilia se molestó un poco y dijo que la belleza de las imágenes no sólo tenía que ver con la verdad, sino también con la composición de los colores, los pensamientos y las fantasías que esas imágenes despertaban si estaban bien hechas. A causa de eso se desviaron durante un rato del tema del que realmente querían hablar y estuvieron discutiendo de lo que era bello y lo que era verdadero.

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