Regreso al Norte (4 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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Después de un rato, Arn pidió que lo dejaran a solas con su Dios, y todos lo obedecieron sin objeciones, salieron y cerraron las puertas de la iglesia.

Arn rezó largamente pidiendo apoyo y consejo. Lo había hecho otras veces, pero nunca antes había sentido nada en su interior ni había visto señal alguna de que Nuestra Señora le contestara.

A pesar de esa constante ausencia de respuestas nunca le asaltó la duda. Los seres humanos llenaban la tierra, tal como Dios había predicado. Dios y los santos debían de estar escuchando miles de suplicantes a cada momento, y si se tomasen la molestia de responder a cada uno de ellos, se armaría un buen jaleo. ¿Cuántas peticiones absurdas debía de estar haciendo constantemente la gente acerca de tener suerte en la caza, en los negocios o de tener un hijo, o permanecer en la vida terrenal?

¿Y cuántas miles de veces le había pedido Arn a Nuestra Señora protección para Cecilia y para el hijo de ambos? ¿Cuántas veces le había pedido suerte en la batalla? Nuestra Señora había escuchado esas oraciones antes de cada uno de los ataques de la guerra santa en los que todos los de manto blanco permanecían sentados sobre sus caballos, rodilla con rodilla para abalanzarse hacia la muerte o hacia la victoria. Casi todas las oraciones tenían una finalidad egoísta.

Pero esta vez Arn le pidió a Nuestra Señora que lo guiase y lo aconsejase acerca de lo que podía y debía hacer con todo ese poder que traía a casa consigo, que no lo dejase caer y convertirse en un hombre avaricioso, que no se dejase tentar por la certeza de ser un guerrero que sabía más que sus parientes, que todo ese oro y conocimiento que tenía ahora en sus manos no fuesen en vano.

Y entonces, por primera vez, Nuestra Señora le contestó al suplicante Arn de modo que pudo oír su voz nítida en su interior y verla envuelta en la luz que ahora se vertía cegadora sobre él desde una de las altas ventanas de la pequeña iglesia. No era un milagro, pues muchas eran las personas que testimoniaban haber tenido respuestas a sus oraciones. Sin embargo, para Arn era la primera vez y sabía ahora con toda seguridad lo que debía hacer, pues Nuestra Señora en persona se lo había dicho.

Se encontraban a una distancia de sólo dos paradas desde la iglesia de Forshem hasta la fortaleza de Arnäs. Se detuvieron a mitad de camino para hacer un breve descanso, pues era la hora de oración de la gente del Profeta, y los cristianos se echaron a dormir.

Pero Arn caminó hacia un calvero en el bosque y dejó que la luz de Dios se filtrase a través de las delicadas hojas verde claro de las hayas, iluminando así su cara marcada. Y por primera vez en el largo viaje sintió paz en su interior, pues al final había comprendido cuál era la intención de Dios al conservarle la vida por tanto tiempo.

Aquello era lo más importante, lo decisivo. En ese preciso instante no se dejaría molestar por cosas secundarias.

Desde hacía algún tiempo corría un extraño rumor por Götaland Occidental. Había sido avistada una extraña embarcación, primero en Lödöse, en el canal de Gota, y luego más al norte, en la cascada de los Trolls. Unos extranjeros habían intentado arrastrar la nave río arriba por las cascadas con la ayuda de muchos bueyes y porteadores alquilados. Pero al final se habían visto obligados a rendirse y regresar río abajo hasta el mercado de Lödöse.

Nadie logró comprender cuál podía ser la intención de subir un barco así por el Vänern. Algunos de los guardias noruegos que había en la fortaleza de Arnäs opinaban que seguramente el barco tendría algo que hacer en el lado noruego del Vänern, que no sería la primera vez que el rey Sverre de Noruega lograba hazañas de lo más curiosas apareciendo con un barco por donde nadie lo esperaba. Pero justo ahora no había demasiada guerra en Noruega, por mucho que tampoco hubiese paz.

Nadie podía decir tampoco con seguridad si se trataba de un barco de guerra, pues el rumor decía que las enormes velas torcidas de la nave lucían una cruz roja tan grande que se vería desde lejos. No había barcos en el Norte que llevasen una enseña así, eso era seguro.

Durante unos días se vigilaron con especial atención las tranquilas aguas veraniegas del Vänern desde la torre alta de Arnäs, hasta que llegaron los tres días de tormenta. Pero al no avistar ninguna embarcación y dado que eran tiempos de paz en Götaland Occidental, pronto todo regresó a la normalidad y a los trabajos habituales y retrasados de la siembra de hortalizas.

Sin embargo, un hombre no se cansó de permanecer allí arriba en la torre, martirizando sus ojos lacrimosos de anciano mirando sobre la superficie del agua resplandeciente por el sol. Era el señor de Arnäs, pues lo sería mientras viviese, Magnus Folkesson. Tres inviernos atrás había sufrido un ataque de apoplejía y desde entonces no era capaz de hablar normalmente; además tenía todo el lado izquierdo paralizado, desde la cara hasta los dedos del pie. Lo dejaban estar allí a solas en lo alto de la torre con un par de siervos domésticos, como si le avergonzase que lo viese la gente. O tal vez se tratase de que a su hijo mayor Eskil le disgustaba ver cómo se burlaban de su padre a sus espaldas. Pero ahora el hombre permaneció allí arriba, todos los días, a la vista de todo el mundo en Arnäs. El viento arañaba su pelo blanco y enmarañado pero su paciencia parecía inagotable. Entre los hombres se hacían bromas con respecto a lo que el viejo creía poder ver allá arriba.

Sin embargo, todos los bromistas se arrepentirían de haberse mofado. El señor Magnus había tenido una premonición, pues resultó ser que esperaba un milagro enviado por Nuestra Señora. Él fue quien primero pudo ver desde su buena perspectiva lo que estaba sucediendo.

Tres niños siervos llegaban corriendo por el camino todavía mojado y embarrado que iba desde Forshem hasta Arnäs. Vociferaban y agitaban los brazos, los tres con las mismas ansias por llegar primero, pues a veces pasaba que el pobre que llegaba con noticias importantes recibía una moneda de plata.

Al salir sobre el largo puente de madera que se balanceaba y que cruzaba las ciénagas, el que era un poco más alto y fuerte de los tres le puso la zancadilla primero a uno y luego a otro, de modo que él mismo fue el primero en llegar con la cara roja y sin aliento, mientras que los otros dos renqueaban tras él a buena distancia.

Se los había visto ya antes de que salieran sobre el puente y se había mandado llamar a Svein, el capitán de la guardia, que recibió con autoridad al primero de los corredores en el portal de la fortaleza, agarró al joven siervo por el cuello justo cuando intentaba colarse por el portón, lo obligó a arrodillarse en un charco de agua y lo mantuvo sujeto con fuerza con su guante de hierro mientras exigía conocer las nuevas. No fue tan sencillo, en parte porque su presa hacía tanto daño que el chico casi sólo gemía, y en parte porque los otros dos, que ahora los habían alcanzado, se hincaron de rodillas de forma voluntaria y empezaron a hablar los dos a la vez, intentando explicar lo que habían visto.

El capitán Svein hizo que se callaran todos con una bofetada e interrogó a los chicos uno tras otro. Y así logró al final sacar algo de información coherente acerca de lo que habían visto. Por el camino desde Forshem se acercaba a Arnäs una caravana con muchos guerreros y pesados carros de bueyes. No eran de los Sverker ni tampoco de ningún linaje aliado con ellos, pero tampoco eran de los Folkung ni de los Erik. Procedían de tierras extrañas.

Se dio la alarma, los cuernos sonaban y los guardias corrían hacia los establos, donde los mozos de cuadra habían empezado a ensillar los caballos. Se mandó a gente a despertar al señor Eskil, que a estas horas del día siempre dormía su siesta, y mandaron a otros hacia el puente levadizo para levantarlo, de modo que los extraños no pudiesen entrar en Arnäs antes de haber averiguado si se trataba de amigos o enemigos.

Pronto estuvo el señor Eskil montado a caballo con diez guardias junto al puente levadizo alzado frente a Arnäs, observando con tensión el otro lado de la ciénaga por donde pronto aparecerían los forasteros. Era bien entrada la tarde y, dado que el inicio del puente estaba al sur, el sol cegaba los ojos de los hombres de Arnäs. Cuando aparecieron los extranjeros al otro lado tuvieron dificultades en verlos a contraluz. Alguien dijo ver monjes, otro dijo ver guerreros.

Los extranjeros parecieron algo perplejos al descubrir el puente levadizo alzado y los hombres armados al otro lado. Pero entonces un jinete de manto blanco y una camisola blanca con una cruz roja se adelantó en solitario y despacio por el puente hacia la parte levadiza.

El señor Eskil y sus hombres esperaron en tenso silencio mientras el guerrero barbudo se acercaba con la cabeza al descubierto. Alguien susurró algo acerca del aspecto lamentable que tenía el caballo del forastero. Dos de los guardias desmontaron para poder tensar los arcos.

Y entonces sucedió lo que algunos calificarían posteriormente de milagro. El viejo señor Magnus gritó algo desde lo alto de su torre y después hubo quienes juraron haber oído al señor Magnus decir con toda claridad que «alabado sea el Señor», pues el hijo pródigo había regresado de Tierra Santa.

Eskil era de otra opinión. Porque como más tarde explicó, lo había comprendido todo en el mismo instante en que oyó a uno de los hombres de su escolta hablar de un caballo lamentable, pues tenía buenos aunque vergonzosos recuerdos de su juventud acerca de qué tipo de caballos eran llamados lamentables y «de mujeres» y de quiénes eran los hombres que montaban sobre ese tipo de caballos.

En un tono en el que a algunos les habría parecido percibir temblor y debilidad, el señor Eskil ordenó que se bajara el puente levadizo ante el jinete extranjero. Tuvo que ordenarlo dos veces para que lo obedeciesen.

Luego, el señor Eskil bajó de su caballo y cayó de rodillas en oración ante el puente que bajaba chirriando, de modo que el sol pronto les golpeó a todos en los ojos. Parecía como si el caballo del jinete vestido de blanco pasase bailando sobre el puente levadizo mucho antes de que estuviese colocado por completo en sus puntos de apoyo. El jinete desmontó con un movimiento que nadie había visto jamás y pronto estuvo, de rodillas él también, delante del señor Eskil. Ambos se abrazaron y se pudieron ver lágrimas en la cara del señor Eskil.

Luego ya discutirían si se trataba de un milagro simple o doble. En ese momento no se podía decir con seguridad si el viejo señor Magnus había recuperado la razón allá arriba en la torre, pero lo que estaba claro era que Arn Magnusson, el guerrero del que sólo los cuentos hablaban a estas alturas, había regresado tras pasar muchos años en Tierra Santa.

Aquel día se armó un gran revuelo en Arnäs. Cuando la ama Erika Joarsdotter salió con cerveza de bienvenida para saludar a los huéspedes y vio a Arn y a Eskil cruzar el patio con los brazos pasados por los hombros del otro, se le cayó todo lo que llevaba y se les acercó corriendo con los brazos abiertos. Arn soltó a su hermano Eskil y se arrodilló para rendirle homenaje a su madrastra y casi cayó al suelo cuando ella se le echó al cuello y lo besó de esa forma poco decorosa con que sólo una madre puede besar. Todo el mundo podía ver que ese guerrero que regresaba a casa estaba poco acostumbrado a ese tipo de manifestaciones de cariño.

Los carros crujientes y chirriantes fueron arrastrados hasta el patio del castillo, de ellos descargaron pesados cofres y un montón de armas y los llevaron a la cámara de la torre. Fuera de las murallas se levantó de prisa un campamento de tiendas con velas de barco y alfombras extranjeras y muchas manos voluntariosas ayudaron a montar cerca y valla en torno a todos los caballos del señor Arn. Se llevaron animales jóvenes a sacrificar y los asadores encendieron sus fuegos. Y pronto se esparció por Arnäs un promisorio aroma que anticipaba la noche que los esperaba.

Cuando Arn hubo saludado a todos los guardias, de los cuales algunos se resistieron a arrodillarse ante él, preguntó de repente por su padre con el rostro tenso, como si esperase recibir una triste noticia. Eskil contestó, hosco, que su padre ya no estaba en su sano juicio, que se mantenía encerrado arriba en la torre, y acto seguido Arn se dirigió de inmediato hacia la torre con pasos largos, extendiendo el manto blanco con la cruz roja como una vela a su alrededor, de modo que todo el que se cruzaba por su camino se apartaba con premura.

Arriba en el parapeto más alto encontró a su padre, con un aspecto lamentable pero con cara de felicidad. Estaba de pie junto al muro con un siervo como apoyo en el lado paralizado y un bastón grueso en su mano sana. Arn inclinó la cabeza con diligencia y besó la mano sana de su padre antes de tomarlo en sus brazos. El padre era ligero como un niño, el brazo sano estaba igual de delgado que el enfermo y olía a rancio. Arn permaneció así, sin saber qué decir, hasta que su padre se inclinó con gran esfuerzo y, sacudiendo la cabeza, le susurró:

—Los ángeles del Señor… alegrar… y el ternero engordado… sacrificar.

Arn oyó las palabras con toda claridad, y sentido no les faltaba, pues era evidente que se referían al relato de las Sagradas Escrituras sobre el regreso del hijo pródigo. Por tanto, no era cierto que su padre hubiese perdido la razón. Arn lo levantó aliviado en sus brazos y empezó a dar vueltas por el parapeto, intentando comprender cómo vivía allí arriba. Al ver el oscuro cuarto de la torre fue peor de lo que esperaba. Frunció el ceño al percibir el penetrante olor a orín y comida putrefacta, dio media vuelta y se dirigió hacia la escalera mientras le hablaba a su padre como a cualquier hombre en sus cabales, de una manera como hacía años que nadie le hablaba, y dijo que el señor de Arnäs no seguiría viviendo en una pocilga por más tiempo.

En la estrecha y sinuosa escalera se encontró con Eskil, que lo había seguido despacio, pues la escalera no estaba hecha para hombres de su tamaño y su tripa. Eskil tuvo que dar media vuelta, refunfuñando, y empezó a bajar delante de Arn, que llevaba a su padre como un bulto por encima de un hombro mientras iba diciendo con palabras severas todo lo que había que hacer.

Fuera, en el patio, Arn bajó a su padre y lo cogió en brazos, pues sería irrespetuoso seguir cargando con él como si fuera el producto de una cosecha, y Eskil ordenó a los siervos domésticos que fueran a buscar mesa y mantas y un sitial con tallas de dragón y lo llevaran todo a una de las cocinas más pequeñas del muro sur, que sólo se utilizaba en los grandes banquetes. Arn bramó que había que limpiar el cuarto de la torre de cabo a rabo y muchos pares de ojos sorprendidos siguieron el camino de los tres amos cruzando el patio del castillo.

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