—Olvida usted —dijo el pescadero con voz impaciente—, parece usted olvidar que le advirtieron que no viajara lejos, y, por tanto, en la medida en que tomó en serio la advertencia, nada le impedía darse una vuelta por aquí tranquilamente.
—Conque lo admite ¿eh? Me alegro. Una amable advertencia ¿verdad? Una extraordinaria forma de advertirle que se quede aquí, y luego cuelgan al que se queda… Hmm, ¿cómo lo ve? ¿No será esto lo que usted piensa, verdad?
—Pues… los asesinos pueden haber estado aquí, no en Frankfurt, y haber oído hablar del asunto, o, muy de mañana, haber esperado en vano en la estación. Por lo demás, el hombre aquél pudo estar implicado en el complot ¿verdad?
—¿De verdad lo cree, Kascher? ¿Que eliminar a un hombre en su patria, que se interesa por él, y teniendo en cuenta sus costumbres, que pueden estudiarse, les parecía menos cómodo que hacerlo en el curso de un viaje? Claro que si de verdad quiso ponerlo en guardia, ¡qué forma tan pública y teatral de hacerlo! ¡Que innecesario! ¡Es gritarles en el oído a los asesinos! ¡Y qué impreciso! «No te olvides de…» No, mi estimado, se trata de un «querer infundir miedo», nada más.
—Yo también lo creo —dijo el pescadero con voz apagada—. Seguro que es eso.
—Cuando se le infunde miedo a alguien, en general resulta más difícil matarlo ¿verdad? El amedrentado se mantiene alerta, oye susurrar cada hoja, y deja de ir al bosque, donde hay ramas gruesas. Por lo demás ¿cómo sabe usted que la rama era gruesa?
—Se lo pregunté al lechero, que estuvo allí.
—¿De modo que usted no estuvo?
—¿Cómo se le ocurre? No soy ningún sabueso. El lechero me hizo una descripción.
—¡Pero es que usted se pasa el día entero dándole vueltas al asunto! Además ¿por qué hizo precisamente esa pregunta?
—Porque no ha llovido.
—No le entiendo. Me parece que está demasiado pendiente del efecto. ¿Quién cree entonces que es el asesino?
—El asesino es el hombre de la bicicleta.
—¿El hombre cuya advertencia provocó el crimen, como usted califica aquello? ¿Y que se dejó ver por todo el vecindario para retener a su víctima aquí, un lugar donde sin duda era más difícil matarla que en cualquier otro? ¿Y que con su presencia no podía pretender que su víctima, que si tenía mala conciencia debía conocerlo, renunciara a su caminata por el bosque?
—Sí, aún hay varios puntos oscuros, o, mejor dicho, hay uno sólo, y no está entre los que acaba usted de mencionar. Pero dejemos esto. El asunto dista mucho de estar concluido. ¡Es un caso estupendo, créame!
Tras despedirme de Samuel Kascher, que me había acompañado fuera, bajé por la oscura callejuela y pasé frente a la casa del Meier de Java. Todo estaba apagado.
Cuando, al cabo de tres días, volví a la pescadería, la encontré llena de gente, pues acababa de llegar un envío de bacalao fresco. El pescadero me alcanzó rápidamente el periódico que le pedí y me dijo, sin mostrar mucho interés:
—¿Sabe usted que Meier, el ingeniero —se acuerda, ¿verdad? el Meier de Java—, era italiano de nacimiento? Sí, su madre era italiana y se casó con un ingeniero alemán. ¿Qué a qué viene esto? Pues vuelva a visitarme. Tengo más recortes.
Pues Kascher recortaba los casos interesantes de los periódicos. Volví a visitarlo esa misma tarde. Aún estaba limpiando la tienda.
—¿Le he contado ya que en un principio quise ser soldado? —me preguntó iniciando la conversación—. La cosa fracasó únicamente porque no conseguí que me dieran un lugar donde dormir solo, y aquello era inaguantable. ¡Aquí al menos sólo apesta a pescado!
—No me sorprende demasiado —dije con interés—. Algo de crueldad ha de tener usted, sin duda. Con esa cara de manso corderito…
—Pues he leído mucho a Stendhal. Y el mundo es muy poco autoritario. Cada vez se decanta más hacia el comercio de pescado —repuso al tiempo que empujaba un barril de bacalao hacia un rincón.
Yo me reí y le pregunté por el Meier de Java.
—Ya está enterrado —respondió—. Y resulta que era el falso Meier.
—Esta mañana me dijo que era italiano. ¿Qué importancia tiene esto?
—Pues que era el punto oscuro, me parece. Me lo contó su ama de llaves en persona.
—¿No cree usted que sus remordimientos de conciencia lo traicionaron? —pregunté con cierta impaciencia.
El pescadero se inquietó un poco. Alzó la mirada de su barril y me observó fijamente.
—Pues sí que lo creo. ¿Lo ha adivinado usted mismo?
Había un tono de decepción en su voz. ¡Era un efectista de primera!
—Quiero decir que se ahorcó después del incidente. Debió de asustarse muchísimo ¿verdad?
—Seguro. —El pescadero lanzó un suspiro de alivio—. Se asustó tanto como los demás vecinos de la calle. Me alegro de no haberme asomado. También yo me habría asustado.
—¿Qué quiere decir ahora? ¿Que ese hombre renunció a su viaje?
—Sí. Y salió a dar un paseo antes de comer. Por lo demás, hubiera comido pescado, compró pejepalo de mi tienda, el muy idiota.
—Oiga ¿qué le pasa?
—Oh, nada. Me irrita un poco que le ocurriera todo aquello. ¡Qué errata tan gorda!
—¿A quién? ¿Al Meier de Java?
—¡No, al asesino!
—¿De qué errata está usted hablando?
—¡De la que usted ha cometido! ¡Decir que el Meier de Java debió de tener remordimientos de conciencia para no irse de viaje! ¡Vaya idiotez! A propósito, quería pedirle un favor, es para otra persona, aunque en realidad es para mí. Quería pedirle que pusiera un anuncio en la revista de ingeniería. Algo así como: «Se busca al ingeniero Meier, que en su día trabajó en la construcción de un puente en Java». ¿Lo hará?
—Sí, pero ¿se puede saber con qué objeto?
—Él le escribirá, enviándole su dirección o algo así. Con seguridad le hará saber en qué ciudad reside.
—¿Y qué quiere hacer usted en esa ciudad?
—Suscribirme al periódico local.
—Pero ¿está usted…? ¿No será una trampa? ¿Poner un anuncio buscando a un Meier que está muerto? No lo entiendo.
—Pues resulta que también está vivo. ¡El Meier de Java vivo! ¡Nada de confusiones! ¡El Meier de Java que todavía está vivo, que probablemente «se encuentra» aún con vida!
—¡Al diablo con tanto misterio! ¿Qué pretende realmente? ¿Quiere poner sus cartas sobre la mesa o no?
—No. Prefiero no hacerlo. Es usted demasiado enérgico. Excesivamente voluntarioso y emprendedor, digamos: occidental. Sí, un pelín demasiado occidental.
—¿Qué intenta decirme ahora? ¿Quiere dormir de nuevo solo? ¿Huele mejor que yo el pescado?
—Me interpreta usted mal. La cosa es mucho más simple: ¿Quiere oír una historia o no?
—Claro que sí, y usted lo sabe. ¡Venga, cuéntela ya!
—No. Si de verdad quiere oír una historia, tendrá que esperarse un poco más. ¡Por ahora ponga el anuncio!
—¡No le entiendo, Kascher!
—¡Pues el caso es que para la gente que lo entiende todo no hay historias!
¡Que el diablo me lleve! Decidí poner el anuncio en la revista de ingeniería. Eso fue un martes; el lunes siguiente debía aparecer el anuncio; el sábado me buscó el pescadero.
—Su historia está lista; todo en orden, aquí la tiene ya impresa. Estuvo madura para la imprenta un poco antes de lo que me suponía. El tipo fue un idiota, pero esto lo sacará de apuros. Esperemos que salga bien parado.
—¿De qué me está hablando?
El pescadero me hizo entrar en su tienda. Estaba oscureciendo. No encendió el gas, sino una vela.
—Si da un respingo —me dijo mientras ponía un barril con carpas frente a mi taburete—, no se olvide del barril.
—¿Se trata del Meier de Java? —pregunté—. Aún no he tenido respuesta.
—Ni la tendrá, mi estimado. La ciudad se llama Hamburgo, y ya me he suscrito al periódico local. Pero ¿quiere que repasemos la historia una vez más desde el principio? Aunque el asunto es muy sencillo: la cuerda estaba rota. Métase esto en la cabeza, por favor. ¿Por qué se rompió? ¿Cómo pudo romperse así si no había llovido? O una cuerda no resiste, en cuyo caso es imposible usarla para ahorcarse, o es resistente, en cuyo caso hay que tirar violentamente de ella para que se rompa. Y como estaba rota, no pudo tratarse de un suicidio. No diga nada, todavía no; ya lo sé: el comportamiento del asesino fue muy sorprendente, aun al margen de que tirara violentamente de su víctima para hacerla caer —y pudo hacerlo, la rama era gruesa ¡una rama gruesa!—; se mostró en público, se puso a gritar en plena calle para que un señor que había estado en Java se asomara con una vela, de noche, a la ventana, sí… a la ventana. Cierto es que le gritó que se quedara allí debido a Lizzie, a una tal Lizzie. Aunque al señor más le hubiera valido marcharse, y no porque hubiese sido más fácil liquidarlo, sino porque entonces no habría habido ninguna necesidad de liquidarlo. Se trataba de saber simplemente si el buen señor había decidido quedarse allí debido a Lizzie. Y ahora nos topamos con una gran sorpresa, mi estimado, y es que el buen señor se quedó de veras. Así es, no salió de viaje, sino a dar un paseo, aunque Lizzie nada tenía que ver con todo aquello; juraría que él no la conocía de nada, que sabía de ella tanto como usted o yo. ¿Permitía su conducta deducir que la conocía? ¡Pues sólo a un idiota! El señor no viajó porque estaba aterrado y asombrado y lo habían despertado, privándolo de su sueño. Como prueba de ello le bastaría a usted con aducir que salió a pasear tranquilamente por el parque y fue asesinado sin que pudiera defenderse. Sí, se había mostrado en público en una facha muy precisa, como no se le podía ver en la calle, asomado a la ventana con una vela en la mano y algo de miedo. Y luego no se fue de viaje, cosa que le bastó al asesino. Pero yo a usted le digo que nunca ahorque a nadie basándose en pruebas semejantes, en esas sombras de pruebas; ya no podría descolgarlo aunque llegase corriendo, o lo descolgaría muerto. Sí, porque nada, ni la comedia nocturna ni el castigo por la aparente mala conciencia del Meier de Java, revela tan a las claras la increíble y ridícula inseguridad del asesino como el gesto de descolgar del árbol a su víctima después de haberla ahorcado, su inseguridad con respecto al Meier de Java. Que era el falso. Este es el quid, un tanto sangriento, si quiere, pero rebuscado, elegido no sin cierta artería. Usted se preguntará: ¿cómo pudo el asesino —que antes y durante la ejecución de su delito no dudaba en absoluto de que el Meier que tenía delante era el Meier que buscaba—, cómo pudo, en el breve lapso que media entre el asesinato y su regreso del escenario de los hechos, llegar a la conclusión de que el tal Meier era falso, ese Meier aparentemente roído por los remordimientos, que se le apareciera al vacilante resplandor de una vela y ya había sido asesinado? Aquí llegamos a un punto muerto.
El pescadero penetró en la oscura tienda y la recorrió de un extremo a otro, escudriñando en la oscuridad. Luego prosiguió, algo más cansado: «Parece seguro que el Meier buscado era difícilmente reconstruible en el cerebro de su perseguidor, quien debía de conocerlo muy por encima y sólo tenía una vaga idea de cómo era, pese a la intensidad de su odio… Java queda lejísimos. Y, sin embargo, en el breve instante de su anterior aparición aquel hombre debió de hacer algo que se le grabó profundamente a su perseguidor, algo imborrable, más evidente que un rostro, más inconfundible que un gesto de terror hecho con la mano, algo que es posible hacer en muy breve tiempo y en un instante de grave excitación, y que, escúcheme bien, se vuelve a hacer en el momento de la muerte… de modo que al asesino no le llama la atención en el instante mismo del crimen, esa ardua tarea —¡trate de colgar de un árbol a un hombre pesado!—, pero sí poco después, cuando ya está atravesando la espesura, inmediatamente después, ¡casi al mismo tiempo! Y bien, ya le he dicho que éste era un punto oscuro hasta que me enteré de que el Meier de Java era italiano de nacimiento y que su lengua materna era, por tanto, el italiano. ¿Me entiende? ¡Gritó algo antes de morir! Dijo algo relacionado con el asunto, con el proyecto, y sin duda se acaloró y habló en italiano. Tuvo la ocurrencia, lógica y natural, de elegir su lengua materna al ver que iba a ser ahorcado; al menos es lo que yo me figuro. Y el otro Meier, el verdadero Meier de Java, el que conocía a Lizzie y había estado en el bungalow 17, había gritado en otro idioma aquella primera vez que se asomó a la ventana, presa de una gran excitación.
El pescadero calló de nuevo; resollaba un poco; su respiración temblaba ligeramente. Parecía verlo todo bastante claro. No había salido de su tienda y, sin embargo, lo había visto todo en la oscuridad, mientras trabajaba.
Quise decir algo sólo por romper el silencio.
—¿Y cómo se imagina usted lo ocurrido en Java?
Se pasó la mano por la frente:
—Se estaba construyendo un puente. Había un buen número de ingenieros de puentes trabajando en la obra y más de 17 bungalows, y sospecho que Meier tenía una mujer; o bien el asesino, quizás el asesino también tuviera una mujer. En cualquier caso, me parece seguro que algo ocurrió con Lizzie: o bien era la mujer de Meier y vivía en el bungalow 17 y el asesino estaba con ella cuando llegó Meier, o bien fue a la inversa; para el caso es lo mismo. Lo cierto es que el asesino estaba abajo y, al atacar o al salir huyendo (probablemente al huir), vio a Meier arriba, en la ventana, por primera vez en su vida, y algo debió de ocurrirle luego a Lizzie, me inclino a suponer que se ahorcó o fue ahorcada, da igual. En cualquier caso, Meier también debía morir ahorcado, cosa que al parecer se deduce de los hechos.
—Dígame una cosa —le pregunté tras una pausa— ¿por qué no fue usted a ver el cadáver ni el lugar de los hechos si tanto le interesaba el caso?
—¿Para qué? Acaso yo sea demasiado oriental, acaso me sienta excesivamente occidental. Los cadáveres lo amargan a uno. Hacen mella en la objetividad. No vi a Lizzie ahorcada. De haber visto ahorcado a su asesino, fácilmente hubiera sido injusto con su vengador. Y por entonces el Meier de Java aún estaba entre los vivos, aún lo iluminaba el sol.
—¿De modo que ahora está muerto?
El pescadero me alargó un periódico. En él leí que un ingeniero apellidado Meier había aparecido ahorcado en un hotel, en circunstancias muy extrañas. Y le oí decir a Kascher con su habitual dulzura:
—Si da un respingo, no se olvide del barril, por favor. Es mi negocio. Mi negocio es vender pescado.