En el primer momento de irritación me afectó sobre todo el simple hecho de que se hubiera escapado; pensé que me habría sentido menos decepcionado si un camión lo hubiera partido en dos. Era una prueba más de la deslealtad —que yo tan bien conocía— de este planeta para con sus criaturas; el que un perro que a mí me interesaba tanto se le escapase a su amo. El, cuyas reacciones frente a mi persona me parecían tan ridículamente importantes, no era, claro está, de raza fina. Tanto más penosa se me hizo mi inquietud durante su ausencia. Mis averiguaciones, a las que se sumó una elevada recompensa pecuniaria, lograron que el animal volviera a casa; pero mi recelo lo persiguió desde entonces hasta su nada honroso final.
Por cierto que tras el esfuerzo que me había costado recuperarlo, empecé a mirar al dogo como propiedad mía. Peor para la familia a la que pertenecía oficialmente si fingía ignorar lo que su dogo me había costado. Yo no quería seguir siendo tratado como si no existiera.
Poco después de su regreso, un día volví a ver al dogo caminando por el pasillo junto al inquilino de al lado. Cuando éste se detuvo ante la ventana que daba al patio interior para rellenar su pipa, el perro se refregó una vez más contra sus piernas. El hombre no se dio por enterado, cosa que me molestó muchísimo. Al preguntar me enteré de que vivía en el cuarto de enfrente como subinquilino de la familia de cinco personas. Durante los días siguientes pregunté al portero, sin poner el menor énfasis en mi pregunta, si, a su entender, estaba permitido que los inquilinos tuvieran subinquilinos en sus habitaciones. Algo desconcertado, el hombre me respondió que lo ignoraba, pero se ofreció a escribir una carta a la administración si yo lo juzgaba necesario. Lo dejé a su criterio, ya que el asunto no me afectaba en absoluto.
Ocho días después, una tarde que volvía cansado a casa, vi frente a la puerta un carro de mano cargado de muebles baratos. En la escalera me crucé con una muchacha de pecho hundido que bajaba tosiendo, con una cómoda pequeña entre los brazos. De ello deduje que la carta del portero había surtido efecto; por lo visto, estaba prohibido subalquilar.
Después de observar la escena y meditar un poco, pensé que para esa gente, que bastantes problemas tenían ya encima (bastaba con verles la ropa), debía de ser muy duro tener que afrontar encima los gastos de una mudanza. Por otro lado, seguro que si habían compartido su nada espaciosa habitación con un desconocido, no había sido por placer o diversión. Por eso, cuando los oí discutir sobre lo que harían con el perro mientras yo, de pie ante mi puerta, fumaba mi pipa vespertina, escuché quizás con excesiva atención —debido no sólo a mi interés por el animal—, y ellos me hicieron partícipe de la conversación y me pidieron consejo. Yo entonces me declaré dispuesto a hacerme cargo del dogo. Era evidente que, dadas las circunstancias del momento, no podían seguir permitiéndose un lujo tan costoso como era mantener un perro dogo, de modo que aceptaron entregármelo.
Admito no haber estado descontento con la forma como se iban desarrollando las cosas —pese a las crueldades que el proceso mismo conllevaba—, porque siempre he tenido el convencimiento de que cuando se las deja correr con cierta indolencia y sin intervenir de manera directa —aunque sin descuidar, tampoco, nada—, ellas mismas se van resolviendo para bien de uno.
No fue nada fácil trasladar al perro a mi habitación. Se resistió con todas sus fuerzas, aunque sin emitir un solo ruido ni apartar los ojos de mí. De gran utilidad me resultó una sólida correa de cuero que me había comprado ocho días antes.
El espectáculo que ofrecía el perro no era muy halagador. Lo tenía atado a la pata de mi cama, y cuando yo estaba en la habitación, él permanecía escondido bajo la cama; cada vez que me le acercaba o, simplemente, me dirigía a la cama, todo el cuerpo empezaba a temblarle. Pero en cuanto me iba, es decir, cuando lo espiaba a través del ojo de la cerradura, lo veía dar vueltas y vueltas en torno a la cama y llegar hasta donde se lo permitía la correa de cuero, no demasiado larga. Para los amantes de los perros añadiré que, según pude observar, nada hay de cierto sobre la presunta tristeza que tanto se atribuye a estos animales por la desaparición de sus amos. Este rumor, que la gente está siempre tan dispuesta a creerse, es uno de esos ridículos engendros de la presunción humana. En mi dogo no logré descubrir ningún vestigio de tristeza.
El hecho de que no comiera nada tiene una explicación muy distinta y, según creo, nada halagüeña para mí. No aceptaba nada de mi mano. Durante tres días se negó, mudo, a roer los huesos que le compraba, y al tercer día desdeñó incluso la carne pura y no probó bocado de cuanto le ponía delante: no quería comer nada que hubiera pasado por mis manos.
Confieso que aquello me dejaba perplejo (el animal se adelgazaba a ojos vistas y empezó a cojear cuando daba vueltas por la habitación). En mis momentos de ira pensaba
acabar con él
de esa manera, es decir ofreciéndole sencillamente una comida que no comería. Pero en horas de mayor sangre fría me daba cuenta de que mediante la violencia pura no puede demostrarse nada.
Por eso decidí invitar a un muchacho que era cerrajero en la fábrica de automóviles, y a quien sólo conocía superficialmente, a que le diera de comer al perro. Pero cuando lo tuve en mi habitación, de pronto me pareció que sería dificilísimo iniciarlo en el problema, y la conversación siguió su curso sólo a trompicones, pese a los cigarrillos y a la limonada. Era un tipo de baja ralea, desaliñado, con dientes demasiado blandos y pelo de un rojo deslavado. Me resultaba difícil verlo sentado a mi mesa, y oírlo hablar casi me revolvía el estómago. Además, tenía la costumbre de agarrarme todo el tiempo cuando hablaba, cosa que nunca he podido soportar. Y no tardó en intuir algo extraño en mi conducta, por lo que su maldad llegó al descomedimiento. Empezó a golpear pérfidamente al perro con el pie mientras proseguía con su discurso hipócrita y se hacía el que no entendía nada. No obstante, había notado mi turbación y al final acabó forzándome, sin ahorrarme la explicación de todo el problema, a pedirle que le diera de comer al dogo (aunque también es posible que no advirtiese nada).
Lo hizo sin demostrar el menor tacto, insultándolo constantemente y reprochándole su falta de cariño para conmigo. Así fue alimentado el dogo cada noche, durante dos semanas.
Curiosamente yo me negaba a renunciar a mi vaga esperanza, y fue necesario un terremoto para hacerme ver la actitud definitiva e irremediable de este planeta para con mi persona. El 23 de junio de 1912 tuvo lugar el terremoto de San Francisco. Muchas personas perdieron la vida aquel día en la tremolante ciudad. Yo, en cambio, sólo perdí un traje, varios pares de botas y unos cuantos utensilios. Hubiera podido, pues, olvidar esa tragedia más fácilmente que muchos, pero me ha sido imposible. Entre los temblores que se sucedían cada vez más violentamente y con la casa en llamas, me vi de pronto, en camisón, frente al inexorable dogo, cuyo cuarto trasero había quedado aprisionado por los escombros de una pared. Y al acercarme a él para ayudarlo, leí en sus torpes ojos un miedo indescriptible hacia mí, su salvador; y cuando estiré el brazo para liberarlo, intentó morderme.
Han pasado dos años desde aquella mañana. Ahora vivo en Boston. Mis indagaciones sobre el dogo no concluyeron después de su muerte. ¿Qué lo llevó a rechazar mi mano? ¿Sería tal vez mis ojos —cuya mirada, según he oído decir, me ha procurado ya éxito con ciertas personas— los que herían al hipersensible animal? ¿O sería ese indolente movimiento que al andar imprimo a mis manos y que de un tiempo a esta parte me llama la atención cuando lo veo reflejado en los escaparates? Desde que vi clara la postura del animal frente a mi persona, no he dejado de preguntarme qué tipo de malformación —pues tiene que haber alguna— me distingue de los demás hombres. Y desde hace unos meses estoy por creer que tal vez haya en mí malformaciones internas, situadas a mayor profundidad, y lo peor de todo es que cuanto más amplío mis indagaciones y más anormalidades descubro en mí mismo —desviaciones que luego voy sumando—, más firmemente creo que jamás podré descubrir la verdadera causa. Pues quizás el anormal sea precisamente mi espíritu y ya no pueda percibir lo repulsivo como tal. Sin experimentar la menor simpatía por fenómenos tan ridículos como el Ejército de Salvación y sus conversiones baratas, puedo decir, no obstante, que la profunda transformación que se está operando en todo mi ser —ignoro si para bien o para mal— es ya algo absolutamente innegable.
Después de una gran velada pugilística en el Palacio de los Deportes nos habíamos reunido un pequeño grupo —conmigo cuatro en total— a tomar una cerveza en una cervecería de la Potsdamer Strasse, esquina Bülowstrasse, todos en un estado de ánimo relativamente sanguinario todavía. Uno de ellos, boxeador profesional, contó entonces la historia de la decadencia cíe Freddy Meinke, alias «gancho a la mandíbula».
Freddy, dijo el hombre bizqueando notablemente y con un codo apoyado en un charquito de cerveza, Freddy estuvo hace dos años ante la gran oportunidad de su vida. Freddy se llamaba, por supuesto, Friedrich. Pero se había pasado medio año al otro lado del charco —seis mesecillos bastante oscuros, por cierto, sobre los que él se negaba en redondo a hablar—, y de allí había traído, aparte de algunos nombres totalmente desconocidos que figuraban en su lista de récords y dos o tres billetes de a dolar, que de vez en cuando sacaba como por descuido de su bolsillo, de allí había traído sobre todo el sobrenombre de Freddy.
Bajo este alias estuvo boxeando varios meses en ciudades más pequeñas, como Colonia, y también en localidades de provincia, y de pronto empezaron a llamarlo «el gancho a la mandíbula» y su nombre pasó a figurar entre los de primera categoría.
Cuando lo vimos aquí por primera vez, sonreímos no poco ante su manera de presentarse en público. Se hizo fotografiar con unos pantaloncitos color lila, francamente femeninos. Era lo más coqueto que jamás haya usted visto en un ring, caballero. Se movía como en el teatro. Pero luego puso k.o. a su adversario en el primer asalto, y lo hizo conectándole un formidable gancho en la mandíbula. Además, y como usted bien sabe, era peso gallo. Esa gente no pega en general muy fuerte, y encima la apariencia de Freddy era muy poco convincente a primera vista. Pero de pronto adquiría un ritmo de hélice y un poder de penetración de cincuenta caballos de fuerza, y al final el hombre entero acababa convirtiéndose realmente en un único gancho a la mandíbula.
Cuando nos reunimos luego con él y lo dejamos casi sin hombros ni espaldas a fuerza de darle palmadas, nos dijo que todo era cuestión de saber dominarse solamente, que uno podía ser de verdad peligroso sólo si tenía la plena seguridad de poder controlarse en cualquier situación. Y añadió que él mismo debía tener, desde un principio, la sensación de no estar golpeando a un hombre, sino de golpear a través de él, y de que su puño no podía ser detenido por algo tan insignificante como una mandíbula. Aún dijo otras cosas por el estilo que, en cualquier caso, le convenía creer, como habíamos visto. Aquella noche obtuvo un éxito resonante que lo llevó a pelear directamente por el título.
Pero a todos nos pareció bastante prematuro cuando oímos luego que la fecha había sido fijada para dentro de ocho escasas semanas. Feliz, Freddy se dejaba arrastrar por su buena racha y entrenaba con gran energía. Entre otros me eligió incluso a mí de
sparring
. Parecía tener la exclusiva de la rapidez, y las treinta libras de peso que yo le llevaba le resultaban más que suficientes para probar su extraordinario gancho. No obstante, me decepcionaba en los entrenamientos. Lo cual probablemente se debiera a que no se «dominaba» tanto y uno tampoco puede pasarse semanas enteras «pegando a través» de la gente. Aquello no tenía, pues, demasiada importancia. Lo que sí importaba, en cambio, era todo el bombo que hacía. Claro está que no era asunto mío que él decidiera comprarse una motocicleta a plazos y se empeñase en aprender a conducirla justamente esos días. Yo mismo pensaba que hubiera podido esperar tranquilamente un poco más. Pero cuando se echó encima una novia con compromiso formal y un auténtico hogar en el horizonte, y quién sabe si hasta con camas de nogal y estanterías, es decir, todo un montaje a lo grande, aquello sí que fue aventurarse demasiado lejos. Quien se embarca a fondo en una empresa tan gigantesca como es un compromiso matrimonial en un momento en el que su existencia pende de un hilo, no hace más que poner en juego una enormidad de cosas, y quizás hasta la felicidad de su vida, haciéndolas depender de algo que aún tiene que ocurrir. El que llega a ese punto simplemente no puede perder. Pero yo le digo a usted, caballero, que es mal asunto hacer depender muchas cosas de una sola. A un combate por el título hay que ir como un vendedor que va a su tienda. Si vende algo, perfecto. Que no vende nada, ahí está el propietario de la tienda para sufrir las noches de insomnio. Pues bien, el combate se celebró el 12 de septiembre.
El día 10 Freddy ya había completado su período de entrenamientos, y el 12, a las siete de la noche, nos reunimos en este mismo local Freddy, yo y su manager, el gordo Kampe. Ya lo conocen, ese que está ahí sentado, junto al hombre del mondadientes. Faltaba una hora para que se iniciara el combate. Y, por supuesto, fue un error entrar aquí. Ya ven la humareda y el aire viciado que hay en este cuchitril, pero Freddy tenía ganas de entrar y además despreciaba a los que cuidan sus pulmones de cualquier brisita de marzo. En una palabra: nos sentamos aquí, en medio de una humareda que no hubiéramos podido cortar ni con una sierra de vapor, y Kampe y yo pedimos una cerveza. Ese fue el origen del desagradabilísimo incidente que se desarrolló en los quince minutos que aún nos quedaban y que, por lo demás, sólo yo advertí. A Freddy le entraron ganas de tomarse una cerveza.
Y de hecho llamó al camarero. Pero Kampe intervino y le dijo en tono enérgico que eso era una locura en aquel momento, justo antes del combate; que más le valía comer clavos de zapatos que beber cerveza.
Freddy masculló un «absurdo», pero dejó que el camarero se marchara. Para Kampe el asunto estaba liquidado, pero no para Freddy. Kampe repitió una vez más todo lo favorable y desfavorable que sabía sobre el contrincante de Freddy, quien se puso a leer un diario vespertino. Tuve la impresión de que tras la sección de anuncios clasificados él seguía pensando en su cerveza, o, mejor dicho, en su deseo de tomarse una cerveza.