Regreso al Norte (41 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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—¿Querías ganarte mi corazón demostrándome lo buen jinete que eras, capaz de ponerte de pie sobre un caballo?

—Sí, y de cualquier manera posible. Si hubiese servido de algo colocarme de cabeza sobre el caballo, lo habría hecho. Y en el fondo lo conseguí, ¿no es cierto?

Mientras bromeaba sobre aquella arte de seducción, fue levantándose sobre los brazos, doblando despacio el cuerpo, estirando primero las piernas hacia afuera y juntándolas al final para acabar haciendo el pino sobre la silla de montar mientras su caballo seguía caminando tranquilamente como si estuviese acostumbrado a las chaladuras de su amo.

—No tienes por qué hacerte el interesante —dijo Cecilia riendo—. Si te prometo que tienes mi corazón seguro como en un estuche de oro, ¿te sentarás y cabalgarás como la gente normal?

—De acuerdo —accedió Arn, virando rápidamente sobre sí mismo y sentándose de nuevo con los pies en los estribos—. Creo que empiezo a ser demasiado viejo para estos malabarismos, por suerte ya somos marido y mujer.

—¡No menosprecies la Bondad y la Voluntad divinas que nos convirtieron en marido y mujer! —replicó Cecilia con severidad, una severidad exagerada, pensó nada más pronunciar las palabras. Pero no había podido evitar pensar que la broma iba demasiado lejos.

—No creo que Nuestra Señora se ofenda porque en nuestra felicidad bromeemos sobre el momento en que surgió nuestro amor —repuso Arn, cauteloso.

Cecilia se reprendió a sí misma por haber introducido innecesariamente la devoción en su conversación cuando por una vez estaba siendo tan alegre y despreocupada. Y tal como había temido, siguieron cabalgando en un silencio que ninguno de los dos parecía saber cómo romper.

Llegaron a un claro del bosque al lado de un riachuelo donde el musgo verde, mágico e incitante bajo la postrera luz del atardecer resplandecía entre los troncos de los árboles. Junto a un viejo tronco de roble medio podrido, el musgo formaba un sugerente lecho con algunas pequeñas flores silvestres rosadas.

Era como si
Umm Anaza
se dejase llevar por los pensamientos de Cecilia, como si la yegua hubiese comprendido todo lo que fluía por la memoria de Cecilia al ver aquel lugar, porque cambió de rumbo sin que ella se lo indicase. Cecilia desmontó sin decir nada y extendió su manto en el verde musgo.

Arn la siguió, desmontó y enrolló las riendas en torno a las patas delanteras de sus caballos antes de acercarse a ella y extender su manto también.

No tuvieron que decir nada, ni sobre disparatados malabarismos a lomos de un caballo ni sobre los recuerdos amorosos, pues entre ellos estaba todo claro, como si lo llevaran escrito en la cara.

Al besarse lo hicieron sin miedo, como si los tiempos difíciles que siguieron a la noche de bodas jamás hubiesen existido. Y al descubrir ambos que ese temor había dejado de existir fue como si el deseo regresase a ellos con la misma fuerza que cuando tenían diecisiete años.

VIII

U
na dama del linaje de los Folkung había sido miserablemente asesinada por su propio marido y señor. La infamia tuvo lugar muy avanzada una tarde y por la noche el asesino pudo ver la primera puesta de sol después de su acto inicuo.

El nombre del canalla era Svante Sniving, del linaje Ymse, y la esposa asesinada era Elin Germundsdotter de Älgarås. Sólo tenían un hijo, Bengt, de trece años.

Tras haber sido testigo de la brutal paliza que su padre le propinó a su madre, el joven Bengt huyó a casa de su abuelo materno, Germund Birgersson, en Älgarås. Esa misma noche salió de allí un mensaje hacia todos los puntos cardinales para los feudos Folkung que se encontraban a un día de distancia.

Ya era de día cuando los jinetes mensajeros, jóvenes parientes con mantos azules desgastados, llegaron a Forsvik. Cecilia recibió a los inesperados huéspedes con pan, sal y cerveza, y calmaron primero su sed antes de explicar su cometido, que llegaban con una convocatoria Folkung para el señor Arn.

Cecilia dijo que iría a buscarlo en seguida y los invitó a servirse jamón y a tomar cerveza en su ausencia. Con el corazón latiendo con fuerza por la angustia se fue corriendo hacia el campo de equitación, desde donde se oía el tronar de caballos galopando y en el que encontró a Arn junto con los niños Sune y Sigfrid y los dos instructores sarracenos. Le hizo señas a Arn, que la vio de inmediato. Éste se separó del grupo compacto de jinetes y se acercó como un viento huracanado por el campo hacia ella. Montaba a
Abu Anaza.

Detectó su preocupación desde lejos y bajó del caballo con un brinco entrando en su regazo como en un solo movimiento al detenerse.

—Ha llegado una convocatoria de los Folkung —contestó a su muda pregunta.

—¿Una convocatoria de los Folkung? ¿Qué significará esto? —se preguntó, desconcertado.

—Dos jóvenes con las caras muy serias llegaron y sólo dijeron eso, que traían una convocatoria —respondió—, Pero no sé más que tú, tendrás que preguntarles a tus niños.

A Arn no se le ocurrió otra cosa e hizo lo que Cecilia le había sugerido; llamó a los cuatro jinetes con un silbido y dos gritos. En seguida se acercaron a toda velocidad y se detuvieron a sólo unos pasos.

—Ha llegado una convocatoria de los Folkung, ¿alguno de los dos puede explicarme lo que significa eso? —preguntó a Sune y a Sigfrid a la vez.

—Pues que todos los hombres Folkung tenemos que dejar inmediatamente lo que estemos haciendo, armarnos por completo y seguir a los que trajeron el mensaje —respondió Sigfrid.

—Nadie de nuestro linaje puede rechazar una convocatoria, eso conllevaría la eterna deshonra —añadió Sune.

—Pero vosotros sólo sois niños, eso de «armados por completo» no suena muy adecuado para vosotros —murmuró Arn, malhumorado.

—De todos modos somos Folkung, jóvenes o no, pero Folkung, y los únicos que están a vuestra disposición en Forsvik, señor Arn —respondió Sune, gallardo.

Arn suspiró y reflexionó, mirando fijamente al suelo. Luego pronunció algo que sonaba como una orden a los dos instructores sarracenos y señaló las camisas azules que llevaban los niños, y los dos guerreros de Tierra Santa inclinaron las cabezas en señal de obediencia y se fueron corriendo hacia la casa.

—Vayamos juntos a ver a nuestros parientes que llegaron can la convocatoria para ver lo que quieren —dijo Arn y al paso se acercó a Cecilia y la subió en la silla, delante de él, y de repente salió a una velocidad tan fabulosa hacia la vieja casa principal que Cecilia gritó y rió alternativamente durante la breve cabalgata.

Una vez en la casa, los dos parientes desconocidos saludaron cortésmente a Arn cuando entró y uno de ellos, tras titubear, se arrodilló y estiró los brazos entregándole el bastón de convocatoria, que era un trozo de madera con un león Folkung grabado a fuego.

—Os entregamos, señor Arn, el bastón de los parientes y os pedimos que nos acompañéis con todos los hombres que podáis armar —dijo el joven.

Arn recibió el bastón pero no supo qué hacer con él. En ese momento entraron Sune y Sigfrid y se inclinaron ceremoniosamente ante los dos mensajeros y luego miraron a Arn.

—He estado fuera tantos años, en Tierra Santa, que por consiguiente no sé lo que esperáis de mí —dijo, turbado—, Pero si me explicáis de qué se trata, haré lo que el honor nos exija.

—Se trata de Svante Sniving, conocido por ser un hombre que con mucha facilidad, y especialmente con mucha cerveza en el cuerpo, suele apalizar a sus siervos e incluso a su propio hijo —explicó el mensajero que hasta el momento no había hablado.

—Eso no honra en absoluto a Svante Sniving —contestó Arn, vacilante—. Pero decidme, ¿qué tengo que ver yo con eso?

—Ayer mató a su señora Elin Germundsdotter, de nuestro linaje, y ya ha visto ponerse el sol una vez —explicó el primer mensajero.

—Anoche salió la convocatoria para todos los Folkung que puedan llegar a Ymseborg antes de la puesta de sol de mañana —aclaró el otro pariente.

—Creo que ya lo entiendo —asintió Arn—, ¿Qué tipo de resistencia esperamos encontrar por parte de ese tal Svante?

—Es difícil de saber. Tiene doce escuderos, pero nosotros probablemente seremos cincuenta o más mañana. Sin embargo, debemos partir esta noche, o mejor, de inmediato —repuso el primero de los dos parientes.

—Sólo somos tres Folkung aquí en Forsvik, de los cuales dos son niños. ¿Pero puedo llevar conmigo a mis soldados? —preguntó Arn, y recibió enfáticos asentimientos.

No había más que hablar o preguntar. Tardaron menos de una hora en cargar los caballos y vestir a los cinco jinetes de Forsvik para la lucha. El sol aún estaba alto cuando se dirigieron hacia el noreste.

Era poco después del nacimiento de María y las hojas del bosque ardían en rojo y en oro. Las noches eran algo más oscuras, lo cual era bueno para los fieles, puesto que su noveno mes, el Ramadán, mes de ayuno, acababa de iniciarse dos días antes. Al principio del viaje, Arn pensó durante un rato sobre las excepciones en las leyes del Corán en las que no hacía falta aplicar el ayuno durante la guerra. Sin embargo, este viaje no podía contabilizarse como una guerra, sino solamente como una ejecución, si lo había entendido bien.

Se acercó con su caballo a sus acompañantes islámicos y les preguntó directamente cuál era su opinión. Pero se rieron diciendo que no había problemas ahora al principio del mes de ayuno, en esa época fresca del año y cuando el sol ya había recobrado su sensatez, poniéndose por la noche. Además, tenían que montar muy lentamente, sin sudar, ya que los dos guías eran muy lentos. Arn asintió sonriendo y pensó en que era una suerte que el mes del ayuno no cayera en la época del solsticio durante los próximos años, ya que habría sido difícil para la gente del Profeta renunciar al agua y a la comida desde la salida hasta la puesta del sol.

Continuaron la cabalgata una hora después de que el sol hubo desaparecido y fue noche cerrada y se vieron obligados a acampar durante la noche. Alí y Mansour, que ahora montaban vestidos con camisas azules por encima de sus cotas de malla cubiertas de cuero, no mostraron con gesto alguno que hubiesen preferido detenerse a comer y a beber justo después de la puesta de sol.

Al día siguiente, cuando el sol se ponía por tercera vez tras el asesinato de una mujer Folkung por parte de Svante Sniving, cinco docenas de jinetes se habían reunido delante de Ymseborg. Durante la noche los guardias de las empalizadas del fuerte habían visto arder hogueras en todas las direcciones en señal de que no había huida posible. El portal de madera estaba cerrado y encima del mismo había cuatro arqueros mirando angustiados todos los mantos azules que se habían reunido en concilio a menos de unos tiros de flecha.

El capitán de los Folkung era Germund Birgersson, el padre de Elin, la asesinada. A su lado había un niño apenado, lleno de moratones y vestido con un manto mitad amarillo, mitad negro, que eran los colores del linaje de Svante Sniving.

Arn se había llevado a Alí y a Mansour a dar un paseo a caballo alrededor del fuerte construido en madera. Estaban de acuerdo en que, si tuviesen que tomar la fortaleza, lo más fácil sería hacerlo con fuego, pero no podrían atravesar los muros de madera a caballo. Arn sabía además que ahora el tiempo apremiaba, puesto que todo debería estar concluido a la puesta del sol.

Al regresar fue a buscar a Germund Birgersson para informarse de lo que se debía hacer. Tenía entendido que el hijo heredaría la fortaleza y entonces sería una lástima quemarla, ¿verdad?

Germund sonrió hoscamente y dijo que no creía que supusiese un gran problema abrir la puerta con tan sólo que Arn, cuya reputación había alcanzado también ese territorio, lo ayudase a convencer al guardia. Arn le contestó que lo ayudaría en lo que fuese necesario.

—Bien, eres un hombre de honor y cualquier otra cosa por tu parte me habría sorprendido enormemente —gruñó contento Germund Birgersson, levantándose al mismo tiempo con dificultad y arreglándose el manto azul por encima de los hombros—. ¡Monta y sígueme, y verás cómo pronto arreglamos este pequeño impedimento!

Arn se dirigió a su caballo un poco confundido, tensó la cincha y cabalgó hasta Germund, que se dirigía hacia la puerta de Ymseborg. Ningún otro Folkung los siguió. Se acercaron tanto que podrían haber sido alcanzados por las flechas, pero nadie les disparó.

El anciano jefe Folkung echó una mirada astuta a Arn, se acercó aún más y Arn lo siguió sin dudar, ya que la duda equivale a media muerte.

—Soy Germund Birgersson, del linaje de los Folkung, y estoy aquí en Ymseborg por honor y no por guerra o saqueo. Soy el padre de la señora Elin y he venido para exigir mi derecho y así también lo han hecho mis parientes —dijo Germund en voz alta y clara, como si recitase su mensaje.

Arriba en el muro de madera no contestó nadie, pero tampoco nadie movió una mano para coger una arma. Germund esperó un momento antes de continuar.

—Preferiríamos no dañar Ymseborg, ya que la finca pronto será heredada por el joven Bengt, que es nuestro pariente —prosiguió—. Por eso, os juro lo siguiente: no queremos la muerte de nadie más que de Svante. No queremos dañar casa o siervo, ninguno de la servidumbre, ninguno de los guardias y tampoco violaremos la morada cuando hayamos acabado. Así será si abrís esta puerta en el plazo de una hora y deponéis las armas. Estaréis al servicio del joven señor Bengt o al de quien pongamos como arrendatario en su lugar. Vuestras vidas seguirán siendo como hasta ahora. Pero si os resistís, os juro que ni uno solo de los guardias saldrá vivo de aquí. ¡A mi lado tengo a Arn Magnusson y él jura lo mismo que yo!

A continuación, Germund dio la vuelta a su caballo lentamente y Arn lo siguió con el semblante serio, aunque sintió un regocijo impropio subiendo por su interior motivado porque alguien hubiese jurado muerte y destrucción en su nombre, sin ni siquiera preguntarle.

No se disparó ni una sola flecha tras ellos, ni se oyó una sola pulla.

—Creo que habremos arreglado esta contrariedad antes de la noche —gimió Germund Birgersson al dejarse caer pesadamente en su sitio, alrededor del fuego de los Folkung, y estirarse a por un trozo de carne.

—¿Qué haremos con los cadáveres cuando hayamos acabado? —preguntó Arn.

—Me llevaré a mi hija a Älgarås para darle un entierro cristiano en la iglesia familiar —explicó Germund—. Coseremos a Svante y su cabeza en una piel de vaca y se lo enviaremos a sus parientes. Pondremos un arrendatario en Ymseborg en lugar del joven Bengt.

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